La campaña del Maestrazgo/XXIV

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XXIV

Cuantos vieron y oyeron al infortunado caballero aragonés, quedaron maravillados de su sinceridad y presencia de ánimo. Del grupo de oficiales y soldados que en la puerta se arremolinaban, se destacó uno, al parecer teniente, que adelantándose hacia el prócer y besándole la mano, le dijo: «Señor, cuando esté usted en el Cielo, acuérdese de un servidor, Nicasio Pulpis, que tiene sobre su conciencia los mismos pecados de usted y no sus virtudes.

-Bien, hijo -replicó D. Beltrán abrazándole-. Que mis desgracias y fin desastroso te sirvan de espejo para que en él te mires y procures enmendarte».

Putxet, en tanto, inconsolable, expresaba su consternación en estos y parecidos términos: «Una y otra vez he dicho al señor Llangostera que hoy no es día hábil para ejecuciones. Figúrese usted: domingo, y por añadidura Pascua de Pentecostés... ¡Cuando la Iglesia conmemora nada menos que el grandiosísimo misterio de la venida del Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego sobre las cabezas de los Apóstoles, para infundirles la divina ciencia!... ¡cuando tal festividad augusta y solemne celebramos, tener que consumar un cruento sacrificio, por más que las leyes de guerra, ¡malditas leyes! lo autoricen y sancionen...! No, no puede ser: protesto... y he de insistir, pidiendo que se deje para mañana. Me parece que corriendo a mi cargo la dirección espiritual del regimiento, tengo derecho a que se me oiga... No estamos aquí los capellanes sólo para confesar de prisa y corriendo... Vea usted, por no hacerme caso, hoy no puedo celebrar: no tenemos formas... Es inconcebible este descuido... ¡Pues cartuchos no faltarán! Todo lo de guerra está corriente, eso sí... y lo espiritual, nada... Así anda ello.

-No se sulfure, amigo Putxet -le dijo D. Beltrán, que se había sentado y quería meditar-. Y no se apure por el aplazamiento de mi... sacrificio. ¿Qué más da un día que otro? Si el día es solemne, no importa. Bien sabe Dios que andan ustedes algo atropellados, y no pueden acomodar sus acciones al almanaque. En la guerra, ya se sabe, todo es permitido. Como si se presentara hoy buena coyuntura para una batalla... ¿iban ustedes a dejar de aprovecharla por ser Pentecostés? No; y en Pentecostés matarían unos y otros gran número de cristianos. Si admitimos como lógico y razonable el dar a nuestro Padre Celestial el nombre de Dios de las Batallas, que usan los capellanes en sus sermones y los generales en sus proclamas a la tropa; si Dios es, como dicen ustedes, capitán general o generalísimo, ya pueden contar con su indulgencia por aplicar leyes de guerra en días de solemnidad litúrgica... Por mí, no deseo el aplazamiento, pues aunque me encuentro tranquilo y resignado, no respondo de que en esas veinticuatro horas se me conserve la resignación y tranquilidad. Somos hombres, y el morir violentamente, en acto preparado y ceremonioso, agobia... sí señor... Mátenme de una vez, y no pongan a prueba mi fortaleza».

No se dio por convencido el terco capellán, y perseverando en su idea, dijo al infeliz prócer: «Quiero dar un nuevo ataque al jefe. En seguida vuelvo; de paso mandaré que le sirvan a usted un par de huevos fritos... He visto que hay tomate... y si usted quiere...

-Bien, hijo, bien; lo mismo da... Gracias por todo... Haga usted lo que quiera. Yo no tengo voluntad... Quiero convencerme de que ya no vivo».

En el rato que estuvo solo, el pobre condenado cayó en reflexiones tristísimas, buscando el por qué de su tragedia; que en tales trances y en otros menos lastimosos propendemos a escudriñar los orígenes o el móvil inicial de todo suceso que nos afecta. «Ello es de toda evidencia -pensaba-, que Dios me envía mi muerte en forma tan terrible para castigarme de mi enormísimo pecado de estos días. He prestado a Nelet ayuda insidiosa para la seducción de la monja Marcela; y aunque desde el primer momento le señalé forma y fines de matrimonio, cosa es muy grave, y si se quiere sacrílega, el inducir a una esposa de Cristo al rompimiento de sus votos. Y lo peor es que con malicia instruí al enamorado y le aconsejé, dándole por norma las inicuas reglas que yo he ido sacando de la experiencia de mi vida libertina... ¡Ah, bien merecido me está lo que ahora me pasa! ¡En ello veo tu mano, Dios de justicia!... Hice muy mal en tomar a mi cuidado las desazones del pobre Nelet. ¿Quién me mete a mí a zurcidor de voluntades guerrilleras y monjiles? ¿Qué voy yo ganando con que una tarasca y un endemoniado se casen o dejen de casarse? ¡Ah, en el fondo obscuro de mis intenciones veo la maldita codicia y el afán de allegar recursos! No fue otra la causa de mi metimiento en tan feo negocio. Y que la monja andariega, por las reglas infames que di a Nelet, se ha trastornado y siente el veneno de amor en su sangre, no puede ponerse en duda. Por culpa mía y de mi sabiduría pérfida, romperá sus votos y ofenderá a Dios... Me ha movido el villano interés, la idea de que, casándose, me habían de entregar lo que para mí designó Juan Luco... Mal pensé, mal hice, y Dios, en pago de mi perversidad, permite que estos bribones me den cuatro tiros... ¡Ay de mí!».

