El príncipe y el mendigo/XXIV

De Wikisource, la biblioteca libre.
XXIII
El príncipe y el mendigo
de Mark Twain
Capítulo XXIV
La escapatoria
XXV

Capítulo XXIV

El corto día de invierno tocaba casi a. su fin. Las calles estaban desiertas, salvo unos cuantos viandantes desperdigados, que apresurados, con la expresión grave de quienes sólo desean cumplir su cometido lo más pronto posible para guarecerse cómodamente en sus casas, como defensa contra el creciente viento y contra la oscuridad que se hacía cada vez mayor.

No miraban ni a derecha ni a izquierda ni prestaban atención a nuestros personajes, a quienes parecían no ver siquiera. Eduardo VI se preguntó si el espectáculo de un rey camino de la cárcel habría sido contemplado alguna vez con tan sorprendente indiferencia. No tardó el alguacil en llegar a un mercado desierto, que se dispuso a cruzar, mas cuando llegó al centro de él, Hendon le puso la mano en el hombro y le dijo en voz bajá:

–Espera un momento, que nadie nos oye y deseo decirte unas palabras.

–Mi deber me prohibe escuchar. No me entretengas, que se acerca la noche.

–A pesar de todo, aguarda, porque el asunto te atañe muy de cerca: Vuélvete un momento de espaldas y finge que no ves. Deja que se escape ese pobre muchacho.

–¿A mí con ésas? Te prendo en...

–No te precipites. Ándate con cuidado y no cometas una sandez agregó Hendon, bajando la voz hasta un susurro y hablando al oído del hombre–. El cerdo que has comprado por ocho peniques te puede costar la cabeza.

El pobre alguacil, tomado de sorpresa, se quedó al pronto sin habla, mas luego empezó a proferir amenazas. Hendon, sin alterarse, esperó con paciencia hasta que se le acabó la cuerda, y luego dijo:

–Me has sido simpático, amigo, y no quisiera que te ocurriera daño. Ten en cuenta que lo he oído todo, como te lo probaré.

Y a renglón seguido le repitió, palabra por palabra, la conversación que el alguacil sostuvo con la mujer en la antecámara dei tribunal, y terminó diciendo:

–¿Te lo he contado bien? ¿No crees que podría contárselo lo mismo al juez, si la ocasión se presentara?

El alguacil permaneció un instante mudo de temor y de desaliento; luego se repuso y dijo con forzado desembarazo:

–Mucho valor quieres tú darle a una broma. No he hecho más que engañar a la mujer para divertirme.

–¿Y para divertirte guardas el cerdo? ,

–Sólo para ello, señor –repuso vivamente el alguacil–. Ya te he dicho que no fue más que una broma.

–Empiezo a creerte –contestó Hendon, con acento en que se mezclaban la burla y la convicción, pero aguarda aquí un momento, mietras corro a preguntar a su señoría, porque sin duda, como hombre experto en leyes, en bromas y en...

Quiso alejarse sin dejar de hablar, pero el alguacil vaciló, profirió uno o dos juramentos, y por fin exclamó:

–Espera, espera, señor. Te ruego que esperes un poco. ¡El juez! Tiene con los bromistas tan poca compasión como un cadáver. Ven y seguiremos hablando. ¡Cuerpo de tal! Por lo visto estoy en un atolladero y todo por, una burla inocente y sin malicia. Señor, tengo familia y mi mujer y mis hijos... Atiende a razones, señor. ¿Qué quieres de mí?

–Sólo que seas ciego, mudo y paralítico, mientras yo cuento hasta cien mil... Contaré despacio –dijo Miles Hendon con la expresión de un hombre que no pide sino un favor razonable y modesto.

–Eso es mi perdición –dijo el alguacil desesperado–. ¡Ah! Sed razonable, señor. Considerad el asunto por todos sus lados, y ved que es una pura broma, una broma manifiesta y evidente; y si alguien dijere que, no lo es, sería entonces una falta tan pequeña, tan pequeña, que la pena mayor que merecería sería una reprensión y un aviso del juez.

Hendon replicó con una solemnidad que dejó helado hasta el aire que respiraba el alguacil:

–Esa burla tuya tiene un nombre en la ley. ¿Sabes cuál es?

–No lo sé. Acaso haya sido una imprudencia. Ni por sueños pensé que tuviera nombre. ¡Ah, santo cielo! Creí que era una cosa original.

–Sí. Tiene un nombre. En la ley ese delito se llama Non compos mentís ¡ex talionis sic transit gloria Mundi.

–¡Oh, Dios mío!

–Y su castigo es la muerte.

–¡Dios tenga piedad de mis culpas!

–Aprovechándose de la situación de una persona en peligro y que se hallaba a tu merced, te has apoderado de, objetos de valor superior a trece peniques y medio sin pagar más que una miseria por ellos; y eso, a los ojos de la ley, es vejación constructiva, prisión infundada de traición, fechoría en el cargo, ad hominem expurgatis in statu quo, y la pena es la muerte por manos del verdugo, sin rescate, conmutación ni beneficio de clerecía.

–Sostenedme, señor, sostenedme, que me flaquean las piernas. ¡Tened compasión de mí ¡Evitadme esa sentencia, y me volveré de espaldas y no veré nada de cuanto ocurra.

–Bien; ahora eres sensato y razonable. ¿Y devolverás el cerdo?

–Si, lo devolveré, y no volveré a tocar otro aunque me lo envíe el cielo por mano de un arcángel. Idos, que para vosotros estoy ciego y no veo nada. Diré que me habéis atacado y que por fuerza me habéis arrancado de las manos al prisionero. Es una puerta muy vieja... Yo mismo la echaré abajo, después de medianoche.

–Hazlo así, buena alma, que no te ocurrirá daño. El juez ha tenido amorosa compasión de este pobre muchacho, y no derramará lágrimas ni romperá la cabeza a ningún carcelero por su fuga.