El cura de vericueto/Segunda parte/IV

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III
El cura de vericueto
Segunda parte - Capítulo IV

de Leopoldo Alas
V


Deber... y no poder pagar es un tormento que se le olvidó al Dante en su Infierno. Por algo se llama deber a la obligación; el deber supremo... es pagar lo que está en deber. La conciencia me decía que yo iría a buscar siete estados bajo la tierra lo que se me debiera, lo que fuese mío y no me lo dieran... pues lo mismo había de respetar el derecho de los demás. Mi acreedor para mí era una cosa sagrada, casi un ídolo de terror. Comprendía aquella ley de las XII Tablas, que al que no pagaba lo entregaban sin defensa al acreedor. «Ni judicatum facit... secum ducito, vincito, aut nervo, aut compedibus... Si no paga que le lleve a su casa, y si quiere que le encadene, le ponga cadenas o hierros en los pies...». Y luego, si no hay quien compre al mísero esclavo de la deuda... tertiis nundinis partis secanto; pasado el tercer día de mercado, que le partan en pedazos y se lo repartan los acreedores.

Ya lo sabía el barón; como yo no valía nada, como ni de balde habría quien me quisiera, podía partirme en cachos, hacer de mí picadillo. Esta era la ley que yo encontraba justa. Me hubiera vendido al otro lado del Nalón (ya que el Tíber estaba lejos), de muy buena gana, para pagar a Cabranes aquellos miles de duros. Pero ¿quién compra a un sacerdote... que no se vende? Porque ¡ay!, como sacerdote, yo no me vendía. Bien sabía yo que el dinero que necesitaba para pagar no lo adquiriría jamás por medios ilícitos. Y los lícitos en mi profesión ¡eran tan poca cosa! ¿Camino del clérigo para la riqueza? La simonía. Yo no había de ser simoniaco. Veía que otros, sin valer más que yo, llegaban a obispos, juntaban grandes rentas; pero yo no era bastante virtuoso, ni bastante sabio para merecer por tales conceptos subir a las alturas; ni era intrigante y adulador y falso, mojigato, hipócrita, para usurpar las dignidades primeras debidas al mérito. Además, no me sentía ambicioso; me faltaban las alas aquilinas de la vanidad y el orgullo; mi pobre vuelo de gallina me apartaba de la ambición y me condenaba a la avaricia cominera, a escarbar en las miseriucas de la vida prosaica, rastrera, para chuparle a la tierra gusanos. Por aquel tiempo cayó en mis manos un libraco, pienso que de un señor Bastiat, en el que vi la apología del ahorro; allí se cantaban los milagros del petit centime. ¡Aquel era mi camino! Por el céntimo tenía yo que ir en busca de mi reconquista, de mi libertad, perdida en las cadenas de la deuda. Pero ¡ahorrar! ¿Cómo ahorra un pobre capellán, que si tiene para cenar no tiene para comer? En otro oficio, yo estaba seguro de que mi ingenio me ayudaría para ganar, a fuerza de trabajo y escasez, para mis necesidades, lo que bastara a cumplir con mi compromiso; pero la sotana me ataba y me impedía la acción, la defensa, como al pobre Agamenón la enmarañada urdimbre de Clitemnestra arrojó sobre su cabeza, para que a mansalva le rematara Egisto.

Estábame prohibido el comercio, para el cual yo me sentía con grandes facultades; no se me abría ninguna otra puerta del templo de la riqueza, por donde pudiera pasar dignamente un sacerdote. ¡Ser buen hombre, buen sacerdote, y tener que pagar miles de duros sin falta, para pagar una deuda sagrada, de caballero!

Admití, aunque vi que era meterme en un callejón sin salida, un humilde curato que se me ofreció; lo firmé resignado, y metime en Vericueto como en una cueva, que no era, ciertamente, la de una mina.

