El terror de 1824/XXII

De Wikisource, la biblioteca libre.

XXII


XXII

XXII


La primera noche de su encierro D. Patricio y su compañera de cárcel no durmieron.

La prisión no pecaba ciertamente de estrecha; pero en luces competía con la noche absoluta, siendo difícil asegurar quién llevaba la ventaja, si bien al filo del medio día parecía vencer la cárcel a su rival a causa de ciertas claridades que se entraban por el enrejado ventanillo, temerosas y sobrecogidas de miedo, y embozadas misteriosamente en espesas capas de telarañas. Dichas claridades recorrían con pasos de ladrón el techo y las paredes, miraban con cautela a los negros rincones y al piso, y a eso de las dos o las tres volvían la espalda para retirarse dejando la fúnebre pieza a oscuras. Dos sillas, una tarima pegada a la pared y una mesa constituían el mísero ajuar. Los ladrillos del suelo respondían siempre a cada pisada de los presos con un movimiento de balanza y un sonido seco, señales ciertas de su disgusto por verse molestados en su posición horizontal. Seguramente ellos, como toda la casa, habrían vuelto con gozo a poder de los Padres del Salvador, sus antiguos dueños, hombres pacíficos que jamás lloraban, ni hacían escándalos, ni pateaban desesperadamente, ni pedían a gritos que los sacaran de allí.

La primera noche, como hemos dicho, Sarmiento y su amiga, no muy bien avenidos con su residencia en tan ameno sitio, no durmieron nada y hablaron poco. El viejo, como si su entusiasta locuacidad delante del tribunal le hubiera agotado las fuerzas y secado el rico manantial de sus ideas, estaba taciturno. Los excesos de espontaneidad producían en él una reacción sobre sí mismo. Después de divagar por el exterior, libre, sin freno, cual andante aventurero que todo lo atropella, se metía en sí como cartujo. Soledad también sufría la reacción correspondiente a una espontaneidad que sin duda le estaba pareciendo excesiva. Pero su espíritu estaba tranquilo; su pensamiento, después de pasar revista con cierto desdén a los sucesos próximos, se remontaba orgullosamente a las alturas desde donde pudiera descubrir horizontes más gratos y personas más dignas de ocuparlo. Había llegado a adquirir la certidumbre de un trágico fin; pero lejos de sentir el terror propio de tales casos y muy natural en una débil muchacha inocente, se sobrepuso con ánimo grandioso a la situación; supo mirar desde tan alto su propia persona, su prisión, su proceso, sus verdugos, las causas e incidentes de aquella lamentable aventura, que fue creciendo, creciendo, y bien pronto cuanto la rodeaba, incluso Madrid, la Nación y el mundo entero, se quedó enano. ¡Admirable resultado del espíritu religioso y de la elasticidad del corazón, cuya magnitud, cuando él se decide a crecer, se pierde en las indefinidas dimensiones de lo infinito!

Al día siguiente, D. Patricio, que había llegado ya al límite de su tétrico silencio y no podía permanecer más tiempo mudo, se expresó así:

-Hija mía, me parece que esto es hecho.

-¿Por qué no te echas a ver si duermes un ratito? -le dijo Sola con bondad-. La tarima no es como las camas de casa; pero a falta de otra cosa...

-¡Dormir... dormir yo! -exclamó Sarmiento con voz lastimera-. Ya el dormir profundo está cercano. Te digo que esto es hecho.

-Sí, esto no puede ser más hecho... Ya que no quieres levantarte del suelo, al menos tiéndete de largo y recuesta esa pobre cabecita sobre mis rodillas.

Sola, que estaba sentada en la silla, se puso en el suelo, dando después una palmada sobre su falda, para indicar que podía servir de blanda almohada. D. Patricio, sentado contra la pared, con las rodillas en alto, los brazos cruzados sobre aquellas y la barba sobre los brazos, formando con su cuerpo dos ángulos opuestos y muy agudos, no quiso dejar tan encantadora postura de zig-zag.

-No, niña mía; aquí estoy bien. Lo que te digo es que esto es hecho.

-Se me figura que estás cobarde, viejecillo tonto.

-¡Cobarde yo! -exclamó Sarmiento con un rugido-. No me lo digas otra vez, porque creeré que me insultas.

-Como te he visto tan parlanchín delante de los jueces y ahora tan callado... -dijo la reo extendiendo su mano en la oscuridad para palpar la cabeza del anciano.

-Es que el alma humana tiene grandes misterios, niña querida. Desde que entramos aquí estoy pensando una cosa.

-Con tal que no sea algún disparate, deseo saberla.

-Pues verás... Me ocurre... que esto es hecho, quiero decir, que se cumple al fin mi altísimo destino, que las misteriosas veredas trazadas por el Autor de todas las cosas y de todos los caminos, me traen al fin a la excelsa meta a donde yo quiero ir. Pero...

-Veamos ese pero, abuelito Sarmiento. Hasta ahora no había peros en ese negocio del destino.

-Pero... hay una cosa en la cual yo no había pensado bien hasta que salimos de aquel endiablado tribunal. Respecto de mi suerte no hay duda... ¿pero y tú?

