El terror de 1824/XXVIII

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Poniendo sobre todas las cosas su anhelante deseo de llegar pronto al fin de la jornada vital, que era el comienzo de su triunfo, Sarmiento deploraba que la justicia de aquellos tiempos hubiese fijado en cuarenta y ocho horas el plazo de la preparación religiosa. Con diez o doce horas había bastante, según él. Los dos frailes que le asistían aprovecharon la ocasión de su soledad para hablarle recio en el negocio de la salvación, logrando que D. Patricio atendiese a él, y consintiera en oír el trasnochado sermoncillo que preparado traía el padre Salmón. Después de comer, cuando Sola vencida por el cansancio había cedido al sueño y dormitaba sentada, el padre Alelí logró hacerse oír de Sarmiento con mayor interés. Por la noche pareció que el espíritu del buen viejo se recogía y como que se amilanaba algún tanto, mostrándose además en su rostro y cuerpo cierto desmayo o fatiga. El patriota no permanecía ya en pie, sino recostado con abandono en el sillón, fijando la vista en el suelo cual si cayera en meditación taciturna. Silencio profundísimo reinaba en la cárcel; las velas se habían consumido mucho y ardían en el último cabo de ellas, elevando entre la vacilante luz el negro pábilo caduco, y derramando cera amarilla en grandes chorros sobre los candeleros y sobre el altar. El Crucifijo y la Dolorosa parecían entregados a un sopor misterioso. Nunca, como en aquella tristísima hora, había parecido la capilla lúgubre y conmovedora. Su ambiente de panteón daba frío, su luz tenue convidaba a morirse y enterrarse. Era la madrugada del último día.

No fue insensible el espíritu de Sarmiento a esta influencia externa, y conociéndolo Alelí, le dijo que ya le quedaban pocas horas; que viese lo que hacía si no deseaba arder perpetuamente en los infiernos. Al oír esto, mirole Sarmiento con desdén y levantándose del sillón, se puso de rodillas.

-Puesto que Su Paternidad quiere que confiese, confesaré -dijo lacónicamente.

-No es preciso que se arrodille usted, hermano mío -indicó el buen fraile levantándole-. En estos casos permitimos al penitente que haga la confesión sentado para evitarle cansancio.

-Yo prefiero estar de rodillas, porque no soy de alfeñique -dijo el reo volviéndose a hincar-. Ahora, si Vuestra Paternidad tiene oídos, oiga... Yo amo a Dios sobre todas las cosas. ¿Cómo no amarle, si es fuente de todo bien, manantial de toda idea, origen de toda vida? Él dio la idea moral al mundo, y el mundo, después de mil luchas, disputas y sangre, aceptó la ley moral que felizmente lo rige. Después le dio la idea política, es decir, la libertad, para que se gobernase, y todavía el mundo no la ha aceptado en su totalidad. Estamos en la época de la predicación, del martirio...

-Basta -dijo Alelí con enfado-. Está usted profanando el nombre de Dios con absurdas afirmaciones. Poco adelantamos por ese camino, hermano querido. Confiese usted su amor a Dios, sin mezcla de extravagancia alguna. Me basta con eso por ahora, y adelante.

-Confieso -añadió el penitente-, que con frecuencia he jurado su santo nombre en vano, y además que he usado votos y ternos raros, pues adquirí tiempo ha la pícara costumbre de sacar a todo el Chilindrón y la Chilindraina; pero, con perdón de Vuestra Reverencia, creo que pecados como este no llevan a casa de Pedro Botero. Tampoco he santificado las fiestas como está mandado... desidia, pura desidia y abandono. En el cuarto, ¿qué he de decir sino que jamás he faltado a él ni en pensamiento? Pues en lo de matar, si alguien perdió por mí la vida fue en leal acción de guerra y cuando el honor de mi bandera me lo mandaba así. No obstante, un pecado grave tengo en lo tocante a este mandamiento, y ese lo voy a confesar aquí con la boca y con el corazón, porque ha tiempo pesa sobre mi conciencia, y aunque estoy muy arrepentido, paréceme que jamás logro echar de mí la mancha y peso que me dejó. Hallándose preso y encadenado un vecino mío, padre de esta joven que me acompaña, pidió un vaso de agua y se lo negué. ¡Qué infame bellaquería! Pero válgame mi contrición sincera y el cariño ardiente que después he puesto en la bendita hija de aquel desgraciado.

