De Cartago a Sagunto/XXIII

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XXIII

Recluido en el cuarto de la fonda, pasé la noche muy agitado por el tumultuoso ruido que de la calle venía. Además, me inquietaba que Silvestra no hubiera vuelto a mi lado, no porque me hiciera falta su presencia, sino por el temor de que le hubiera ocurrido algún desavío. Al manso filósofo le esperé hasta la madrugada; mas tampoco vino a la mansión hospederil. Pensé que había encontrado a su hija, o que las diabólicas sacerdotisas venustas le retenían en sus nefandos cubículos. Al amanecer, las cornetas tocaron diana cerca y lejos, las unas en el interior de la ciudad, las otras en el campo, ocupado ya por los carlistas. Me asomé un momento a la ventana de mi cuarto, y vi en las crestas de los cerros humazo de fusilería. Poco después empezó el tiroteo en los términos cercanos. Dijéronme que los sitiadores atacaban la Puerta del Castillo, y que ya eran dueños de un barrio del mismo nombre, situado extramuros de la ciudad.

Bajé al comedor, donde el patrón y otros que con él estaban me dieron noticias desconsoladoras. Las fuerzas que habían de defender a Cuenca eran harto débiles: cuatro compañías de la Reserva de Toledo, un escuadrón de Lanceros del Regimiento de España, otro de Carabineros, algunos Guardias civiles, y dos centenares de Voluntarios, gente por punto general poco aguerrida. Las fortificaciones se reducían a unas verjas de hierro, arrancadas de las iglesias para ponerlas en las entradas de la ciudad vieja, y a unos cuantos remiendos echados de cualquier manera en la vetusta muralla. Cuatro cañones con insuficiente servicio de artilleros eran las únicas piezas disponibles para tener a raya al enemigo.

El fuego siguió muy nutrido durante la mañana. Poco antes de las once, los vecinos de los arrabales, creyéndose poco seguros en aquella parte de la ciudad, empezaron a trasladarse a toda prisa a la ciudad alta. Mi patrón y su mujer, personas sencillas y afables, se empeñaron en llevarme consigo. «Caballero -me dijo el fondista-, aquí no puede usted quedarse, porque esto está muy malo. Véngase con nosotros. Allá, en los altos de la Plaza de San Nicolás, tenemos una casita en paraje resguardado de los zambombazos que atizan esos perros. Coja usted su ropa y los efectos de valor; nosotros salvaremos lo que podamos. Bueno que se lleve el diablo nuestros intereses, pero la vida no queremos perderla... ¡Ay, caballero: lo peor para la pobre Cuenca es que tenemos el enemigo en casa! Muchos vecinos, muchas familias de acá son carcundas hasta los tuétanos. Conque hágase cargo...».

Por el puente de la Puerta de Valencia me llevaron a un barrio de calles pinas, angostas y obscuras. Entramos en una casa de no sé cuántos pisos: la escalera no tenía fin. En un desván lleno de pobretería de ambos sexos hallé albergue que parecía seguro de las balas, mas no lo era de insectos y alimañas molestas. En aquel camaranchón traté inútilmente de conciliar el sueño. Pasada la infernal noche, decidí cambiar de alojamiento, y bajé a otros pisos donde encontré mejor compañía, personas amables que me dieron pan y vino para sostener mis fuerzas. Entre los allí refugiados había un chico de tipo gitanesco, vivaracho y más listo que el hambre, el cual salía y entraba a cada momento, trayéndome noticias de lo que ocurría.

Por aquel galopín supe que se habían apoderado los sitiadores de la Carretería y calles inmediatas, saqueando casas y tiendas con infernal estrépito. Supe también que los carlistas quisieron parlamentar junto al Instituto; pero el Brigadier don José de la Iglesia, Gobernador Militar de la Plaza, hombre tan chiquitín como bravo, les mandó a escardar cebollinos... Mientras el chiquillo andaba recorriendo los sitios donde más empeñada era la lucha, mi patrón, dolorido y suspirante, me dijo: «Caballero, nos quedamos sin agua. Esos cafres han cortado el acueducto en el caserío de la Cueva del Fraile». La patrona, llorando, agregó: «¡Ay, Virgen Santísima, mañana no habrá ya pan en Cuenca! El poco que amasaron hoy se lo arrebata la gente en la calle, y los pobres que están batiéndose no tienen qué comer».

Por la tarde, volvió despavorido el chicuelo contándonos que había un fuego horroroso en la cuesta de Tarros, Matadero, Jardín de las Carteras, Retiro, San Miguel y las Angustias, con la mar de muertos y heridos. Una vieja que vino después nos dijo que los Voluntarios, con el cañón que habían puesto en una de las ventanas del Instituto, estaban abrasando a los carcas. Otra vieja, con las sayas en la cabeza, compareció ante nosotros y nos largó un relato terrorífico del fuego que hacían los carlistas desde las casas contiguas a las puertas del Postigo, Valencia y convento de la Concepción. Los pobres carabineros, soldados y voluntarios que defendían aquellos lugares caían como moscas.

La noche fue pavorosa. Los insectos y la fetidez de las habitaciones atestadas de gente expulsáronme de la casa. Bajé a la calle, prefiriendo que me matase una bala a morir de asfixia y asco. Tirado en el suelo, entre un ciego, dos lisiados, un sin fin de mujeres, y rapaces medio desnudos, me enteré de que los caribes que llamaban Zuavos habían intentado vadear el Huécar, siendo rechazados por unos cuantos Lanceros. Las llamas de los incendios daban a la ciudad un aspecto de siniestra desolación.