Veinte años llevo arañando la tierra, cuidando esta pobre viña del Señor, donde he tenido que encerrar toda mi actividad, todos mis esfuerzos. Me sitié por hambre; me traté como un anacoreta. Pero esto no era lo más doloroso. No bastaba lo que yo pudiera ahorrar escatimándolo a las necesidades de mi propio cuerpo; si quería llegar a juntar algo, ir pagando poco a poco, tenía que poner a contribución a los demás, a los que tenían derecho a mi caridad, a los pobres. La caridad para mí era un lujo que mi deuda me prohibía: «Tendré la caridad en el corazón», me dije; pero esto mismo llegó a parecerme una hipocresía; desear el bien ajeno y no procurarlo, compadecer a los demás y no ayudarlos con la limosna, me repugnaba; preferí endurecerme hasta que llegaran tiempos mejores. No admitía cohecho, pero no perdonaba derecho. Todo lo que podía legítimamente conseguir del pie de altar, lo procuraba. Era una ley inflexible, a la romana. Esta dureza, esta inflexibilidad, las conseguí pensando una cosa muy sencilla: que mi dinero no era mío, era de Cabranes; que toda largueza, toda liberalidad, por mi parte, hubieran sido falsas; un fraude, pues yo no tenía derecho a ser generoso con lo que era ajeno, de mi acreedor.

Todo lo que yo ganaba en mi humilde parroquia, y ganaba cuanto era canónicamente lícito, iba a manos del barón, cuya pobreza aumentaba cada día. Él recibía mis remesas, la renta de mi deuda, en silencio, triste, algo humillado. No me las hubiera reclamado, pero daba a entender que siempre llegaban a tiempo, que se contaba con ellas.

En tanto, mis piadosos feligreses iban criando la leyenda de mi avaricia. «¡El cura tenía gato!». El gato del cura hacía soñar a muchos aldeanos. Como no se sabía que yo colocara en parte alguna mis ahorros, se dio por averiguado que los guardaba en el arca que estaba debajo de mi cama, arca cerrada con buena llave y candado.

Yo era un avaro sin entrañas. La cosa ya no tenía remedio. Los primeros años, este mal concepto del público me dolió mucho; pero más me dolía no poder ser un buen párroco, liberal con los necesitados de mi parroquia. No lo era. Cada cual pagaba lo suyo. Poco a poco me fui acostumbrando al papel que representaba, y como dicen los periódicos, llegué a cultivar el arte por el arte. Sí, me aficioné a mi cadena, a mi tortura; como otros llegan a tomar cariño a un achaque, a un dolor, yo me enamoré, sin sentirlo, de la vida a que me llevó la necesidad. En el ahorro, en la parsimonia, en el cálculo cominero, hasta en las costumbres sórdidas, llegué a encontrar cierto placer. Llegué a verme yo mismo cual me veían los demás. Mis ganancias de lento aluvión, siempre eran para mí deuda; pero vine a ser avaro por mi cuenta; fue una vocación que me nació adaptándome al medio, ejercitando los órganos correspondientes a aquella necesidad. ¡Hasta darwinista en acción me obligaba a ser mi deuda implacable!

El genio del comercio, de la ganancia industriosa no pudo contenerse dentro de mí, salió por donde pudo, y empecé a intentar ciertos tratos lícitos per se, pero no muy conformes con la dignidad de mi oficio. Empecé cuidando cerdos y gallinas con particular esmero: ya que no podía ser caritativo con el prójimo, quise tratar bien a los animales, cebándolos a cuerpo de rey... para sacarles más producto. Los cuartos de los derechos parroquiales se convertían en tocino y en huevos frescos con asombrosa rapidez, para volver, mediante la circulación de la sangre del mundo, del vil metal, a trocarse en moneda, aumentada con el debido rédito; y de mis manos pasaba a las de Cabranes.