-Adelante -murmuró Alelí satisfecho de que hubiese algún pecado evidente que justificase su ministerio.

-Del sexto no diré más sino que después de la muerte de mi Refugio, que acaeció hace veintidós años, he observado castidad absoluta, a pesar de ser solicitado para faltar a aquella preciosa virtud por más de una hembra que no debió de mirarme cual saco de paja. Tampoco he robado jamás a nadie ni el valor de un alfiler, y en el ramo de mentir si alguna vez falté a la verdad fue en negocios baladís y de poca monta.

-Alto, alto -dijo Alelí con interés sumo, viendo llegado el tema que abordar quería-. Usted ha mentido, y ha mentido gravemente por sistema sosteniendo un papel engañoso con la terquedad del hombre más perverso. Es opinión general que usted se finge demente, poseyendo en realidad un claro juicio; es público y notorio, y así consta en la causa, que todos esos disparates con que ha divertido a Madrid son obra del talento más astuto, para poder vivir en una sociedad que proscribe a los revolucionarios. Vamos a ver, hermano mío, repare usted delante de quién está, mire esa imagen sacratísima, considere que le restan pocas horas de vida, considere que ya no es posible la mentira, y ábrame su corazón y arroje la máscara y dígame si en efecto este hombre exaltado que vemos es un hábil histrión. ¡Ah! hermano mío, aseguran que usted sostiene su papel, esperando que le indulten por tonto... ¡error, error, porque no es ese el camino del indulto! Más fácil le sería conseguirlo con una confesión franca de su pecado... Al menos haciéndolo así, tendrá el perdón de Dios y la gloria eterna.

-¡Yo farsante, yo histrión, yo...! ¡yo! -exclamó Sarmiento clavando ambas manos, como garras, en su pecho.

Miraba al padre Alelí con los ojos encendidos y con expresión de sorpresa, que bien pronto se tornó en amargo desdén.

-Usted no me comprende... -dijo levantándose-. Vaya usted a confesar colegiales, señor padre Alelí. Me confesaré solo.

Y arrodillándose delante del altar, alzó las manos y sin quitar los ojos del Crucifijo, habló así:

-Señor, Tú que me conoces no necesitas oír de mi boca lo que siente mi corazón, que pronto dará su último latido dejándome libre. Sabes que te adoro, que te reverencio, y que ejecuto puntualmente la misión que me señalaste en el mundo. Sabes que la idea de la libertad enviada por Ti para que la difundiéramos, fue mi norte y mi guía. Sabes que por ella vivo y por ella muero. Sabes que si cometí faltas, me he arrepentido de ellas con grandísima congoja. Sabes que perdono de todo corazón a mis enemigos, y que me dispongo a rogar por ellos, cuando mi espíritu pueda hablar sin boca y ver sin necesidad de ojos. Mi confesión está hecha públicamente. Óigala todo el que tiene oídos.

Y después volviéndose al fraile que enfrente y absorto le miraba, díjole:

-Ahora, padre Alelí, espero que no tendrá Vuestra Paternidad reverendísima inconveniente alguno en darme el pan Eucarístico. Bien se ve que puedo recibir a Dios dentro de mí. Estoy puro de toda mancha: soy como los ángeles.

Entonces viose una cosa extraña, que por lo extraña parecía horrible en aquel sitio y ocasión. El padre Alelí no pudo evitar una sonrisa. Diríase que esta brilló en la fúnebre capilla como un reflejo mundano dentro de la región de los difuntos. Pero contuvo al punto su hilaridad, y gravemente dijeron a dúo ambos frailes:

-No podemos dar a usted la Eucaristía, desgraciado hermano.

Mientras Sola acudió a consolar a Sarmiento que parecía muy contrariado por aquella negativa, Alelí llevó aparte a Salmón y le dijo:

-Es más tonto que hecho de encargo. Yo repito que ajusticiar a este hombre es un asesinato, y Chaperón, los jueces que le sentenciaron y nosotros que le asistimos, estamos más locos que él. Yo no puedo ver este horrible espectáculo. ¿Pero no es evidente que ese hombre es necio de capirote? Estamos coadyuvando a una obra inicua. ¡Y esperábamos que confesase su comedia!