Interrumpiole Putxet con la noticia de que, oídas las razones canónicas expuestas por el capellán, que amenazó con poner el caso en conocimiento del Vicario General, había decretado Llangostera aplazar el acto hasta el día próximo de madrugada. No supo Urdaneta si la resolución del jefe le causaba tristeza o alegría. Si fue esto último, era una alegría triste. Almorzó con mediano apetito, departiendo con el capellán y el teniente Pulpis, que le custodiaba en la capilla. Por la tarde, su tristeza se exacerbó en grado sumo, y la compañía de aquellos señores le causaba enojos. Y pues no le dejaban solo, echose en un camastro como intentando dormir; mas lo que hacía era sumergirse en la contemplación de lo pasado, y en traer al pensamiento su familia, su casa de Cintruénigo... «¡Ah! si Rodrigo y Juana Teresa me vieran en esta horrenda situación, qué amargo llanto derramarían... Sí, sí: porque me quieren, aunque riñamos y nos enemistemos por tonterías que, vistas desde aquí, son de una insignificancia que mueve a risa y desprecio. ¡Dios mío, qué lección me das al fin de mi vida! Paréceme que estoy ya en la eternidad, donde presumo que hemos de ver todas las cosas del mundo en su natural pequeñez. Me quieren, sí, me quieren, y yo también quiero a mi nieto y a la madre de mi nieto, que es la esposa de mi hijo... Las contrariedades, que en mi necedad estimé graves ofensas, ahora las perdono de todo corazón. Y cuando ellos sepan ¡ay de mí! cómo ha concluido D. Beltrán el Grande, también me perdonarán los agravios que les hice, mis malas palabras, mis actos rencorosos. ¡Pues poco que se condolerán de mi suerte! Rezarán por mí, pedirán a Dios que me acoja en su seno, y harán sufragios por mi alma. Ya estoy viendo a todo el clero de Cintruénigo atareado por largo espacio de días en misas, funerales y responsos... Confío sobre todo en la eficacia de mi arrepentimiento. Pésame, Señor, de todo corazón el haberte ultrajado sistemáticamente, empleando tan mal la vida larguísima que me has dado. Pésame también el rencor que sentí hacia los míos, y el regocijo que tuve al ver descompuesta la proyectada boda de mi nieto con la mayorazga de Castro-Amézaga. Pésanme mis bravatas, mi orgullo, mi disipación, mi ansia de coger dinero para presumir y disimular mi ruina... Pésame todo el daño que hice, y esta última travesura de querer arrancar a Marcela de la vida religiosa para satisfacer el liviano amor de Nelet...». Consagró también tristes pensamientos a su hija y yerno de Villarcayo, perdonándoles sus últimos desaires; besó mentalmente a sus nietos, y de todos se despidió con efusión de lágrimas y suspiros. Sus amigos fueron pasando después por su mente, uno tras otro, en melancólica y pausada procesión, siendo de los últimos Fernando Calpena, por quien sentía paternal cariño. Condolíase de que en Bilbao le hubieran birlado la novia. Si pudiera en aquel instante, ya no se atrevería, no, a inducirle a solicitar bodas con Demetria... No, no: guarda, Pablo. Demetria debería ser para el Marqués de Sariñán. Que Doña María Tirgo y Juana Teresa rehicieran los descompuestos planes. Buscara Calpena otra mayorazga, que buenos partidos no habían de faltarle... Hasta del pobre Mero se acordó y de Saloma, deseándoles vida, salud, felicidades y rápidos ascensos... ¿Y qué sería de Tomé?... ¿Y del caballo ganado a Calpena, qué se habría hecho? En Alcañiz habían quedado también su breve equipaje y el reloj, magnífica repetición que no llevó consigo al salir en busca de Marcela, porque roto el espiral a poco de partir de Cintruénigo, para nada le servía. Guardado con unos pocos duros y pesetas quedó en una bolsa de vejiga que antes usara para el tabaco...

