El terror de 1824/XXI

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Decir cuánto padeció el magnánimo espíritu del Presidente de la Comisión Militar en aquellos días fuera imposible. Había en el fondo, muy en el fondo de su alma, perdido entre el légamo de los más perversos sentimientos, un poco de equidad o rectitud. Verdad es que esta virtud era un diminuto corpúsculo, un ser rudimentario, como las móneras de que nos habla la ciencia; pero su pequeñez extraordinaria no amenguaba la poderosa fuerza expansiva de aquel organismo, y a veces se la veía extenderse tratando de luchar en las tinieblas con el cieno que la oprimía, y de abrirse paso por entre la masa de yerbas inmundas y groseras existencias que llenaban todo el vaso de la conciencia chaperoniana.

Convencido de la inocencia de Cordero y de su hija, D. Francisco sentía que la mónera de su alma le gritaba con vocecita casi imperceptible que les pusiera en libertad. Sus compañeros de Comisión, aunque generalmente deliberaban y votaban por fórmula, dejándole a él toda la gloria de la iniciativa (y reservándose sólo los sueldos), opinaban también que Cordero debía ser absuelto. Los últimos escrúpulos de D. Francisco se disiparon con las declaraciones de Rafael Seudoquis, el cual, si al principio se mostró reservado, después por la virtud de un hábil interrogatorio capcioso, echó gran luz sobre el suceso de las cartas, dejando ver la inculpabilidad absoluta del tendero de encajes y de su hija.

La declaración de Soledad, la de Seudoquis, la opinión de todos los individuos de la Comisión Militar, las gestiones del habilidoso Bragas y su propia conciencia (guiada esta vez por el mísero corpúsculo que crecía en el fondo de ella) decidieron a D. Francisco a firmar la orden de excarcelación, novedad inaudita en aquellas diabólicas regiones, cuya semejanza con el infierno se completaba por la imposibilidad de que salieran los que entraban.

Pero aquí comenzaron las tribulaciones del funcionario absolutista, (y no es forzoso ponernos de su parte) porque el mismo día en que dictara la excarcelación, recibió tales vejaciones y desaires de sus amigos los voluntarios realistas, que estuvo a riesgo de reventar de cólera, aunque la desahogaba con votos y ternos, asociando la vida del Santísimo Sacramento a todas las picardías habidas y por haber. Al ir por la mañana al tribunal para oír misa vio un pasquín infamante en la esquina de la parroquia de San Nicolás, en el cual documento se hablaba de las onzas de oro que percibía el brigadier traga-muertos por cada preso que soltaba. Recibió diversos anónimos amenazándole con descubrir sus artimañas, y supo que en el cuerpo de guardia habían pintado los voluntarios su simpática imagen pendiente de la horca con amenos versículos al pie.

-Esos bergantes, a quienes se permite la honra de parecerse a los soldados -decía para sí midiendo con las piernas al modo del compás, el suelo de su despacho-, se van a figurar que reinan con Fernando VII... Sí... como no les corten las alas, ya verán qué bonito se va a poner esto... ¿Tenemos aquí otra vez la Milicia Nacional? porque es lo mismo; llámese blanco, llámese negro, es exactamente lo mismo. Miserables saltimbanquis, ¿de qué me acusáis? ¿de que no castigo a los conspiradores? ¿Pues qué he de hacer, marmolejos con fusil, sino castigarlos? ¿Entendéis vosotros de ley, borrachos? Que no castigo las conspiraciones... que desde que sucedió lo de Almería y Tarifa, no ha sido condenado ningún conspirador. ¿Pues no está ahí Seudoquis? ¿No están también sus cómplices, sus infames cómplices?... ¡porque estos sí que son malos! Ahí les tenéis, presos por conspiración. ¿Queréis más, ladrones de caminos? Ahí tenéis a Seudoquis, a quien veréis en la horca, ahí tenéis a la muchachuela a quien veréis en la horca... ¿Queréis más carne muerta, cuervos? ¡Por vida del Santísimo! ¿queréis también al imbécil?... Sr. Lobo, a ver esa causa.

Lobo, que silenciosamente cortaba su pluma, diole las últimas raspaduras, y hojeó después varios legajos.

-Al punto voy, excelentísimo señor -dijo melifluamente.

Aquel día se notaba en el licenciado un extraordinario recrudecimiento de amabilidad y oficiosa condescendencia.

-Esa endiablada causa, excelentísimo señor... aquí la tenemos. Abulta, abulta que es un primor. Ya se ve: como que está llena de picardías... No vaya a creer Vuecencia que consta de dos o tres pliegos como algunas. Esto es un archivo. Y que he trabajado poco en gracia de Dios... No, no es tan fácil hinchar un perro.

-De Seudoquis no se hable -dijo Chaperón tomando asiento frente a su asesor, e implantando los dos codos sobre la mesa para unir las manos arriba, de modo que resultaba la perfecta imagen de una horca-. Ese está juzgado. En cuanto a la joven, su culpabilidad es indudable, y yo creo que la debemos ahorcarla también. ¿Qué le parece a usted, licenciado de todos los demonios?

-¿Quiere vuecencia que le hable como jurisconsulto o como amigo? -preguntó Lobo con cierto misterio.

-Como usted quiera, con tal que hable claro.

-¿Como jurisconsulto?

-Dale.

-Como asesor opino... Sr. D. Francisco, haga usted lo que más le acomode. Ahora, si me consulta Vuecencia como amigo... ¿Quiere que le hable con completa claridad y confianza?

-Sí.

-Pues en confianza, si la Comisión ahorca a esa madamita, me parece que hace una gran barbaridad.

-¿Eh?

-Una barbaridad de a folio.

-¿Por qué?

-Porque es inocente.

-¿Esas tenemos?... ¡Por vida del Santísimo! -exclamó con ira-, como usted no tiene la responsabilidad de este delicado cargo; como a usted no le acusan de tibieza, ni de benignidad, ni de venalidad... Ya les echaré yo un lazo a mis detractores... pero vamos al caso. ¿Dice usted que es inocente?

-Sí, y lo pruebo -repuso Lobo tomando la más solemne expresión de gravedad judicial.

-Lo prueba, lo prueba... -dijo Chaperón con sarcástica bufonería-. Lo que usted probará será el aguardiente si se lo dan. Grandísimo borracho, escriba usted, escriba usted mi fallo.

-Escribiremos, excelentísimo señor -dijo Lobo resignadamente, como el que habiendo recibido una coz no se cree en el caso de devolver otra.

Chaperón encendió un cigarro. Después de la primera chupada, dijo:

-La condeno a pena ordinaria de horca.

Luego se quedó un rato contemplando la primera bocanada de humo, que salía del horrendo cráter de sus labios.