-Como siempre le tuve por mentecato redomado, no me he llevado chasco. No sé para qué nos traen aquí.

-Ni yo. Voy a hablar con Chaperón.

-Yo no me tomaría el trabajo de hablar con nadie.

-Pues yo sí.

-Pues yo no.

Poco después de esto el reo vio los objetos y las personas con una claridad que le conturbó sobremanera sin saber por qué. Era que había avanzado el día y la capilla recibía un poco de luz, ante la cual palidecía ligeramente la de las soñolientas velas, casi consumidas. Aquel débil resplandor del astro rey hizo daño a la retina y al espíritu del viejo, sin que su entendimiento pudiera explicarse la razón de ello.

-Es de día -dijo con cierto asombro, y al punto se quedó taciturno.

Los hermanos de la Caridad aparecían más compungidos que en el día anterior, y rezaban devotamente arrodillados ante el altar. Salmón rogó al condenado que se sentase, y poniéndose a su lado hízole exhortaciones encaminadas a apartar su alma del tremendo abismo a cuyo borde se encontraba.

-Pocas horas me restan -murmuró el patriota, dando un gran suspiro-. Mi alma será más fuerte cuanto más cerca esté el instante lisonjero de su liberación. ¿Cuántas horas faltan?

-No cuente usted las horas... ¿Qué valen dos ni tres horas comparadas con la eternidad?

Sarmiento no respondió nada. Observaba los ladrillos del piso y fijaba su vista con minuciosidad aritmética en todos aquellos que tenían el ángulo gastado. Diríase que los contaba.

-¿En dónde está mi hija? -dijo de súbito moviendo la cabeza con ansiedad-. Sola, niña de mi corazón, no te separes de mí.

Sola se arrojó llorando en sus brazos. Notó que tenía las manos frías y temblorosas.

-Dentro de poco dejaré de verte -exclamó el viejo haciendo esfuerzos verdaderamente heroicos para dominar su emoción-. Que sea tan flaca y miserable esta humana Naturaleza, que ni aun teniendo por segura la entrada en la morada celestial, pueda mirar con absoluto desprecio los afectos del mundo... Aquí me tienes más valiente que un león (sus labios temblaban al decirlo y su voz era como el ronco trinar de una ave moribunda), y sin embargo, esto de separarme de ti, esto de dejarte sola...

Se pasó la mano por la frente, y durante un rato tapose los ojos.

-No sé por qué está triste el día -murmuró con disgusto-. ¡Qué ruido hay en la cárcel!... ¿qué voces son esas? Parece un canto desacorde o un graznido de pájaros llorones. ¿Qué es eso?

Soledad no contestó nada, y apoyó su frente sobre el pecho del anciano. A la capilla llegaba una repugnante música llorona de gritos humanos que parecía formada de todos los rencores, de todos los sarcasmos, de todas las lágrimas y de todos los suspiros encerrados en la cárcel.

El padre Alelí, que había salido al amanecer, volvió muy cabizbajo, y sin hablar una sola palabra al reo ni a los demás preparose para decir la misa. En tanto, uno de los hermanos departía con Sarmiento de cosas religiosas, sabedor de que estas habían de llevar gran alivio y fuerzas al espíritu del reo.

-Hoy -le dijo-, celebramos en Santa Cruz los Mayordomos de esta Real Archicofradía misa solemne de rogativa para implorar los divinos auxilios en la última hora del pobre condenado a muerte. Ya sabe usted que Nuestro Santísimo Padre Pío VII ha concedido indulgencia plenaria a todos nosotros y a los fieles que asistan a esa misa y hagan oración por la concordia de los Príncipes cristianos, extirpación de las herejías y exaltación de la Fe católica.

-De modo -dijo Sarmiento con amarga ironía-, que en esa misa se hace oración por todo menos por mí.

-No, hermano mío, no -dijo el cofrade con la melosidad del beato-, que también habrá lo que llamamos ejercicio de agonía, donde se hace la recomendación del alma del reo; luego siguen las jaculatorias de agonía y se cantará el ne recorderis. Los más bellos himnos de la Iglesia y las piadosas oraciones de los fieles acompañan a usted en su tránsito doloroso... ¿qué digo doloroso? gloriosísimo. Piense usted en la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y se sentirá lleno de valor. ¡Oh, feliz mil veces el que abandona esta vida miserable libre de todo pecado!

