La busca/Parte II/III

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II
La busca
de Pío Baroja
III
IV

III

Roberto Hasting en la zapatería - Procesión de mendigos - Corte de los Milagros


Una mañana de fines de septiembre presentose Roberto en la puerta de La regeneración del calzado, y asomando la cabeza al interior del almacén, dijo:

-¡Hola, Manuel!

-¡Hola, don Roberto!

-Se trabaja, ¿eh?

Manuel se encogió de hombros, dando a entender que no era precisamente por su gusto.

Roberto vaciló un momento para entrar en la zapatería, y, al último, se decidió y entró.

-Siéntese usted-le dijo el señor Ignacio, ofreciéndole una silla.

-¿Usted es el tío de Manuel?

-Para servirle.

Se sentó Roberto, ofreció un cigarro al señor Ignacio, otro a Leandro, y se pusieron a fumar los tres.

-Yo conozco a su sobrino -dijo Roberto al zapatero-, porque vivo en casa de la Petra.

-¡Ah! ¿Sí?

-Y hoy quisiera que le dejara usted libre un par de horas.

-Sí, señor; toda la tarde, si usted quiere.

-Bueno; entonces, yo vendré por él después de comer.

-Está bien.

Roberto contempló cómo trabajaban, y de repente se levantó y se fue.

Manuel no comprendía qué le quería Roberto, y por la tarde le esperó con verdadera impaciencia. Llegó, y los dos salieron de la calle del Águila y bajaron a la ronda de Segovia.

-¿Tú sabes dónde está la Doctrina? -preguntó Roberto a Manuel.

-¿Qué Doctrina?

-Un sitio donde se reúnen los viernes muchos mendigos.

-No sé.

-¿Sabes dónde está el camino alto de San Isidro?

-Sí.

-Bueno; pues allí vamos a ir; ahí es donde está la Doctrina.

Manuel y Roberto bajaron por el paseo de los Pontones y siguieron en dirección del puente de Toledo. El estudiante no dijo nada, y Manuel nada quiso preguntarle.

El día estaba seco, polvoriento. El viento sur, sofocante, echaba bocanadas de calor y de arena; algunos relámpagos iluminaban las nubes; se oía el sonar lejano de los truenos; el campo amarilleaba, cubierto de polvo.

Por el puente de Toledo pasaba una procesión de mendigos y mendigas, al cual más desastrados y sucios. Salía gente, para formar aquella procesión del harapo, de las Cambroneras y de las Injurias; llegaban del paseo Imperial y de los Ocho Hilos; y ya, en filas apretadas, entraban por el puente de Toledo y seguían por el camino alto de San Isidro a detenerse ante una casa roja.

-Esto debe ser la Doctrina -dijo Roberto a Manuel, señalándole un edificio, que tenía un patio con una figura de Cristo en medio.

Se acercaron los dos a la verja. Era aquello un conclave de mendigos, un conciliábulo de Corte de los Milagros. Las mujeres ocupaban casi todo el patio; en un extremo, cerca de una capilla, se amontonaban los hombres; no se veían más que caras hinchadas, de estúpida apariencia; narices inflamadas y bocas torcidas; viejas gordas y pesadas como ballenas, melancólicas; viejezuelas esqueléticas, de boca hundida y nariz de ave rapaz; mendigas vergonzantes con la barba verrugosa, llena de pelos, y la mirada entre irónica y huraña; mujeres jóvenes, flacas y extenuadas, desmelenadas y negras; y todas, viejas y jóvenes, envueltas en trajes raídos, remendados, zurcidos, vueltos a remendar hasta no dejar una pulgada sin su remiendo. Los mantones, verdes, de color de aceituna, y el traje triste ciudadano, alternaban con los refajos de bayeta, amarillos y rojos, de las campesinas.

Roberto paseó mirando con atención el interior del patio. Manuel le seguía indiferente.

Entre los mendigos, un gran número lo formaban los ciegos; había lisiados, cojos, mancos; unos hieráticos, silenciosos y graves; otros movedizos. Se mezclaban las anguarinas pardas con las americanas raídas y las blusas sucias. Algunos andrajosos llevaban a la espalda sacos y morrales negros; otros, enormes cachiporras en la mano; un negrazo, con la cara tatuada a rayas profundas, esclavo, sin duda, en otra época, envuelto en harapos, se apoyaba en la pared con indiferencia digna; por entre hombres y mujeres correteaban los chiquillos descalzos y los perros escuálidos; y todo aquel montón de mendigos, revuelto, agitado, palpitante, bullía como una gusanera.