La primera parte de la noche la pasó inquietísimo, hablando sin fatigarse horas enteras, y ya refería sucesos de su vida, ya dictaba disposiciones para que Putxet recogiera en Alcañiz su equipaje y caballo, remitiéndolo todo, con la noticia y relato de su muerte, a la villa de Cintruénigo. Hizo intención de escribir a su nieto y a su hija; mas sintiendo muy desvanecida la cabeza y el pulso tembloroso, no trazó más que unas seis líneas con la declaración de su inocencia y de su trágico fin. Moría como caballero cristiano, dolorido del mal que había hecho, y a todos perdonaba, sin excluir a los que inicuamente le quitaban la vida. Esmerose en la firma, trazándola con todo el vigor y claridad que le fue posible. Después dijo: «Quisiera que ahora mismo acabáramos. Las horas que faltan pesan sobre mí como siglos futuros que se convirtieran en presentes». Repetida y ampliada la confesión con piadoso recogimiento, incitole Putxet a dormir. Negose a ello D. Beltrán, y estuvieron departiendo hasta la madrugada. Viendo cercana la hora, llamó el reo a los oficiales del piquete para despedirse de ellos. Formando rueda en torno a la mesa, oyeron esta manifestación tan sencilla como substanciosa:

«Amigos, les agradezco la simpatía y delicadeza que en esta ocasión me han manifestado. Son ustedes caballeros; yo también lo soy. Como tal quiero morir; como tales se conducirán ustedes en el trance final, acabando mi vida con rapidez y sin martirizarme inútilmente. Yo les perdono de todo corazón. Y si me es permitido, por el fuero de ancianidad, dirigirles algunos consejos, allá voy; y esto que ahora les diga, sea para ustedes de autoridad, como expresión postrera del pensamiento de un moribundo. Condenado sin culpa, no diré palabra injuriosa ni vengativa contra el bando político que me arranca la vida, ni contra vuestro ejército... Todas estas cosas quedan para mí en un término lejano. Sin vituperar esta causa ni la otra, sin enaltecer a ninguna de las dos, os digo que no derraméis más sangre de españoles. Guardad esta sangre para mejores y más altas empresas. No defendáis con tesón tan extraordinario derechos de príncipes o princesas, pues voy entendiendo yo que tanto valen unos como otros, y que cuando la cuestión se dilucide y haya un vencedor definitivo, habréis desgarrado a vuestra patria, que es la legítima poseedora de todos los derechos. Mientras ponéis en claro, a tiros, cuál es el verídico dueño de la corona, negáis a la nación su derecho a la vida, porque le estáis matando todos sus hijos, y le destruís sus ciudades y le arrasáis sus campos. Será muy triste que cuando de vuestras querellas salgan triunfantes un trono y un altar, no tengáis suelo firme en que ponerlos. ¿Para qué queréis altar y trono, si luego han de cojear como esos muebles a que falta una pata? Allanad y afirmad el suelo ante todo, y esto lo haréis con las artes de la paz, no con guerras y trapisondas. Haced un país donde haya todo lo contrario de lo que unos y otros, a quienes no sé si llamar guerreros o bandidos, representáis; haced un país donde sea verdad la justicia, donde sea efectiva la propiedad, eficaz el mérito, fecundo el trabajo, y dejaos de quitar y poner tronos... Lo que va a resultar es que, cualquiera que sea el resultado, estáis fabricando una nación de bandolerismo, que en mucho tiempo, gane quien ganare, ha de seguir siendo bandolera, es decir, que tendrá por leyes la violencia, la injusticia, el favor, la holgazanería, el pillaje y la desvergüenza. En un pueblo a que dais tal educación, cualquier trono que pongáis será un trono figurado, de cuatro tablas frágiles y cuatro mal pintados lienzos.

