La busca/Parte II/IV

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III
La busca
de Pío Baroja
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V

IV

La vida en la zapatería - Los amigos de Manuel


Hizo calor en aquellos meses de septiembre y octubre; en el almacén de zapatos no se podía respirar.

Todas las mañanas, Manuel y Vidal, mientras iban a la zapatería, hablaban de mil cosas, se comunicaban sus impresiones; el dinero, las mujeres, los planes para el porvenir, eran los motivos constantes de sus charlas. A los dos les parecía un gran sacrificio, algo como una eventualidad desgraciada de su mala suerte, pasar días y días metidos en un rincón arrancando suelas usadas.

Las tardes lánguidas convidaban al sueño. Sobre todo, después de comer. Manuel sentía sopor y abatimiento profundo. Desde la puerta del almacén se veían los campos de San Isidro inundados de luz; en el Campillo de Gil Imón las ropas puestas a secar centelleaban al sol.

Oíanse cacareos de gallos, gritos lejanos de vendedores, silbidos, apagados por la distancia, de locomotoras. El aire vibraba seco, abrasado. Algunas vecinas salían a peinarse a la calle, y los colchoneros vareaban la lana, a la sombra, en el Campillo, mientras las gallinas correteaban y escarbaban en el suelo.

Después, al caer de la tarde, el aire y la tierra quedaban grises, polvorientos; a lo lejos, cortando el horizonte, ondulaba la línea del campo árido, línea ingenua, formada por la enarcadura suave de las lomas; línea como la de los paisajes dibujados por los chicos, con sus casas aisladas y sus chimeneas humeantes. Sólo algunas arboledas verdes manchaban a trechos la llanura amarilla, tostada por el sol y bajo el cielo pálido, blanquecino, turbio por los vapores del calor; ni un grito, ni un leve ruido hendía el aire.

Transparentábase, al anochecer, la niebla, y el horizonte se alargaba hasta verse muy a lo lejos vagas siluetas de montañas no entrevistas de día, sobre el fondo rojo del crepúsculo.

Cuando en la zapatería dejaban el trabajo, solía ser ya de noche.

Bajaban el señor, Ignacio, Leandro, Manuel y Vidal a la ronda y volvían a casa.

Las luces de gas brillaban a largos trechos en el aire polvoriento; filas de carros pasaban con lentitud, y a lo largo de las rondas marchaban en cuadrillas los obreros de los talleres próximos.

Y constantemente, al ir y al venir, la conversación de Manuel y Vidal versaba sobre lo mismo: las mujeres, el dinero.

No tenía ninguno de los dos una idea romántica, ni mucho menos, de las mujeres. Para Manuel, una mujer es un animal magnífico, con la carne dura y el pecho turgente; Vidal no sentía este entusiasmo sexual; experimentaba por todas las mujeres un sentimiento confuso de desprecio, de curiosidad y preocupación.

En cuestión de dinero, los dos estaban conformes en que era lo más selecto y admirable; hablaba, sobre todo Vidal, del dinero con entusiasmo feroz; pensar que pudiese haber algo, bueno o malo, que no se consiguiera con jierro, era para él el colmo de los absurdos. Manuel deseaba el dinero para correr el mundo y ver pueblos, y más pueblos, y andar en barco. Vidal soñaba con llevar la buena vida en Madrid.

A los dos o tres meses de estancia en el Corralón, Manuel se hallaba tan acostumbrado a su trabajo y a su vida, que no comprendía que pudiese hacer otra cosa. No le daban aquellas barriadas miserables la impresión de tristeza sombría y adusta que produce el que no está acostumbrado a vivir en ellas; al revés, se le antojaban llenas de atractivos. Conocía a casi toda la gente del barrio. Vidal y él se escapaban de casa con cualquier pretexto, y los domingos se reunían con el Bizco en casa del Cabrero, y marchaban por los alrededores: a las injurias, a las Cambroneras, a las ventas de Alcorcón, al Campamento y a los ventorros del camino de Andalucía, en donde se juntaban con merodeadores y randas, y jugaban con ellos al cané o a la rayuela.

A Manuel no le gustaba la compañía del Bizco; éste no quería reunirse más que con ladrones. A Manuel y a Vidal constantemente los llevaba a sitios donde pululaban bandidos y tipos de mala traza, pero Manuel no se decidía a oponerse a lo que pensaba Vidal.