-Vamos -dijo Roberto-, no está aquí ninguna de las que busco. ¿Te has fijado? -añadió-. ¡Qué pocas caras humanas hay entre los hombres! En estos miserables no se lee más que la suspicacia, la ruindad, la mala intención, como en los ricos no se advierte más que la solemnidad, la gravedad, la pedantería. Es curioso, ¿verdad? Todos los gatos tienen cara de gatos, todos los bueyes tienen cara de bueyes; en cambio, la mayoría de los hombres no tienen cara de hombres.

Salieron del patio Roberto y Manuel. Frente a la Doctrina, al otro lado de la carretera, en unos desmontes arenosos, se sentaron.

-A ti te chocarán -dijo Roberto- estas maniobras mías; pero no te extrañarán cuando te diga que busco aquí dos mujeres: una, pobre, que puede hacerme rico: otra, rica, que quizá me hiciera pobre. Manuel contempló a Roberto con asombro. Tenía siempre cierta sospecha de que la cabeza del estudiante no andaba bien.

-No, no creas que es una tontería; voy corriendo detrás de una fortuna, pero de una fortuna enorme; si tú me ayudas, me acordaré de ti.

-Bueno; y ¿qué quiere usted que yo haga?

-Te lo diré cuando llegue el momento.

Manuel no pudo ocultar una sonrisa de ironía.

-Tú no lo crees -murmuró Roberto-; no importa; cuando veas, creerás.

-Claro.

-Por si acaso, si te necesito, ayúdame.

-Le ayudaré a usted en todo lo que pueda -contestó Manuel con fingida seriedad.

Unos golfos se tendieron en los desmontes, cerca de Manuel y de Roberto, y éste no quiso seguir hablando.

-Ya empiezan a dividirse en secciones -dijo uno de los golfos, que llevaba una gorra de cochero, señalando con una vara a las mujeres que estaban en la Doctrina.

Efectivamente; formáronse grupos alrededor de los árboles del patio, en cada uno de los cuales colgaba un cartelón con una imagen y un número en medio.

Ahí están las marquesas -añadió el de la gorra, indicando a unas cuantas señoras vestidas de negro que se presentaron en el patio.

Se destacaban las caras blancas entre las telas de luto.

-Todas son marquesas -advirtió uno.

-Pues todas no son guapas -replicó Manuel, terciando en la conversación-. ¿Y a qué vienen aquí?

-Son éstas las que enseñan la doctrina -contestó el de la gorra-; de vez en cuando regalan sábanas y camisas a las mujeres y a los hombres.

Ahora van a pasar lista.

Comenzó a sonar una campana; cerraron la verja del edificio; se formaron corros, y en medio de cada uno de ellos entró una señora.

-¿Ves aquella que está allá? -preguntó Roberto-. Es la sobrina de don Telmo.

-¿Aquella rubia?

-Sí. Espérame aquí.

Bajó Roberto el camino y se acercó a la verja.

Comenzó la lección de doctrina; salía del patio un rumor de rezo, lento y monótono.

Manuel se tendió de espaldas en el suelo. Desde allá surgía Madrid, muy llano, bajo el horizonte gris, por entre la gasa del aire polvoriento.

El cauce ancho del Manzanares,, de color de ocre, aparecía surcado por alguno que otro hilillo de agua negra. El Guadarrama destacaba de un modo confuso la línea de sus crestas en el aire empañado.

Roberto paseaba por delante del patio. Seguía el rumor de los mendigos recitando la doctrina. Una vieja, con pañuelo rojo en la cabeza y mantón negro que verdeaba, se sentó en el desmonte.

-¿Qué es eso, agüela? ¿No le han querido abrir la puerta? -gritó el de la gorra.

-No... ¡Las tías brujas esas!

-No tenga usted cuidado, que hoy no dan nada. El viernes que viene es el reparto. Ya le darán a usted lo menos una sábana -añadió el de la gorra con aviesa intención.

-Si no me dan más que una sábana -chilló la vieja torciendo la jeta-, les digo que se la guarden en el moño. ¡Las tías zorras!...

-Ya la han tañado a usted, agüela -exclamó uno de los golfos tendidos en el suelo-. Usted lo que es, es una ansiosa.

Celebraron los circunstantes la frase, que procedía de una zarzuela, y el de la gorra siguió explicando a Manuel particularidades de la Doctrina.

-Hay algunas y algunos que se inscriben en dos y en tres secciones para coger más veces limosnas -dijo-. Nosotros, mi padre y yo, nos inscribimos una vez en cuatro secciones con nombres distintos... ¡Vaya un lío que se armó! Y ¡menudo choteo que tuvimos con las marquesas!

-Y ¿para qué querías tanta sábana? -le preguntó Manuel.