»Quizás vosotros, llenos de vida y de ilusiones, no veáis esto como lo veo yo, viejo y moribundo. Creéis que toda la vida vais a estar guerreando, con miras de gloria y ascensos; creéis que España ha de ser patrimonio y casa de guerreros, los cuales en la paz tendrían que ser empleados. ¿Empleados de qué? ¿Guerreros para qué? Sois muchos a comer rancho; sois muchos a vivir de distinciones, de cintajos y signos categóricos. Y yo os pregunto: ¿quién trabaja? ¿De dónde sale el rancho, el sueldo, la ropita con galones? Esto es absurdo: estáis matando el país y haciendo de él un magnífico cementerio poblado por maniquís, que ostentarán su presunción paseándose entre las sepulturas... Y ahora, puesto que me oís con tanta atención, me permitiré daros consejos de otro orden. No es tan gran autoridad el virtuoso que nunca ha pecado como el pecador que reconoce, aunque tarde, sus yerros. Y puesto que conocéis mi vida, os incito a no imitarme en la parte corrompida de ella. No seáis pródigos; adoptad con discreta medida las prácticas de los miserables, llevando cuenta y razón de lo que tenéis y consumís, para que nunca os salga la necesidad más larga que su remedio, ni la sábana más corta que la pierna. Entre la sordidez y la excesiva largueza, preferid lo primero, que os hará antipáticos, pero no infelices. La generosidad practicada sin medida puede ser viciosa, porque muchas veces la dicta la presunción antes que el verdadero espíritu de caridad... Y tocando, por fin, el punto más sensible, no me atrevo a deciros que no seáis enamorados, porque esto sería contravenir una gran ley de Naturaleza; pero sí os recomiendo que lo seáis sin apartaros de las leyes eternas, y que evitéis toda empresa de amor en que veáis probable daño de tercero. Esto es muy malo, hijos míos, y os lo asegura quien, por seguir la regla contraria, ha tocado en la experiencia sus perniciosos efectos. En todo caso, sed respetuosos y veraces con las mujeres. Es más conforme a Naturaleza dejarles a ellas el uso del engaño, arma con que compensan su debilidad, y tomar el hombre para sí el uso continuo de la lealtad, que es la fuerza; y los riesgos que de esto se ocasionen, cada cual los sortee como pueda, buscando siempre el bien. Que las alabéis y las obsequiéis con flores del ingenio, no es cosa mala, pues muchas con esto sólo quedan satisfechas, y vosotros nada perdéis en ello. Los que sean casados, harán bien en guardar la fidelidad matrimonial, aunque les haya tocado un culebrón... Por eso, conviene mirarlo despacio, y enterarse antes de contraer esos vínculos que duran toda la vida. Sostened siempre la paz dentro de la familia que os resulte del nacimiento y de las uniones, y si hay en ella caracteres ásperos, procurad haceros a sus asperezas para que los demás contemporicen con las vuestras, que de seguro las tendréis. Espinas sufrimos, espinas tenemos, y el que crea que no las tiene y se duela de que le pinchen, es tonto de remate. Y ya no me queda que deciros sino que seáis trabajadores, que os procuréis un modo de vivir independiente del Estado, ya en la labranza de tanta tierra inculta, ya en cualquiera ocupación de artes liberales, oficios o comercio, pues si así no lo hacéis y os dedicáis todos a figurar, no formaréis una nación, sino una plaga, y acabaréis por tener que devoraros los unos a los otros en guerras y revoluciones sin fin... Sed cultos, bien educados, y emplead las buenas formas así en el lenguaje como en las acciones, que la grosería es causante de terribles males privados y públicos. La rudeza y los procederes ordinarios han sido aquí, bien lo veis, semilla de discordias entre los pueblos, y por esa falta de formas se hacen interminables las guerras, pues la grosería engendra el odio, y el odio nos lleva al salvajismo y a la barbarie... Y basta ya: no lloréis por mí, ni tengáis demasiada lástima de mi muerte, pues soy muy viejo y no sirvo ya para nada. A nadie soy útil, a nadie hago falta; mis días son de absoluta esterilidad; ya he vivido bastante, y al quitarme de en medio, casi casi no cometéis crueldad, pues no hacéis más que arrancar un tronco añoso y seco, que estorba el nacimiento de nuevos árboles... A todos ruego que me perdonen, y yo en los presentes perdono a cuantas personas de este y el otro bando hayan podido causarme algún agravio... Entereza no me falta, ya lo veis: confío en la Misericordia divina, a quien entrego mi alma, abominando de mis culpas sin pedir un galardón que no merezco, y deseando sólo la indulgencia que Dios no niega al último pecador. Les ruego, además, que entierren mi cuerpo en lugar decoroso, designando mi sepultura con una cruz y alguna inscripción, pues mi familia pretenderá seguramente transportar estos tristes despojos al panteón de Cintruénigo... Por mí, los dejaría en cualquier parte; pero los Idiáquez no lo consentirán... Ea: ya he concluido, y perdonen que haya sido hablador prolijo en este trance. Acabemos pronto, y cumplan ustedes su deber, que es matarme, como yo cumplo el mío muriendo en paz con Dios y con los hombres».