El lazo de unión entre Manuel y el Bizco era Vidal. El Bizco odiaba a Manuel y éste sentía odio y repugnancia por el Bizco y no le ocultaba su repulsión. Era un bruto, una alimaña digna de exterminio. Lujurioso como un mono, había forzado a algunas chiquillas de la casa del Cabrero a puñetazos; solía robar a su padre, miserable tejedor de caña, dinero para ir a algún bajo prostíbulo de las Peñuelas o de la calle de la Chopa, en donde encontraba mujeronas pintarrajeadas, con la colilla en los labios, que a él le parecían princesas. Su cráneo estrecho, su mandíbula fuerte, su morro, la mirada torva, le daban aspecto de brutalidad y animalidad repelentes. Hombre primitivo, afilaba su puñal, comprado en el Rastro, y lo guardaba como una cosa sagrada. Si cogía a algún gato o perro por su cuenta, lo mataba a pinchazos, gozando en martirizar al animal. Hablaba torpemente, rellenando sus frases con barbaridades y blasfemias.

No se sabe quién indujo al Bizco a tatuarse los brazos, o si la idea se le ocurrió a él; probablemente el tatuaje, visto en alguno de los bandidos con quien se juntaba, le induciría a él a hacer lo mismo. Vidal le imitó, y los dos se dedicaron en una época a tatuarse con entusiasmo. Se pinchaban con un alfiler hasta hacerse un poco de sangre y después mojaban las heridas con tinta.

El Bizco se pintó cruces, estrellas y nombres en el pecho; Vidal, a quien no le gustaba pincharse, puso su nombre en un brazo y el de su novia en el otro; Manuel no quiso marcarse, primeramente, porque le daba miedo la sangre, y además porque la idea se le había ocurrido al Bizco. Sentían los dos, uno para otro, hostilidad sorda.

Manuel, siempre en acecho, se encontraba dispuesto a hacerle frente; el Bizco, sin duda, notaba el desprecio y el odio en los ojos de Manuel, y esto le confundía.

Para Manuel, la superioridad de un hombre estaba en el talento y, sobre todo, en la maña; para el Bizco, el valor y la fuerza constituían las únicas cualidades envidiables: el mérito mayor para él era ser muy bruto, como decía con entusiasmo.

Por esta condición de habilidad y de maña, que Manuel en tanta estima tenía, admiraba a los Rebolledos, padre e hijo, los cuales habitaban también en el Corralón. Rebolledo padre, contrahecho de cuerpo, enano y jorobado, barbero de oficio, salía afeitar al sol en la ronda, cerca del Rastro. Tenía el tal enano una cara muy inteligente, ojos profundos; gastaba bigote y patillas, y melena azulada y grasienta. Vestía de luto; en verano y en invierno llevaba gabán, y no se sabe por qué misterios de la química, el gabán negro verdeaba ostensiblemente, mientras que el pantalón, también negro, tiraba a rojo.

Por las mañanas, Rebolledo salía del Corralón cargado con un banco y una palomilla de madera, de la que colgaba una bacía de azófar y un rótulo. Al llegar a un punto de la tapia de las Américas, sujetaba la palomilla y a su lado el rótulo, un anuncio humorístico, cuya gracia, probablemente, sólo él comprendía, y que cantaba así:

BARBERÍA MODERNISTA
Barbería Antisética.
Pasar cabayeros, Reboyedo afeita
y
da dinero.

Los Rebolledos, padre e hijo, eran muy habilidosos; hacían juguetes de alambre y de cartón, que vendían luego a los vendedores de las calles; tenían su casa, un cuartucho del primer patio, convertido en taller, y allí un tornillo de presión, un banco de carpintero y una serie de baratijas rotas, sin aplicación, al parecer, posible.

Con esta frase indicaban en el Corralón el agudo ingenio de Rebolledo:

-Ese enano -decían- tiene en la cabeza un arca de Noé.

Rebolledo padre había construido para su uso particular una dentadura postiza. Cogió un servilletero de hueso, lo cortó en dos partes desiguales, y con la mayor de éstas, limando por un lado y por otro, logró adaptársela a la boca. Luego, con una sierrecilla hizo los dientes, y para imitar la encía recubrió una parte del antiguo servilletero de lacre. Rebolledo se quitaba y se ponía la dentadura con una maravillosa facilidad y comía con ella perfectamente, siempre que tuviera qué, como decía él.