-¡Toma!, para pulirlas. Se venden aquí en la misma puerta a dos chulés.

-Yo voy a comprar una -dijo un cochero de punto que se acercó al corro-; la unto con aceite de linaza, luego la doy barniz, y hago un impermeable cogolludo.

-Pero las marquesas, ¿no notan que la gente vende en seguida lo que ellas dan?

-¡Qué han de notar!

Para los golfos todo aquello no era más que un piadoso entretenimiento de las señoras devotas: hablaban de ellas con amable ironía.

No llegó a durar una hora la lección de doctrina.

Sonó una campana; se abrió la puerta de la verja; se disolvieron y confundieron los grupos; todo el mundo se puso de pie, y comenzaron a marcharse las mujeres con sus sillas, colocadas en equilibrio sobre la cabeza, gritando, empujándose violentamente unas a otras; dos o tres vendedoras pregonaron su mercancía mientras salía aquella muchedumbre de andrajosos apretándose, chillando, como si escaparan de algún peligro. Unas viejas corrían pesadamente por la carretera; otras se ponían a orinar acurrucadas, y todas vociferaban y sentían la necesidad de insultar a las señoras de la Doctrina, como si instintivamente adivinasen lo inútil de un simulacro de caridad, que no remediaba nada. No se oían más que protestas y manifestaciones de odio y desprecio.

-¡Moler! Con las mujeres de Dios...

-Ahora quien que se confiese una.

-Esas tías borrachas.

-¡Anda que confiesen ellas y la maire que las ha parío!

-Que las den morcilla a todas.

Después de las mujeres salían los hombres, los ciegos, los tullidos y los mancos, sin apresurarse, hablando con gravedad.

-¡Pues no quien que me case! -murmuraba un ciego, sarcásticamente, dirigiéndose a un cojo.

-Y tú ¿qué dices? -le preguntaba éste.

-¿Yo? ¡Que naranjas de la China! Que se casen ellas si tien con quien.

Vienen aquí amolando con rezos y oraciones. Aquí no hacen falta oraciones, sino jierro, mucho jierro.

-Claro, hombre..., parné, eso es lo que hace falta.

-Y todo lo demás... leñe y jarabe de pico...; porque pa dar consejos toos semos buenos; pero en tocante al manró, ni las gracias.

-Me parece.

Salieron las señoras con sus libros de rezos en la mano; las viejas mendigas las perseguían y las atosigaban con sus peticiones.

Manuel miraba a todas partes por si encontraba al estudiante; al fin lo vio cerca de la sobrina de don Telmo. La rubia se volvió a mirarle, y subió en un coche. Roberto la saludó y el coche echó a andar.

Volvieron Roberto y Manuel por el camino de San Isidro.

Seguía el cielo nublado, el aire seco; la procesión de mendigos avanzaba en dirección a Madrid. Antes de llegar al puente de Toledo, en la esquina del camino alto de San Isidro y de la carretera de Extremadura, en una taberna muy grande entraron Roberto y Manuel. Roberto pidió una botella de cerveza.

-¿Vives ahí en la misma casa en donde está la zapatería? -preguntó Roberto.

-No; vivo en el paseo de las Acacias, en una casa que se llama el Corralón.

-Bueno, te iré a ver allá; y ya sabes, siempre que vayas a algún sitio donde se reúna gente pobre o de mala vida avísame.

-Le avisaré a usted. Ya he visto cómo le miraba ,a usted la rubia. Es bonita.

-Sí.

-Y tiene un coche pistonudo.

-Ya lo creo.

-Y ¿qué? ¿Es que se va usted a casar con ella?

-¿Qué sé yo? Ya veremos. Vamos, aquí no se puede estar -dijo Roberto y se acercó al mostrador a pagar.

En la taberna, gran número de mendigos, sentados en las mesas, engullían pedazos de bacalao y piltrafas de carne; un olor picante de gallinejas y de aceite salía de la cocina.

Salieron. El viento seguía soplando, lleno de arena: volaban locamente por el aire hojas secas y trozos de periódicos; las casas altas próximas al puente de Segovia, con sus ventanas estrechas y sus galerías llenas de harapos, parecían más sórdidas, más grises, entrevistas en la atmósfera enturbiada por el polvo. De repente, Roberto se paró, y, poniendo la mano en el hombro de Manuel, le dijo:

-Hazme caso, porque es verdad. Si quieres hacer algo en k vida, no creas en la palabra imposible. Nada hay imposible para una voluntad enérgica. Si tratas de disparar una flecha, apunta muy alto, lo más alto que puedas; cuanto más alto apuntes más lejos irá.

Manuel miró a Roberto con extrañeza, y se encogió de hombros.