El cura de vericueto/Segunda parte/III

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II
El cura de vericueto
Segunda parte - Capítulo III

de Leopoldo Alas
IV


No sólo el orgullo me incitaba a darle tiempo y forma al barón para cambiar la rueda de la fortuna: también la simpatía que me inspiraba, la lástima que le tenía me animaban a ello. Fingía el infeliz gran serenidad: sonreía, sonreía sobre todo cuando la risa fina del conde le desafiaba, tentaba su valor. A cada nuevo golpe repetía Cabranes:

-Pero, amigo capellán, esto no vale; así va usted a acabar por perder de fijo... Basta, basta... le debo a usted...

-Adelante, adelante -interrumpía yo, entre la admiración de todos.

Empezó el trance fiero de jugar lo que ya no había presente; riqueza que se tenía o no se tenía... ¡Pero bastaba la palabra de un noble! Yo no sé si creía en el dinero ausente, pero creía en la palabra. ¡Debajo de las piedras buscaría un Cabranes el dinero que ofrecía!

El conde, ante aquellos dos valientes, cada cual a su modo, lleno de envidia, empezó a apuntar la idea de que... todo era broma; de que no entendía el barón deber de veras lo que perdía de palabra... El barón, como si hubiese que mostrarse fino, distinguido, fingiendo seguir la broma de que aquello pareciese broma... por el bien parecer, algo dijo en este sentido; pero mirando al conde y mirándome a mí de suerte que quería decir: «El que crea eso de veras, que yo no he de pagar en serio, me ofende como si me diera una bofetada». Y al barón nadie le abofeteaba sin pagar con la vida.

Tan lejos fue, huyendo de él, la suerte, que llegó mi ganancia a términos que me dejaban bien claramente ver que los Cabranes no tenían con qué satisfacer la deuda... sin que por eso dejasen de tenerla por sagrada.

Y yo seguía ofreciendo el desquite.

No lo jugaba, es claro, el barón todo de una vez; la vergüenza no le consentía doblar cantidades, que pronto hubieran hecho fabulosa la deuda; perdía poco a poco; iba cayendo de peña en peña, rebotando, por aquel abismo abajo.

Llegó un momento en que cesaron las fingidas bromas, los comentarios: el barón callaba por no jurar y desesperarse, yo por prudencia, los demás por la seriedad honda del caso.

Yo mismo sentí cierta alegría, como un consuelo, como si respirase mejor, la primera vez que dejo de perder el de Cabranes; ganó después otra cantidad, y otra, y otra; u en mí empezó ya cierto temor supersticioso; cuando lo ya desquitado por el barón montó a una suma de miles de duros, me dolía a mí en el alma aquel caudal imaginario que acababa de írseme de entre... las musarañas de la fantasía, como si hubiera tenido que vender las pocas tierras de mis padres para pagar aquello.

Hubo después alternativas; la suerte coqueteaba, y entonces, mucho más que antes el orgullo, me ataban el egoísmo, el interés, la rivalidad, la lucha, a la terrible partida en mal hora empeñada.

Mi arrogancia, mi audacia de jugador afortunado, seguía después de que ya nada le debía a la suerte y sí algo al barón; me parecía un derecho mío seguir ganando. Llegó un momento en que era yo quien tenía que intentar el desquite.

Entonces volvió a reír el conde, y era a mí a quien desafiaban y tentaban sus ojazos azules, nobles y fríos.

Ni se habló siquiera de interrumpir el juego. El cura hidalgo no era menos que el noble tronado; en eso estábamos. Se me daba el desquite, como lo había dado yo. Y corría la noche. Se acercaba el alba, y con ella la hora de decir misa varios de los que rodeaban la mesa cubierta con el cobertor peludo de Palencia.

El conde volvió a cesar en sus cuchufletas y risitas cuando yo, lleno a mi vez de vergüenza, empecé a perder también bajo mi palabra. El barón, radiante de alegría, con la generosidad poco segura de los afortunados, daba a entender muy discretamente que estaba dispuesto a creer en mis riquezas fiduciarias como yo había creído en las suyas.

Pero yo comprendía, con terror, que los circunstantes me concedían, en silencio, mucho más limitado crédito que al barón de Cabranes. Este era pobre para ser noble y para sustentar numerosa familia; pero, al fin, mucho más rico que el mísero capellán que vivía de pitanzas y de una pensión de limosna.

