De Cartago a Sagunto/XXVII

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XXVII

Permitidme ahora, lectores muy católicos y muy amantes de nuestra patria, que os dé una opinión sincera y humana de la nefasta María de las Nieves, opinión que, sin excluir las execraciones que merece al mostrarse por primera vez en la candente arena de aquel torneo político y militar, contendrá las alabanzas que le corresponden como el modelo más extraordinario de fuerza y energía dentro del tipo femenino.

Al ponerse con su esposo al frente del Ejército Real del Centro, doña Nieves fue el alma de la facción; se impuso a todos los cabezas y cabecillas; erigiose en Generalísima incuestionable; llegó a ser muy pronto la primera estratega, la primera autoridad táctica de sus cuadrillas, a las que disciplinó y gobernó dándoles apariencias de hueste organizada. Compartía con sus soldados las inclemencias del cielo y las fatigas de las penosas jornadas; compartía también con ellos los piojos, la bazofia, los mendrugos de pan, la dureza de los lechos de piedra en las sierras ásperas, la humedad y desamparo en las desoladas llanuras.

De este modo les llevó a la conquista de Teruel, tan difícil y cruenta que hubo de levantar el asedio y salir en busca de otras arriesgadas aventuras. Con su infatigable tropa, ella, que no conocía tampoco el cansancio, compartió la rabia de no haber podido ganar a Teruel, y en terrible avalancha cayeron sobre la pobre Cuenca, donde alcanzaron la gloria (que gloria fue para ellos) de plantar por primera vez en la capital de una provincia española el pendón del Carlismo.

Cuando se tuvo en Cuenca conocimiento de la entrevista de doña Blanca con el señor Obispo, antes referida, dijeron algunos: esa mujer es una hiena. Pues yo os digo que será todo lo hiena que se quiera en determinada ocasión; pero me permito enmendar la frase de este modo: esa mujer... es un hombre, el primer hombre del absolutismo, desde los tiempos de don Carlos María Isidro hasta la edad presente. En los días del asedio de Cuenca, cuando los Infantes tenían su Cuartel General en un lugar apacible de la Hoz del Huécar, la Generala, que todo lo disponía y ordenaba como experto caudillo, viendo que la ciudad no se rendía tan pronto como ella deseara, llamó a Villalaín y le dijo: «Necesito que las tropas reales tomen al momento la ciudad. Apelo a tu bravura y no creo hacerlo en vano. Ve y tómala, yo te lo mando. Si en el término de una hora no se cumplen mis órdenes, fusilarás al jefe u oficial que flaquee en el cumplimiento de su deber».

Chispazos del genio de Atila y del Tamerlán iluminaban el cerebro de aquella hembra temeraria y cruel, negación de su sexo. Desde el momento en que Cuenca cayó en poder de las honradas masas, la doña Nieves les permitió todas las brutalidades, crímenes, atropellos y vandálicas libertades que se han descrito, porque sabía que de este modo se captaba para siempre la voluntad y sumisión de aquellos forajidos. Consintiéndoles la saciedad de sus apetitos, les adiestraba para continuar peleando por ella y allanando los caminos por donde corría desenfrenada la feroz ambición del marimacho más genial que ha tenido España.

Aquella misma tarde, don José y yo volvimos la espalda a los horrores trágicos para penetrar en la mansión apacible del Canónigo don Plotino Pagasaunturdua. Abrionos la puerta Rosita, no sin precauciones, descorriendo cerrojos y quitando trancas de hierro. El buen Capitular no había llegado aún: estaba acompañando al señor Obispo y dándole ánimos para soportar la tribulación que sufría. ¡Por Júpiter Capitolino y por la divina Cytherea, que me gustó Rosita! Estaba muy linda, tan limpia y bien apañada de ropa y aliños del rostro, que daban ganas de comérsela. Por hacer tiempo a que llegara su amo nos llevó al aposento alto en que moraba, en el cual admiré el buen arreglo y la comedida elegancia de un vivir modesto y dichoso.

Antes de repetir en mi presencia lo que a su padre había dicho respecto a su nuevo estado, quiso mostrarnos a los dos los diferentes regalitos que le había hecho su tío putativo: unos zapatitos de charol muy monos, todavía no estrenados; un vestido de merino negro muy honesto y apersonado, para ir a la iglesia; otro de percal sin colorines, pero adornado con mucho aquél; varias alhajillas de poco precio, de oro fino, que no llamaban la atención ni por sus dimensiones ni por su riqueza; medias negras de semiseda; zapatillas de abrigo para dentro de casa; peines y avíos de tocador; un rosario hecho con huesos de aceitunas del Huerto de las Olivas donde oró el Señor en Jerusalén; y, por último, un devocionario monísimo, con sus tapas de nácar y broche dorado para cerrarlo. Viendo y admirando estas cosas advertí en el rostro de Ido del Sagrario una mezcla singular de alegría y tristeza.

