El príncipe y el mendigo/XXIII

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XXII
El príncipe y el mendigo
de Mark Twain
Capítulo XXIII
El príncipe prisionero
XXIV

Capítulo XXIII

Hendon sonrió a su pesar, mientra se inclinaba y cuchicheaba al oído del rey:

–Calma, calma; príncipe. Habla con cautela..., aunque mejor será que no hables. Confía en mí, que todo saldrá bien al final. –Y añadió para si: –¡Sir Miles! ¡Anda! ¡Si ya me había olvidado de que era un caballero! ¡Cuán maravilloso es comprobar cómo se aferra su memoria a sus peregrinas locuras—! . Mi título es fantástico y necio y, sin embargo, es una cosa que he merecido, porque a mi ver es más honor que le tengan a uno por digno de ser espectro de un caballero en este Reino de los Sueños y de las Sombras, que ser considerado lo bastante rastrero para ser conde en algunos de los reinos de veras de este mundo.

La muchedumbre se apartó para dar paso a un alguacil, quien se aprestaba a poner manos en el hombro del rey, cuando le dijo Hendon:

–Despacio, buen amigo. Retira la mano, porque él irá pacíficamente. Yo te respondo de ello. Ve por delante, que te seguimos.

Echó a andar el alguacil con la mujer y su envoltorio, y Miles y el rey fueron detrás de ellos, seguidos por la turbamulta. El rey se mostraba propenso a rebelarse, pero Hendon le dijo en voz baja:

–Reflexiona, señor, que tus leyes son la saludable emanación de tu propia realeza. Si el que las dicta se resiste, ¿cómo podría obligar a los demás a respetarlas? En apariencia se ha infringido una de esas leyes.

Cuando el rey vuelva a estar en su trono, ¿podrá humillarle recordar que, cuando era un simple particular, al parecer, desapareció lealmente ante el ciudadano, y se sometió a la autoridad de las leyes?

–Tienes razón; no digas más. Ya veras cómo cualquier sufrimiento que pueda imponer el rey de Inglaterra a un súbdito, con arreglo a la ley, lo padecerá él mismo mientras ocupa el sitio de un vasallo.

Cuando llamaron a la mujer a declarar ante el juez de paz, juró que el preso que se hallaba en la barra era la persona que había cometido el hurto. Como nadie podía demostrar lo contrario, el rey quedó convicto. Se deshizo el envoltorio, y cuando su contenido resultó ser un cerdito aderezado, el juez se mostró perplejo, mientras Hendon palidecía y sentía pasar por su cuerpo una corriente eléctrica de pavor, mas el rey permaneció inperterrito en la ignorancia. Meditó el juez durante una pausa siniestra, y luego se volvió a la mujer, preguntándole:

–¿Cuánto crees que vale eso?

–Tres chelines y seis peniques, señor –contestó la mujer haciendo una cortesía–. No podría rebajar su valor un penique para decirlo honradamente.

El juez miró con cierto desasosiego a la multitud, y luego hizo una seña al alguacil, ordenando:

–Despejad la sala y cerrad las puertas.

Así se hizo, sin que quedaran dentro más que el juez y el alguacil, el acusado, la acusadora y Miles Hendon. Este último estaba tieso y pálido y de su frente brotaban gotas de sudor que caían por si rostro. El juez se volvió de nueve a la mujer y dijo con voz compasiva:

–Éste es un pobre muchacho ignorante, que quizá ha sido hostigado por el hambre... ¿Sabes, buen, mujer, que si se roba una cosa de valor superior a trece peniques y medio, dice la ley que el ladrón debe ser ahorcado?

Estremecióse el rey, que abrió desmesuradamente los ojos de terror, pero supo dominarse y guardar silencio. No así la mujer, que se puso en pie de un salto, temblando de espanto, y gritó:

–¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho? ¡Santo cielo! Por nada del mundo querría que ahorcaran al infeliz. ¡Ah! ¡Salvadme de eso, señor! ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer?

Mantuvo el juez la dignidad de su cargo y contestó con sencillez:

–Sin duda se puede revisar el valor, porque aún no consta en autos.

–Entonces, en nombre de Dios; decid que el cerdo vale sólo ocho peniques, y bendiga Dios el día que ha descargado mi conciencia de tan gran remordimiento.

En su júbilo, Milen Hendon olvidó toda compostura y sorprendió al rey, y ofendió su dignidad, echándole los brazos al cuello y estrechándole contra su pecho. La mujer se despidió agradecida y salió con su cerdo, y cuando el alguacil le abrió la puerta la siguió a la angosta antecámara. El juez se puso a escribir en los autos. Hendon, siempre alerta, pensó que no estaría mal averiguar por qué había seguido el alguacil a la mujer, y salió de puntillas a la sombría antecámara, y escuchó una conversación más o menos como ésta:

–Es un cerdo muy gordo y promete estar riquísimo. Te lo voy a comprar. Aquí tienes los ocho peniques.

–¿Ocho peniques? ¡Estás fresco! Me cuesta a mí tres chelines y ocho peniques en buena moneda del último reinado, que el viejo Enrique qué acaba de morir no había tocado en su vida. ¡Una higa para vuestros ocho peniques!

–¿Ahora salimos con ésas? Has prestado juramento y has jurado en falso al decir que no valía más que ocho peniques. Ven en seguida conmigo ante su señoría a responder de tu delito..., y el muchacho será ahorcado.

–¡Callad, callad! No digáis más, que a todo me allano. Dadme los ocho peniques y callaos la boca.

Fuese la mujer corriendo y Hendon volvió a la sala del tribunal, donde no tardó en seguirle el alguacil, después de esconder su compra en lugar conveniente. El juez escribió un momento mas, y después leyó al rey un auto muy moderado y clemente, en el cual le sentenciaba a un corto encierro en la cárcel común, que sería seguido de una azotaina pública. El rey, asombrado, abrió la boca y probablemente se disponía a ordenar que decapitaran en el acto al buen juez, cuando observó una seña de aviso de Hendon y logró cerrar los labios antes de proferir palabra. Hendon le tomó de la mano, hizo una reverencia al juez y ambos partieron hacia la cárcel, custodiados por el alguacil. En el momento en que llegaron a la calle, el airado monarca se detuvo, desprendió la mano de la de Hendon y exclamó:

–¡Idiota! ¿Te imaginas que voy a entrar vivo en una cárcel pública?

Hendon se inclinó y le dijo con cierta dureza:

–¿Quieres confiar en mí? Cállate y no vayas a empeorar nuestra situación con palabras peligrosas. Sucederá lo que Dios quiera; pero aguarda y ten paciencia, que tiempo sobrado habrá para rabiar o regocijarnos cuando lo que haya de ocurrir haya ocurrido.