El hermano inclinó la cabeza a un lado, bajando los ojos y cruzando las manos en mística actitud. Después rezó en silencio.

El padre Alelí dijo la misa, que oyó Sarmiento como el día anterior, de rodillas y con profunda atención. Al concluir sentose con muestras de gran cansancio; mas ponía mucho empeño en disimularlo.

-¿No quiere usted tomar nada? -le dijo uno de los hermanos-. Hemos preparado un almuerzo ligero. ¿Se siente usted mal, hermano querido? Vamos, un huevo frito y un poco de jamón... Si para eso no se necesita gana -añadió viendo que el patriota hacía signos negativos con la cabeza y con la mano-. Sí, lo traeremos, y también un vaso de vino.

-No quiero nada.

-¿Ni café?

-Tomaré el café por complacer a ustedes -repuso Sarmiento sonriendo con tristeza.

Alelí se sentó junto a él y tomándole la mano se la apretó cariñosamente diciéndole:

-Hermano mío, en nombre de Dios y de María Santísima, a cuya presencia llegará usted pronto, si sabe morir como cristiano en estado de contrición perfecta, le ruego que no me oculte sus pensamientos, si por ventura son distintos de lo que ha manifestado aquí y fuera de aquí.

-Si yo ocultara mis pensamientos, si yo no fuera la misma verdad -replicó D. Patricio con la entereza más noble-, no sería digno de este nobilísimo fin que me espera... ¡Ah! señores, la taimada naturaleza nos tiende mil lazos por medio de la sensibilidad y del instinto de conservación; pero no, no será mi grande espíritu quien caiga en ellos. Vamos, vamos de una vez.

Y se levantó.

-Calma, calma, hermano mío; aún no es tiempo -le dijo Alelí tirándole del brazo-. Siéntese usted. Por cierto que no es nada conveniente para su alma esa afectación de valor y ese empeño de sostener el papel de héroe. Una resignación humilde y sin aparato, una conformidad decorosa sin disimular el dolor y un poco de entereza que demuestre la convicción de ganar el cielo, son más propias de esta hora que la fanfarronería teatral. Usted está nervioso, desazonado, inquieto, sin sosiego, tiémblanle las carnes y se cubre su piel de frío sudor.

-El que era Hijo de Dios sudó sangre -afirmó Sarmiento con brío-; yo que soy hombre, ¿no he de sudar siquiera agua?... Vamos pronto. Repito que tengo vivos deseos de concluir.

Entonces sintiose más fuerte el coro de lamentos, y al mismo tiempo ronco son de tambores destemplados.

-He aquí las tropas de Pilatos -observó Sarmiento.

-Hermano, hermano querido -le dijo Alelí abrazándole-. Una palabra, una palabra sola de verdadera piedad, de verdadera religiosidad, de amor y temor de Dios. Una palabra y basta; pero que sea sincera, salida del fondo del corazón. Si la dice usted, todos esos pensamientos livianos de que está llena su cabeza, como desván lleno de alimañas, huirán al ver entrar la luz.

-Cristiano católico soy -afirmó Sarmiento-. Creo todo lo que manda creer la Iglesia, creo todos los misterios, todos los sagrados dogmas, sin exceptuar ninguno. He oído misa, he confesado sin omitir nada de lo que hay en mi conciencia, he deseado ardientemente recibir la Eucaristía, y si no la he recibido ha sido porque no han querido dármela. ¿Qué más se quiere de mí? ¡Oh! Señor de cielos y tierra, ¡oh! tú, María, Madre amantísima del género humano, a vosotros vuelvo mis miradas, vosotros lo sabéis, porque veis mi rostro, no este de la carne sino el del espíritu. Los que no ven el de mi espíritu, ¿cómo pueden comprenderme? Hacia Vosotros volaré, invocándoos, llevando en mi diestra la bandera que habéis dado al mundo, la bandera de la libertad, por la cual he vivido y por la cual muero.

Salmón y Alelí movieron la cabeza. Su pena y desasosiego eran muy profundos. Soledad, sin fuerzas ya para luchar con su dolor, estaba a punto de perder el conocimiento. Don Patricio, dicho su último discurso, examinaba una grieta que en el techo había y después la costura del paño del altar. Creeríase al verle que aquellos dos objetos insignificantes merecían la mayor atención.

