De Cartago a Sagunto/XXVIII

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XXVIII

Camino de nuestro albergue (que era una cabrería de la calle de Pilares, donde pasamos la noche anterior con sosiego y buena compañía), iba yo consolando al buen Ido, lo que no me fue difícil, pues la fácil teoría del mal menor vino muy a pelo para el caso de la deshonra de Rosita. ¿Qué mejor solución podía esperar el desolado padre que ver a la niña reposando a la sombra de una protección tan benéfica como la de don Plotino? Obra fue de los hados... estoy por decir que de la Divina Providencia. Por lo que el propio Ido me contara cuando llegamos a Huete, sabía yo los horribles temporales que había corrido la niña, desde que la raptaron en Fuentidueña de Tajo hasta que fue a caer en las inmundas mancebías. El cómo pasó Rosita de tal ignominia a las paternales manos del Pagasaunturdua, ni don José lo sabía, ni en averiguarlo teníamos interés. Nos contentábamos con celebrarlo y ver en ello una divina intriga tramada por los ángeles del cielo. Así debía decirlo el filósofo simple a su esposa Nicanora cuando le diera cuenta de la paz y tranquilidad que la niña disfrutaba. Era cosa de que toda la familia festejara el suceso alabando al Señor y encomendándose a la Santísima Virgen.

A nuestro cansancio debimos un profundo y dilatado sueño, entre cabras y honrados vecinos de Cuenca. Al despertar, avanzada ya la mañana, oímos gran trompeteo y bullanga: los forajidos se iban, con su condenada doña Nieves a la cabeza. Marchaban hacia Levante, llevándose prisioneros a los soldados del Ejército, a los Voluntarios liberales y a gran número de contribuyentes, personas de arraigo y posición. ¡Pobrecitos, buena les esperaba! ¡Infeliz Cuenca, infeliz España!

Decididos mi amigo y yo a poner pies en polvorosa, nos abocamos con nuestro protector don Plotino, el cual ya nos tenía preparada fácil salida en los carros de unos madereros que por San Clemente iban a Villarrobledo. Nos despedimos de Rosita, y en la tierna escena advertí que las lágrimas de Ido del Sagrario eran más de alegría que de pesadumbre. La sobrina del Canónigo dio a su papá un imperdible de oro muy lindo para que lo entregase como recuerdo de la tierna hija a la nunca olvidada madre. ¡Adiós, Rosita; adiós, don Plotino, trasunto de la Providencia; adiós, Catedral, Obispo, vecindario cadavérico; adiós, Cuenca moribunda y trágica, aún envuelta en humo, en vapores de sangre, en ambiente de tristeza y desolación!

No quisimos partir sin informarnos del paradero de Silvestra. Mandamos un recado a la casa del concejal señor Palomeque; mas como este señor no nos diera ninguna respuesta, creímos perdida a la voluntariosa y antojadiza dama, de cuya reaparición daré noticias a mis buenos lectores en posteriores páginas, que ya no caben en este libro. No saldré de la patria de San Julián sin deciros que recobramos parte de nuestro equipaje y que momentos antes de partir vimos entrar por Carretería tropas a caballo, vanguardia de una columna mandada por el General Soria Santa Cruz, que el Gobierno envió el día 13 en auxilio de Cuenca. Entraban con extraordinarias precauciones, cuando ya en Cuenca no había ni un voluntario de la facción. ¡A buenas horas mangas verdes!

Salimos en la gratísima compañía de los madereros. Y no te digo adiós, lector pío, benévolo, buen católico y amante del orden social; no te digo adiós sino hasta luego, pues la deuda que tengo contigo de referirte lo de Sagunto, aplazada queda por apremios del tiempo y del espacio, superiores a la voluntad de vuestro leal y asendereado Tito. Otorgadme el respiro que os pido, y pronto me encontraréis camino de Sagunto, acompañado de las figuras representativas de la Restauración,Chilivistra, Leona la Brava y otras no menos interesantes personas que se aprestan a bailar conmigo y con vosotros en la nueva contradanza histórica.


 
 
FIN DE CARTAGO A SAGUNTO
 
 

Santander-Madrid.-Agosto-Noviembre de 1911.