-No tengo yo dudas respecto a la mía -dijo Sola con seriedad-. Los dos moriremos.

-¡Tú... tú también!

Oyose un bramido de horror y después largo silencio.

-Eso no puede ser, eso es monstruoso, inicuo -gritó el preceptor agitando en la oscuridad sus brazos.

-Ahora te espanta, viejecillo, y cuando estábamos en el tribunal te parecía natural. ¿No decías, «moriremos los dos, somos mellizos de la muerte...»? ¿No dijiste también: «vamos a la horca, mientras más alta será mejor. Así alumbraremos más. Somos los fanales del género humano»?

-Es verdad que tales cosas dije, pero has de tener en cuenta que yo me hallaba entonces en uno de esos momentos de inspiración, en los cuales pronuncio las sorprendentes piezas oratorias que me han dado tanta fama. Yo no esperaba encontrarte allí. ¡Ay cuando te vi presa y condenada por conspiradora... porque tú has conspirado, niña de mis ojos... sentí una alegría tan grande!... Me pareció que Dios te destinaba también al martirio; pero ahora veo que esto no debe ser. Calmada aquella estupenda exaltación, la voz de la Naturaleza ha resonado en mí, diciéndome que no debo asociar a mi muerte a ningún otro ser. Tú eres una muchacha oscura, y tu sacrificio no puede ser de gran beneficio a la causa santa.

-¡Ah! -dijo Soledad sonriendo, pero sin que nadie pudiera ver su sonrisa, como no fueran las mismas tinieblas-, ya comprendo: tienes envidia de que vaya a quitarte un poquito de esa gloria.

-Tonta, pero tonta -replicó el anciano muy expresivamente-, si toda has de heredarla tú, toda, toda. Si no es preciso que tú mueras como yo, ni eso viene al caso.

-Los jueces no creerán lo mismo.

-¡Pues son unos bribones, unos!... -exclamó Sarmiento ronco de ira moviendo sus piernas para levantarse-. Yo les diré que eso no puede ser... Les convenceré, sí; pues no he de convencerles...

Soledad se echó a reír.

-Te ríes... pues esto es muy serio. Yo no creo que te condenen; pero si te condenaran...

Oyose un chasquido que bien podía ser causado por una gran manotada que el preceptor se dio en la cabeza.

-Sí, me condenarán, porque mi delito de recoger y repartir las cartas está más que probado, y si no, con la declaración tuya...

-Yo declaré... ¿qué declaré yo?...

Soledad repitió a Sarmiento lo que él mismo había dicho respecto a las cartas y a las personas que las recibieron.

-¡Yo declaré todo eso, yo! -dijo el patriota muy perplejo, como un beodo que va poco a poco recobrando el sentido-. ¿Y por eso dices que te condenarán?... Me parece que no estás en lo cierto. De ahí se desprende que el delincuente, según ellos, soy yo, yo el conspirador, yo el apóstol y el agente secreto de la libertad, y como yo tengo además la nota de Demóstenes constitucional y de haber revuelto a media España con mis conmovedoras arengas, de aquí que yo sea el condenado y tú no.

-Me parece -dijo la huérfana tocando el hombro de Sarmiento-, que mi viejecito ve las cosas al revés. Yo seré condenada y él irá a un sitio donde se vive muy bien y tratan caritativamente a los pobres.

-¡Por vida de ochenta millones de Chilindrainas! -gritó Sarmiento poniéndose de un salto en pie-, no me digas que tú serás condenada a muerte sin mí, porque me vuelvo loco, porque soy capaz de derribar de un puñetazo esas férreas puertas, y hacer añicos a Chaperón y los demás jueces, y demoler a puntapiés la cárcel y pegar fuego a Madrid entero... ¡Tú condenada a muerte!

-Somos los fanales del género humano.

-No, no, esa es una figura de retórica, tonta -dijo el fanático pasando del tono trágico al familiar-. Aquí no hay más fanal que yo. Tú me acompañas en mi última hora, me acompañas, ¿entiendes?... pero no mueres. ¡Morir tú!... ¿por qué, ángel delicado e inocente?... ¿Habrá un juez que falle tal infamia?... Si tu muerte no es provechosa a la santa causa... ¿A qué ni para qué? Yo solo, yo solo, ¿lo entiendes bien? ¡yo solo! Este es el destino, esta la voluntad, esto lo que está trazado en los libros inmortales, cuyos renglones dicen a cada siglo sus grandezas, a cada generación su papel, a cada hombre su puesto... Pobre y desvalida niña de mis entrañas, no me digas que vas a morir también, porque me siento cobarde, me convierto de águila majestuosa en tímido jilguerillo, se me van las ideas sublimes, se me achica el corazón, me trastorno todo, me siento caer desplomándome como una torre secular que es sacudida por temblores de tierra, me evaporo, niña mía, desfallezco, dejo de ser un Cayo Graco para no ser más que un Juan Lanas.

Arrastrándose por el suelo, Sarmiento tanteaba con las manos en la oscuridad hasta que dio con el cuerpo de Sola. Echándose entonces como un perro, hundió la cabeza en su regazo. Soledad no dijo nada.