La campaña del Maestrazgo/XXV

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XXV

Uno tras otro le fueron abrazando, admirados no sólo de su entereza, sino de su talento y gracia. Algunos minutos habían pasado ya de la hora designada para el suplicio, y D. Beltrán, impaciente, dijo con buena sombra: «¿Pero qué hacemos, señores? Estamos perdiendo un tiempo precioso...».

El sol entraba por la ventana anunciando un esplendente día primaveral. Suspiró Urdaneta próximo a la ventana, y dirigiendo miradas de tristeza hacia el campo verde y risueño, vio en primer término unas cabras; junto a ellas, un burro viejo, amarrado por las patas. «¡Pobre animal!... le harían ustedes un gran favor sacrificándole conmigo... Pero él no querrá, naturalmente. Aunque viejo y con los dientes gastados, aún le gusta la hierba... ¡glorioso!... ¿Con que vamos... o qué?».

Entró Pulpis a decir que el jefe había mandado un recado urgente... ¡Que aguardaran...! Sin duda querría despedirse del señor D. Beltrán...

«Pues, hombre -dijo este, suspenso y ansioso-, que venga de una vez... ¿Viene ya?».

Dos minutos de cruel expectación transcurrieron hasta la entrada de Llangostera en la estancia. Su rostro de clérigo afligido, si algo expresaba, era la premura y el diligente afán del puntual servicio. «Siéntese, señor -dijo al reo, sin más saludo-. No tenemos prisa. ¿Qué tal le han dado de comer?

-¡Comer yo! ¿Para qué?... No como nunca tan temprano.

-Que le traigan algo... Hay cordero asado, que quedó de anoche.

-Gracias; no tomo nada entre horas.

-Pues ocurre... Nada, que tenemos otro aplazamiento. Perdone usted: bien sé que es molestísimo...

-Sí, señor: eso digo... De modo que... un día más -murmuró D. Beltrán mirando al campo y al sol.

-¿Un día?... ¡Qué sé yo cuántos días serán!... Este Ramón ni descansa, ni deja descansar a nadie. Hace una hora que ha llegado de Gandesa la partida del Arcipreste. Recibo por ella este parte (mostrándolo) en que se me dice, entre varias cosas que no son del caso, que...

-Que me atormenten un poco más.

-No, señor: que antes de fusilarle... naturalmente... Vamos, que no le fusilemos, y que hoy mismo se te mande a Gandesa. Quiere interrogarle sobre cosas que sólo usted puede saber.

-¡Yo!... ¡Cosas!... ¿Estoy soñando?

-Presumo lo que será... No es que él me lo haya dicho. Pero el que más y el que menos, todos aquí sabemos por dónde va el agua... No se devane el caletre. A Gandesa hoy mismo, dentro de dos horas, con dos compañías del 3.º y los pocos caballos que aquí tengo. Lo que Ramón le preguntará es cosa de política... de lo que pasa por allá...

-¿En la corte celestial?

-O en otras de más abajo... En fin, allá ustedes.

-Pues, señor -dijo D. Beltrán levantándose como un niño entumecido que quiere correr-, vamos a Gandesa, y hablemos de cortes y cortijos o de lo que quiera D. Ramón. Yo no sé una palabra... o tal vez lo sepa sin saberlo, sin enterarme de que lo sé... Sí, sí... algo podré decirle de grandísimo interés... Sr. de Llangostera, si esto es una forma de indulto, Dios se lo pague, que alguna parte habrá usted tenido en ello.

-Yo no; si no viene esta orden, ya estaría usted gozando de Dios. Con que... sea enhorabuena.

-Gracias... Viva usted mil años, Sr. Casa de Val, alias Llangostera... Y acordándome ahora de su gallardo ofrecimiento, que me traigan el cordero asado. Se me despierta un apetito horroroso.

-Pues que aproveche... No descuidarse: a las ocho, en marcha».

Apenas traspasó la puerta el cabecilla, arrancose Putxet a dar a su amigo un abrazo tan fuerte, que a poco más le ahoga. «A mí, a mí me debe usted su salvación, nobilísimo señor, pues sin la tremenda batalla que ayer di, por ser Pentecostés, la orden de Don Ramón le habría alcanzado a usted en la sepultura... Y lo hice, puede creérmelo, más que por ser Pentecostés, ¡pacho!, porque me dio la corazonada de que ganando un día, salvábamos al hombre. Acerté... Ya sabía yo que anda Cabrera muy caviloso estos días con chismes que le han traído del Cuartel Real...

-¡Pero si yo estoy tan enterado de las cosas del Cuartel Real como de lo que pasa en la luna!

-Quia... eso no puede ser... Por algo se fija D. Ramón en usted, y espera que le aclare lo que ignora...