Cuando Rosita, un poco cohibida y vergonzosa, empezó a contarme las razones que tenía para no abandonar aquella casa, llamó a la puerta el Canónigo. La muchacha bajó, abrió, y poco después estábamos los cuatro en la sala donde el buen sacerdote recibía sus visitas. Desde el primer momento nos mostró don Plotino su llaneza y amabilidad campechana. No necesitó pedir el Jerez, pues Rosita se apresuró a traerlo, acompañado de bizcochos y de unos puros, no de primera, pero bastante aceptables. Como supondréis, la conversación recayó al instante en el asunto de actualidad que excitaba los ánimos en Cuenca. Sirviéndonos Jerez y excitándonos a no ser parcos en la bebida, el desahogado cura señor Pagasaunturdua nos dijo:

«Es preciso confesar que esa buena señora nos ha hecho un flaco servicio con venirse acá mandando las tropas de don Carlos. Quedárase la doña Nieves en Albarracín o en cualquier otra parte de los Estados del Centro, y no hubiéramos tenido aquí los desmanes y atropellos que ustedes han visto. ¡El demonio con la señora esa!... ¿Se enteraron ustedes del trato que dio esta mañana al señor Obispo?».

-Sí que nos enteramos, señor don Plotino -repliqué yo-. Si usted me lo permite, le diré que ese trato y otro peor lo tenían ustedes bien merecido por haber salido a recibirla con palio y largarle luego el Tedéumcon órgano, cantorrio y toda la pesca. ¿Por qué el señor Payá, cuando la vio entrar en la Catedral, no mandó al perrero que la pusiera en la calle?

-Eso no podíamos hacerlo, señor don Tito de mi alma -repuso Pagasaunturdua con humildad risueña, tras de la cual asomaban puntas y ribetes de ironía-. El señor Obispo y el Cabildo cumplieron su deber. La Iglesia está siempre en su puesto, y no podía negarse a rendir honores a los Serenísimos Príncipes, hermanos del Católico Rey, nuestro Señor... Comprendo lo que quiere usted decirme; tiene usted razón; déjeme concluir... Esta tarasca nos ha puesto en una gravísima tirantez de relaciones con el pueblo en que vivimos, y no sé en qué parará esto. En fin; creo que se van mañana tempranito. Dios vaya con ellos; la Virgen les acompañe... y que no vuelvan a parecer por acá.

-¡Desgraciado el pueblo en que caigan ahora esos serenísimos diablos! -exclamó Ido elevando los ojos al techo y atizándose otra copa.

Haciendo lo mismo, el Canónigo pasó a tratar de un asunto muy interesante: «Pues no se van con las manos vacías -nos dijo-. Como contribución de guerra, he aquí que arramblan con todos los fondos públicos y particulares que hay en Cuenca. Verán ustedes: a los vecinos les han sacado cerca de 800.000 reales; de la Caja provincial han sustraído bonos del Tesoro, libramientos y metálico, por valor de 90.000 pesetas mal contadas; de la Delegación del Banco de España, casi 100.000; de Tesorería, en pagarés de bienes nacionales y metálico, más de medio millón».

Lo restante de nuestro coloquio no merece mención. Al despedirnos del bondadoso don Plotino Pagasaunturdua, le preguntamos si podríamos contar con su ayuda para salir de Cuenca sanos y salvos. Él, con gallardía protectora, nos dijo: «No teman nada; si los Serenísimos se van mañana, como dicen, yo les respondo a ustedes de que podrán salir tranquilos, sin que nadie les moleste, ya se vayan por Huete, ya por San Clemente y Villarrobledo... Conque, adiós, señores, y descansar, que buena falta nos hace a todos... Usted, don José, no ponga esa cara triste ni haga pucheros: su hija está en mi casa como en la gloria. ¿Verdad, Rosita, que no quieres volver a Madrid?... Repito que su hija de usted, señor de Ido, al venir a esta su casa, ha pasado del Infierno a la Bienaventuranza... ¿Verdad, Rosita?... ¡Ay, señor Sagrario! Si usted la hubiera visto donde estuvo, no lloraría de verla aquí. Al contrario, bailaría de gusto».

-¡Ah, sí, señor!... Pero ya ve usted... un padre... -rezongó el filósofo lagrimeando.

-Rosita está muy contenta. Vea usted esa cara -dijo el clérigo, acompañándonos hasta la puerta-. ¡Y ahora que la voy a llevar de viaje!... En cuanto llegue Agosto tomo una licencia y me voy a Lequeitio, mi pueblo, para que Rosa respire las brisas del Cantábrico.