Pero mis delicias, mi consuelo mayor, acabé por encontrarlos en mi huerto; en las berzas particularmente. Hortelano como yo, y no lo digo por alabarme, no lo hay en veinte leguas a la redonda.

Leí las Geórgicas de Virgilio, leí a Columela y con mayor encanto leí, devoré, el libro de Catón el Antiguo, De re rustica, que me enseñaba la bucólica de la avaricia, la égloga del interés. Amar la naturaleza, amar el campo, para sacarle el rédito, el fruto, vino a ser el único placer de mi vida.

Los maliciosos de la parroquia dieron en murmurar, bien lo sé, que Ramona y yo nos entendíamos, y que no eran mis berzas y mis gallinas, mis cerdos y mis perales todos mis amores.

Pura calumnia: cuando Ramona entró en la rectoral ya era mi castidad cosa definitiva; ¿una virtud? no lo sé; un hábito, o mejor acaso, desuetudo, es decir, que en mi organismo, como ahora se dice, había prescrito lascivia. «Deja la lujuria un mes y ella te dejará tres», dice la sabiduría popular: pues yo había dejado la lujuria meses y meses y ella me dejó a mí años y años. Cuando a los cinco o seis de ser yo párroco Ramona entró en casa, todavía era una real moza, es verdad; pero si yo la guardé en mi hogar hasta los días de mi vejez y la suya, no fue por sus encantos físicos, sino por lo bien que me ayudaba a ser económico, avaro. Mujer más sórdida por naturaleza no la he conocido. Es una máquina casera de barrer para adentro, de no gastar. De ella salió la peregrina invención que siempre pusimos en práctica, de fingirse más sorda que es y desaparecer de casa, o esconderse cuando venían a visitarme personas a quien yo debía obsequiar convidándolas a comer o a refrescar. «¡Ramona! ¡Ramona!» gritaba yo. Y nada, a la otra puerta. Ramona jamás parecía; y como el cura mismo no había de poner la mesa, ni fregar los platos, ni sacar el puchero de la lumbre, se dejaba el agasajo para otra vez. Muchos céntimos me hizo ahorrar en esta vida transitoria Ramona Cecillo. Pero lo que ella no sabe es que a mí no me la da ningún gallego; y gallega es el ama de este cura. Verdad es que Ramona era que ni pintada para ayudarme en la avaricia y en el comercio de gallinas, legumbres, frutas, etc., etc... pero ¿cree ella que en pago de sus servicios le voy a dejar una buena manda? ¡Ca! Nada le debo. Tengo bien echadas mis cuentas. Lo sisado por lo servido. Yo he tenido siempre una cuenta corriente abierta a sus rapiñas domésticas; siempre llevé el exacto balance de lo que ganaba gracias a ella, y de lo que ella me hurtaba por unas y otras mañas; y en Dios y en mi conciencia que a la hora presente no le debo un ochavo. No debo nada a nadie... ¡ni al barón de Cabranes!, que a estas horas, con la venta de lo poco mío y lo ya cobrado año tras año, tiene al fin en su poder todos los miles de duros que me ganó en aquel terrible desquite de la terrible noche en que tal vez yo gané el infierno. Iré acaso al infierno, sí, pero iré sin trampas; como un mal sacerdote, y como un buen caballero.

No, no me queda nada; desnudo nací, desnudo me hallo... porque con el gato del cura no cuento como cosa mía, pues hace mucho tiempo que todo lo que en él he ido metiendo poco a poco lo considero propio de mi universal heredero D. Gil Higadillos y Fernández.

Y es mi voluntad que al llegar a este punto en la lectura de mi testamento, si por tal puede pasar este papel, el mismo Higadillos, o la persona que en su ausencia leyere en alta voz este documento, proceda al registro del arca hasta que claramente se vea en qué consiste el gato del cura de Vericueto, mi única herencia, bien liquidada, que quiero que guarde como recuerdo y enseñanza mi amigo D. Gil Higadillos».