-Juro que...

-Y en todo caso, si usted no lo sabe, invéntelo, ¡pacho!... Para mí, ya está usted indultado, y puede que muy pronto libre...

-Sea lo que Dios quiera, amigo Putxet. He visto la muerte tan de cerca, que no podré desechar la idea de que vivo de milagro. Cúmplase la voluntad de Dios. Pronto estoy a todo, a vivir y a morir».

A la hora designada salió de Rossell el gran aristócrata con las tropas que marchaban a Gandesa, y todo le fue lisonjero aquel día: se le facilitó un buen caballo, y para colmo de felicidad iban con él Putxet, capellán del 3.º, y el teniente Pulpis, que en el corto tiempo de conocimiento mostraba hacia el aragonés gran simpatía y cordialidad. Por montes y laderas departían los tres de diversas cosas humanas y divinas, hallándose D. Beltrán tan inspirado aquel día y con su inteligencia tan despierta, que los otros no se hartaban de oírle. Refirió sucesos interesantísimos de su vida y de la vida general, o sea Historia, con sin igual donaire y expresión justa, ingeniosa, contestando sin fatiga a cuanto le preguntaban. Y entre párrafo y párrafo introducía, a guisa de estribillo, ponderaciones de los espectáculos de la Naturaleza que contemplaba. Todo le parecía bello, aun lo que no lo era. «¿Y no saben ustedes una cosa, amigos míos? Pues estoy asombrado de ver... que veo mejor que antes... No sé a qué atribuirlo. Pero no hay duda: se me aclara considerable mente la vista. No sé si será porque... ¡pacho! como estuve casi dentro del reino de la muerte, mis ojos se preparaban para ver lo que aquí tenemos por invisible, y se afinaron... aprendieron algo nuevo en el arte de la visión... no sé...».

Todo el día y parte de la noche emplearon en el paso de los puertos de Beceite, pernoctando en la bajada de Monte Caro. Al amanecer se les agregaron varias partidas, y avanzando cautelosos con buenos guías y precavidos de espionaje, evitaron el encuentro con las fuerzas cristinas que operaban en aquella zona. Al caer de la tarde supieron que D. Ramón, atacado por Nogueras ante los muros de Gandesa, había tenido que levantar el sitio de esta plaza retirándose a Bot. A este punto se dirigieron a marchas forzadas, y a media noche encontraron a sus compañeros, acampados al raso, en árida y polvorosa colina junto al río Seco. La temperatura era ardiente; la tierra, caldeada por el sol, apenas se refrescaba en la segunda mitad de la noche. Escaseaba el agua, y los soldados abrían pozos buscando con qué aplacar su sed. En una mala tienda hallábase Cabrera, desvelado, inquieto, en un grado de biliosa displicencia que hacía temblar a cuantos para asuntos del servicio se le acercaban. No bien se enteró de que habían llegado las fuerzas pedidas a Rossell, mandó llamar al viejo Urdaneta, sin darle punto de reposo: tal era su avidez de interrogarle. Muerto de cansancio y de sueño, llegó a la tienda el buen aragonés, y con el saludo pidió al leopardo que le permitiese echarse en el suelo, pues ya no podía tenerse en pie: antes de obtener la venia, se desplomó. Dos sillas de tijera había en la tienda: en una se sentaba el General, envuelto en su capa blanca, pues tenía frío a pesar del tiempo bochornoso; en la otra, convertida en mesa, había papeles, un tintero de cuerno y un farol. El secretario se sentaba en el suelo en postura turquesca.

«Póngase usted a su comodidad -dijo Cabrera al prócer-. Aquí no guardamos etiquetas... Yo voy a hacer lo mismo, pues el dolor de riñones no me deja estar sentado». Hizo una seña al secretario para que se largara, y se tendió frente a D. Beltrán, apoyando la cabeza en un rollo de mantas. No era hombre que se resignaba a perder el tiempo: los minutos eran para él preciosos, y aborrecía las vanas palabras. Sin preguntar al prisionero cosa alguna referente a su viaje ni a su interrumpido suplicio en Rossell, abordó el asunto, que sin duda le inquietaba hondamente.

«Con que... va usted a responderme con claridad, con precisión, y sobre todo con verdad, a lo que le pregunte, Sr. de Urdaneta. No piense usted en engañarme, porque a Ramón Ca...brera nadie le ha engañado todavía, ni guarde reserva sobre punto alguno de mi interrogación... porque se arrepentirá de ello. Lo que me oculte, yo he de saberlo después... y le pediré cuenta de su silencio; lo que me diga con falsedad, lo descubriré al oírlo, porque Dios me ha dado el don de distinguir lo falso de lo verdadero en lo que me dicen... Y si algo de lo que me manifieste es de carácter delicado, quedará entre los dos; yo sé callar como nadie... pero como nadie sé oír y aprender.