Varias personas entraron en la capilla, todas decorando sus caras con la aflicción más edificante. El reo se levantó y sin dejar de observar la costura del altar, habló así solemnemente:

-Cayo Graco, Harmodio y Aristogitón, Bruto... héroes inmortales, pronto seré con vosotros... y tú, Lucas, hijo mío, que estás en las filas de la celestial infantería, avanza al encuentro de tu dichoso padre.

Los frailes, puestos de rodillas, recitaban oraciones y jaculatorias, empeñándose en que el reo las repitiera; pero Sarmiento se apartó de ellos afirmando:

-Todo lo que puede decirse lo he dicho en mi corazón durante la misa y después de ella.

Oyose el tañido de la campana de Santa Cruz.

-Tocan a muerto -dijo Sarmiento-. Yo mandaría repicar y alzar arcos de triunfo, como en el día más grande de todos los días. ¡Ya veo tus torres, oh patria inmortal, Jerusalén amada! ¡Bendito el que llega a ti!

El alcaide le saludó, enmascarándose también con la carátula de piedad lastimosa que pasaba de rostro en rostro, conforme iban entrando uno y otro personaje. Después separáronse todos para dar paso a un hombre obeso, algo viejo, vestido de negro, cuyo aire de timidez contrastaba singularmente con su horrible oficio: era el verdugo, que avanzando hacia el reo, humilló la frente como un lacayo que recibe órdenes.

D. Patricio sintió en aquel momento que un rayo frío corría por todo su cuerpo desde el cabello hasta los pies, y por primera vez desde su entrada en la fúnebre capilla sintió que su magnánimo corazón se arrugaba y comprimía.

-Sí, sí, perdono, perdono a todo el mundo -balbució el reo, fijando otra vez toda su atención en los ladrillos del piso-. Vamos ya... ¿No es hora de ir?

Pero su ánimo, rápidamente abatido, forcejeó iracundo en las tinieblas y se levantó. Fue como si se hubiera dado un latigazo. La dosis de energía que desplegara en aquel momento era tal, que sólo estando muerta hubiera dejado la mísera carne de responder a ella. Tenía Sarmiento entre las manos su pañuelo y apretando los dedos fuertemente sobre él, y separando las manos lo partió en dos pedazos sin rasgarlo. Cerrando los ojos murmuraba:

-¡Cayo Graco!... ¡Lucas!... ¡Dios que diste la libertad al mundo...!

El verdugo mostró un saco negro. Era la hopa que se pone a los condenados para hacer más irrisorio y horriblemente burlesco el crimen de la pena de muerte. Cuando el delito era de alta traición la hopa era amarilla y encarnada. La de Sarmiento era negra. Completaba el ajuar un gorro también negro.

-Venga la túnica -dijo preparándose a ponérsela-.Reputo el saco como una vestidura de gala y el gorro como una corona de laurel .

Después le ataron las manos y le pusieron un cordel a la cintura, a cuyas operaciones no hizo resistencia, antes bien, se prestó a ellas con cierta gallardía. Incapacitados los movimientos de sus brazos, llamó a Sola y le dijo:

-Hija mía, ven a abrazar por última vez a tu viejecillo bobo.

La huérfana lo estrechó en sus brazos, y regó con sus lágrimas el cuello del anciano.

-¿A qué vienen esos lloros? -dijo este sofocando su emoción-. Hija de mi alma, nos veremos en la gloria, a donde yo he tenido la suerte de ir antes que tú. De mi imperecedera fama en el mundo, tú sola, tú serás única heredera, porque me asististe y amparaste en mis últimos días. Tu nombre, como el mío, pasará de generación en generación... No llores; llena tu alma de alegría, como lo está la mía. Hoy es día de triunfo; esto no es muerte, es vida. El torpe lenguaje de los hombres ha alterado el sentido de todas las cosas. Yo siento que penetra en mí la respiración de los ángeles invisibles que están a mi lado, prontos a llevarme a la morada celestial... es como un fresco delicioso... como un aroma delicado... Adiós... hasta luego, hija mía... no olvides mis dos recomendaciones, ¿oyes? Vete con ese hombre... ¿oyes?... los apuntes... Adiós, mi glorioso destino se cumple... ¡Viva yo! ¡Viva Patricio Sarmiento!