Con todo, seguí jugando. Yo también caía de peña en peña, rebotando, en aquel abismo de la deuda inverosímil; el tiempo volaba, la partida tenía que acabarse, entraba la luz del alba por las rendijas de los balcones cerrados y difundía por la sala el color de las capillas de los condenados a muerte, a la hora de la agonía. Seguía perdiendo poco a poco. Pero ya perdía miles y miles de duros. Los mirones empezaban a bostezar, a cansarse, el interés de lo incierto desaparecía: ya se veía la solución: que yo no me desquitaba. El conde, cansado de respetar mi desgracia, manifestó hastío, desdén; como era verdad que tenía el valor de despreciar sus propias pérdidas, se permitía despreciar también la mía; ya daba a entender que iba a suspenderse el juego, por el bien parecer, porque era muy tarde, es decir, muy temprano; con cierta crueldad fingía olvidarse de lo que allí más importaba, que era mi situación; daba por supuesto que yo también atribuía, o fingía atribuir, más importancia a la circunstancia de la hora que era, que al estado en que me iba a dejar la suspensión del juego.

Un rayo de luz viva entró, como si fuera la policía, hasta iluminar la baraja; se levantaron dos o tres de los testigos de aquel duelo... y fuera sonó una campana. Tocaban a misa. La misa de Fray Fernando, que debían oír el conde, el barón y otros legos.

Desaparecieron los naipes, se retiró el cobertor, se abrieron los balcones, entró la claridad del día a borbotones y con las sombras desapareció la pesadilla. Pero quedaba la realidad de que ya parecía acordarme yo solo. Debía al barón de Cabranes miles de duros.

Aquella mañana yo no dije misa. Cuando volvieron los demás de oír la de Fray Fernando, nos reunimos en el cenador de la huerta del conde a tomar chocolate.

Vegarrubia, o me tuvo lástima, o quiso menospreciarme. Y volvió a su tema de que la partida, en la parte confiada al crédito, había sido broma. Daba por hecho que el barón no creía que yo, con toda formalidad, le debía tantos miles de duros. Llegaron señoras y el conde insistió en hablar del capital que yo debía. Entonces hice lo que antes había hecho el barón: fingir que creía fantástica la deuda, cosa de juego, de buen humor... Pero mi modo de mirar al barón debió darle a entender lo mismo que yo había comprendido en su mirada de aquella noche: que era darme de bofetadas el pensar que yo creía aquello que estaba diciendo: «No tengo con qué pagar, decían mis ojos, pero debo... y para este hidalgo, para pagar, lo esencial no es tener, sino deber. Debo... luego pago... aunque no tenga. Dios no hace milagros con el dinero, que es vil, y menos a favor de los jugadores; pero un hidalgo como yo, auque sea cura, paga... paga...».

El barón sonreía... pero bien comprendí que no se negaría a cobrar todo lo que yo pudiera pagarle.

Al conde no le miré siquiera.

Al día siguiente escribí al de Cabranes una casta, porque no me atreví a ir a decirle en persona «que esperase»; y en la carta le decía, en sustancia, esto: «Ahí va todo lo que tengo, todo lo que hoy por hoy es mío. Seguiré pagando a medida que pueda, y crea usted que no me reservaré más bienes que los que la ley más severa concede al deudor menos digno de miramientos. Hasta que pague todo lo que debo, que es mucho más de lo que yo puedo ganar en muchos años, atado como estoy de pies y manos, para hacerme rico, por mis votos, hasta que no le deba nada, me condeno a presidio, a trabajos forzados de miseria, de sordidez, de avaricia. Hágame el favor de aceptar esta manera de cumplir con usted, estos plazos indefinidos, pero seguros; y además, no como favor, con el derecho que me asiste, le pido que ni pos las mientes se le pase hablar de perdonar la deuda, ni reducirla ni cosa por el estilo. Antes que nada, aun antes que sacerdote, soy hombre. Este deber de pagar deudas de juego no es cosa de mi ministerio, porque el buen sacerdote no juega, es deber humano, de mi condición pecadora de hombre vicioso... pero hidalgo».

El barón me contestó muy fino, muy correcto, como se dice ahora, dándome para el pago todos los plazos que quisiera, y no aludiendo ni remotamente a la idea de perdonar ni de reducir la deuda. Era lo que yo le exigía... y sin duda lo que él necesitaba.

¡Estaban tan pobres!

Después de leer su carta, satisfecho, en cierto modo, pero por mil razones aturdido, loco... dirigime por instinto al reclinatorio de mi alcoba, sobre el cual estaba abierta la Biblia por el Nuevo Testamento.

¡Luz, Señor! grité, y, de rodillas, lancé una mirada sobre el sagrado texto.

Decía:

«Deja tus bienes a los pobres y sígueme». Pero yo leí: «Deja tus bienes al barón, y sígueme».

Ya sabía el camino. Todo para el barón, para mí la pobreza. Mi sudor, mi trabajo, mis afanes, mis ganancias, el oro serio, inflexible, con el cual no se hacen milagros... para mi deuda.