El hambre, el miedo y el cansancio me obligaron a meterme en el zaguán de una casa, y arrimándome a un bulto que debía de ser un durmiente envuelto en mantas, descabecé algunos sueños. Al amanecer, noté que el tiroteo había disminuido considerablemente... Dijéronme que los carlistas desmayaban por la tenaz resistencia del pueblo en el día anterior.

A media mañana, advertí grande animación en la ciudad. Corría la noticia de que se aproximaba una columna de tropas del Gobierno mandada por un tal señor Calleja. «¡Ay, Dios mío -exclamaba todo el mundo-, que venga pronto ese Calleja!». Contagiado yo de estas públicas alegrías, y sintiendo los horrores del hambre, trepé por los empinados escalones de una calleja angosta, en busca de un alma caritativa que me diera un pedazo de pan. Torciendo a mano derecha, vi venir hacia mí un esqueleto que me estrechó en sus brazos. ¡Por San Julián bendito! El esqueleto cuyos huesos chocaron con los míos era don José Ido del Sagrario.

«¡Ay, don José de mi alma! -exclamé con grande alegría-; ¿está usted muerto?».

-Por milagro no estoy muerto -me contestó Ido-. Sepa Vuecencia que una bala me atravesó de parte a parte.

-A ver, a ver; enséñeme esa tremenda herida.

-No es de cuidado. Mire, ha sido en el chaquetón. El proyectil lo pasó de parte a parte... ¡Ay, don Tito, toda la noche buscándole! No ha sido mala suerte encontrarle ahora para poder decirle...

-Cuénteme, don José; ¿ha encontrado a la niña?

-Sí señor. Estuvo algunos días en una casa de picaronas; pero ya ¡gracias a Dios!, ha ido a parar a lugar más honesto, aunque no del todo limpio. ¡Ah, señor, déjeme usted que suspire!

-Yo también suspiro, don José, pero de hambre.

-¿Hambre Vuecencia, Ilustrísimo Señor? Pues aquí tengo yo pedazos de pan para Usía. Cómalo, que es bastante bueno.

Vi el cielo abierto. Me abalancé a los mendrugos, y para comerlos con más comodidad me senté en un escalón, en medio del arroyo. Lo mismo hizo Ido, y en aquel momento se nos acercaron unos pobres perros que olieron el pan. No tuvimos más remedio que darles algo de lo que nos sobraba.

«Ya que este corto desayuno me aclara un poco las entendederas -dije al filósofo-, prosiga el cuento de la infeliz Rosita».

-Pues nada: que hace días está al servicio de un señor Canónigo, muy apersonado y muy galán, que la tiene en su casa en calidad de doncella para todo y con honores de sobrina. Allí he pasado yo toda la noche bien resguardado de esta horrenda trifulca, y de allí salí a buscar a Vuecencia para llevármele conmigo.

-¿A casa del Canónigo?... ¡Sí, hombre, vamos! Allí estaremos bien seguros, porque supongo que el amo de Rosita será carcunda neto.

-Sí que lo es, pero buena persona y muy torero, con perdón. Está loco por la niña... Vamos, vamos... Pero ¡ay de mí!, buscando a Vuecencia me he perdido en el laberinto de estas rinconadas y costanillas, y no sé por dónde volver allá.

En esto, oímos que de la parte baja venía, con gran clamor de gente, estruendo de cataclismo. Unos ancianos que subían nos dijeron que, en la calle de la Moneda, los bravos defensores arrojaban petróleo con la bomba de incendios del Municipio sobre las casas de la calle de los Tintes, ocupadas por los carlistas. No pudiendo realizar su intento, lanzaban a mano el líquido inflamable contenido en botellas. Huyendo de la quema seguimos calle arriba, acelerando el paso. Don José, casi sin resuello, me dijo: «¿No sabe, don Tito, que ayer tuvieron los carlistas una gran pérdida? El cabecilla Segarra quedó muerto de un balazo junto al convento de la Concepción, al atacar la Puerta de Valencia».

-¿Segarra? Pues en el Infierno nos espere muchos años... Vamos, vamos a ver si podemos dar con la casa del Canónigo. Preguntaremos al primero que pase para que nos oriente. ¿Cómo se llama ese señor?

Detúvose Ido perplejo, y llevándose un dedo a la frente me dijo: «¡Ay, señor don Tito!, el apellido del Canónigo es de tal manera enrevesado y estrambótico, que no sé si lo podré recordar ahora. Ayer, cuando él me lo dijo, lo apunté en un papel, y toda la noche lo estuve repitiendo, sílaba por sílaba, para ver si me lo clavaba en la memoria... Espere Vuecencia un poco... déjeme pensarlo... Ya tengo algunas sílabas, pero otras me faltan... Calma, calma...».

Mediano rato aguardé a que terminase su trabajo mental el cuitado filósofo. Luego, con semblante risueño, me dijo: «Ya, ya tengo las sílabas todas. Ahora falta el acento... Espérese otro poco, Ilustrísimo Señor... Tengo que arrimarme a la pared para poderlo decir seguido... y he de agarrarme la nuez, vea Vuecencia, la nuez, que se me quiere escapar cuando pongo el acento... Allá va. El Canónigo que ahora es tío de Rosita se llama de apellido Pagasaunturdua».