Desprendieron a Sola de sus brazos; tomola en los suyos el alcaide para prestarle algún socorro, y D. Patricio salió de la capilla con paso seguro.

El padre Alelí le ató un Crucifijo en las manos y Salmón quiso ponerle también una estampa de la Virgen; pero opúsose a ello el reo diciendo:

-Con mucho gusto llevaré conmigo la imagen de mi Redentor, cuyo ejemplo sigo; pero no esperen Vuestras Paternidades que yo vaya por la carrera besando una estampita. Adelante.

Al llegar a la calle presentáronle el asno en que había de montar, y subió a él con arrogantes movimientos, diciendo:

-He aquí la más noble cabalgadura cuyos lomos han oprimido héroes antiguos y modernos. Ya estoy en marcha.

Al llegar a la calle de la Concepción Jerónima y ver el inmenso gentío que se agolpaba en las aceras y en los balcones, en vez de amilanarse, como otros, se creció, se engrandeció, tomando extraordinaria altitud. Revolviendo los ojos en todas direcciones, arriba y abajo, decía para sí:

-Pueblo, pueblo generoso, mírame bien, para que ningún rasgo de mi persona deje de grabarse en tu memoria. ¡Oh! ¡si pudiera hablarte en este momento!... Soy Patricio Sarmiento, soy yo, soy tu grande hombre. Mírame y llénate de gozo, porque la libertad por quien muero renacerá de mi sangre, y el despotismo que a mí me inmola perecerá ahogado por esta misma sangre, y el principio que yo consagro muriendo, lo disfrutarás tú viviendo, lo disfrutarás por los siglos de los siglos.

El murmullo del pueblo crecía entre los roncos tambores, y a él le pareció que toda aquella música se juntaba para exclamar:

-¡Viva Patricio Sarmiento!

El padre Alelí le mostraba el Crucifijo que en su mano llevaba (el mismo padre Alelí) y le decía que consagrase a Dios su último pensamiento. Después el venerable fraile rezaba en silencio, no se sabe si por el reo, o por sus jueces. Probablemente sería por estos últimos.

Al llegar a la plazuela, Sarmiento extendió la vista por aquel mar de cabezas, y viendo la horca, dijo:

-¡Ahí está!... ahí está mi trono.

Y al ver aquello, que a otros les lleva al postrer grado de abatimiento, él se engrandeció más y más, sintiendo su alma llena de una exaltación sublime y de entusiasmo expansivo.

-Estoy en el último escalón, en el más alto -dijo-. Desde aquí veo al mísero género humano, allá abajo, perdido en la bruma de sus rencores y de su ignorancia. Un paso más y penetraré en la eternidad, donde está vacío mi puesto en el luminoso estrado de los héroes y los mártires.

Al pie de la horca, rogáronle los frailes que adorase al Crucifijo, lo que hizo muy gustoso, besándolo y orando en voz alta con entonación vigorosa.

-Muero por la libertad como cristiano católico -exclamó ¡Oh! Dios, a quien he servido, acógeme en tu seno.

Quisieron ayudarle a subir la escalera fatal; pero él desprendiéndose de ajenos brazos, subió solo. El patíbulo tenía tres escaleras; por la del centro subía el reo, por una de las laterales el verdugo y por la otra el sacerdote auxiliante. Cada cual ocupó su puesto. Al ver que el cordel rodeaba su cuello, Sarmiento dijo con enfado:

-¿Y qué? ¿no me dejan hablar?

Los sacerdotes habían empezado el Credo. Callaron. Juzgando que el silencio era permiso para hablar, el patriota se dirigió al pueblo en estos términos:

-Pueblo, pueblo mío, contémplame y une tu voz a la mía para gritar: ¡Viva la...!

Empujole el verdugo y se lanzó con él.

Cayeron de rodillas los sacerdotes que habían permanecido abajo, y elevando el Crucifijo exclamaron consternados:

-¡Misericordia, Señor!

La muchedumbre lanzó el trágico murmullo que indicaba su curiosidad satisfecha y su fúnebre espanto consumado.

El padre Alelí dijo tristemente:

-Desgraciado, sube al Limbo.