-Sepa yo pronto de qué se trata, General -replicó D. Beltrán-, que, por Dios, ni aun sospecho cuál puede ser el asunto de mi conocimiento que a usted interese.

-Ahora lo veremos. Prepárese a responder con cla... ridad, y sobre todo con exactitud. En Febrero de este año pasó usted por Fuentes de Ebro, camino hacia Caspe y Alcañiz. En el parador de Viscarrués comió usted y habló largamente con un sujeto italiano, su amigo, llamado Rapella, que iba en seguimiento de Borso, y venía del Cuartel Real del Norte».

Después de asentir con la cabeza a los primeros conceptos del leopardo, manifestole D. Beltrán con acento sincero que, en efecto, había hablado con Rapella; pero que no era amigo suyo, y en Fuentes de Ebro le vio y trató por primera vez. Por cierto que, movido de la curiosidad y sin ningún interés positivo en ello, había intentado tirarle de la lengua, para sorprender la clave de sus continuas viajatas diplomáticas entre Cortes borbónicas; mas nada pudo obtener, como no fuera la certidumbre de la cerrada discreción del siciliano.

Mostrose Cabrera incrédulo de esta declaración, y en tono agrio le dijo: «Veo que es usted de la misma escuela. No me sirven los diplomáticos, y usted tampoco quiere servirme...

-He dicho a usted, mi General, que ni una palabra pude sacarle... Pero no he dicho que ignore los líos que se trae ese señor...

-Pues si lo sabe...

-Es que usted, General, debió empezar por decirme: 'Urdaneta, ¿qué sabe usted de esto?', y no interrogarme al modo capcioso, como se hace con los espías enemigos.

-Tiene usted razón -dijo Cabrera, rindiéndose a la noble actitud del aragonés-. Perdóneme; no supe distinguir. ¡La costumbre de tratar con canallas...! Es usted un caballero, y lo que sepa acerca de este asunto, me lo dirá... como de amigo a amigo.

-A ello voy. No sirvo a ninguna causa; no vendo ningún secreto; referiré lo que sepa, para mí falto de interés, para usted quizás no...».

Minucioso y elegante narrador, maestro en el arte de dar interés al relato más sencillo, D. Beltrán expuso gallardamente lo que sabía y opinaba; que no todo fue relación de hechos, pues hubo también un disertar gracioso sobre cosas políticas hondas, de las que rara vez salen a la superficie. Habiendo trabado amistad, en su viaje desde La Guardia a Villarcayo, con un joven madrileño muy simpático que el verano anterior había visitado la Corte de Oñate en compañía de Rapella, pudo conocer el carácter de este, sin más datos que las referencias de aquel joven. Era el siciliano muy astuto, corrido en intrigas de mujeres y en diplomacia menuda de gabinetes secretos, de combinaciones políticas a hurtadillas de los ministros o cancilleres. Pintó Urdaneta la Corte de D. Carlos, repitiendo lo que le había contado su amigo, y por cierto que no escatimó las tintas burlescas en la pintura, sin que por ello se escandalizara el que le oía. Diole noticias de la amistad del siciliano con el Infante D. Sebastián, con quien al parecer no se había entendido en las negociaciones o enredos que llevaba. Lo que resultó de las conferencias del tal embajador con D. Carlos en Durango, su amigo no lo sabía, pues un accidente inesperado le separó de él el día mismo de la evacuación de Oñate a consecuencia de la toma de Arlabán. Presumía que la base del proyectado convenio para poner fin a la guerra era la reconciliación de las dos ramas borbónicas por medio de un casamiento; mas como este no había de efectuarse hasta que la Reina Isabel y el hijo de D. Carlos llegasen a edad de matrimonio, tal proyecto era un sueño; y para celebrar la paz y que se abrazaran los dos ejércitos, se buscaban otras fórmulas de transacción y avenencia.

Levantose Cabrera de un salto, nervioso y colérico, exclamando: «Yo no me abrazo con nadie... ¡Abrazos a mí!... ¡Transacción!... Juro que no... No saben quién es Cabrera... Ni por un puñado de oro, ni por grados y ventajas en la carrera, me cubro yo de vilipendio entregándome a los cristinos. Si Don Carlos cede, allá se las haya... Él en su casa y yo en la mía... ¡No quiero, no quiero!... ¡Matrimonios de príncipes!... ¿Se casa la luz con las tinieblas?... ¿Se casa la justicia con la injusticia, la razón con la sinrazón? Pues si se casan, con su pan se lo coman. Yo no me caso con nadie. Ramón Cabrera no se casa».