El hijo del enano, Perico de nombre, prometía ser más avispado aún que el padre. Entre las hambres que pasaba y las tercianas pertinaces, estaba flaco y de color de limón. No era contrahecho como el padre, sino esbelto, delgado, con los ojos brillantes y los movimientos vivos y desordenados. Parecía, como suele decirse, un ratón debajo de una escudilla.

Una de las pruebas de su ingenio era un apagavelas mecánico que había construido con una caja de betún para limpiar las botas.

Sentía Perico gran entusiasmo por las paredes blancas, y allí donde encontraba alguna dibujaba con carbón procesiones de hombre, mujeres, caballos y perros, casas echando humo, soldados, barcos en el mar, la lucha de los hombres flacos con los hombres gordos, y otros pasos igualmente divertidos.

La obra maestra de Perico en dibujo era el tríptico de don Tancredo, pintado al carbón en la callejuela de entrada de la Corrala. La obra produjo la admiración y el asombro de todos los habitantes de la casa.

La primera parte del tríptico representaba al valiente sugestionador de toros marchando a la plaza a caballo, en medio de un gran golpe de jinetes; la leyenda decía: «Don Tancredo ba a los toros». En la segunda parte del tríptico, el rey del valor estaba con su sombrero de tres picos, cruzado de brazos frente a la fiera; la leyenda cantaba: «Don Tancredo en su pedestal». Debajo del tercer dibujo se leía: «El toro uye»; y la representación de esta última escena era admirable; se veía escapar al toro como alma que lleva el diablo, por entre los toreros, a los cuales se les veía la nariz de perfil y al mismo tiempo la boca y los dos ojos de frente.

A pesar de sus triunfos, Perico Rebolledo no se envanecía ni se consideraba superior a los hombres de su época; su mayor placer era sentarse al lado de su padre en el patio de la Corrala, entre máquinas de reloj viejas, manojos de llaves y otra porción de cosas negras y descabaladas, y pensar y cavilar las aplicaciones del cristal de unas gafas, por ejemplo, o de un braguero, o del cuerpo de bomba de una lavativa, o de cualquier otro trasto roto o descompuesto.

Padre e hijo pasaban la vida soñando maquinarias; para ellos no había nada inservible: la llave que no abre puerta alguna; la cafetera de viejo sistema, estrafalaria como un instrumento de física; el quinqué de aceite con máquina, todo se guardaba, se descomponía y se utilizaba.

Rebolledo, padre e hijo, gastaban más ingenio para vivir miserablemente que el que emplean un par de docenas de autores cómicos, de periodistas y de ministros para vivir con esplendidez.

Amigos de Perico Rebolledo eran los Aristas, que luego intimaron con Manuel.

Los Aristas, dos hermanos, hijos de una planchadora, estaban de aprendices en una fundición de metales de la Ronda. El más pequeño de los dos se pasaba la vida en una continua cabriola, dando saltos mortales, encaramándose por los árboles, andando con los pies para arriba y haciendo flexiones en todos los montantes de las puertas.

El hermano mayor, muchacho zanquilargo y tartamudo, a quien llamaban en broma el Aristón, era el chico más fúnebre del planeta; tenía una necromanía aguda; todo lo relacionado con ataúdes, muertos, capillas ardientes y cirios le entusiasmaba. Hubiera querido ser enterrador, cura de un sacramental, guarda de un cementerio; pero su sueño, lo que más le encantaba, era una funeraria; pensaba, como en un bello ideal, en las conversaciones que debía de tener el amo de una tienda de pompas fúnebres con el padre o con la viuda inconsolable, al ofrecerle coronas de siemprevivas, al ir a tomar las medidas a un muerto, al pasearse entre los ataúdes. Hacer cajas mortuorias de hombres, mujeres y chicos, y acompañarles luego al cementerio. Para el Aristón, las cosas relacionadas con la muerte eran las más importantes de la vida.

Por estos contrastes del destino, que casi siempre pone las etiquetas cambiadas a las cosas y a los hombres, el Aristón estaba de comparsa en un teatro del género chico, por consideración a su padre, que fue tramoyista, y el tal oficio le disgustaba, porque en el teatro adonde iba no se moría nadie en la escena, ni salía gente de luto, ni se lloraba. Y mientras el Aristón no pensaba más que en cosas fúnebres, el otro hermano soñaba con circos y trapecios y volatineros, y esperaba que alguna vez la suerte le proporcionaría el medio de cultivar sus facultades de gimnasta.