La estafeta romántica/XXXV

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XXXV

De D Beltrán de Urdaneta a Fernando Calpena

Madrid, Septiembre.

Feliz mortal: Díceme una linda boca, a quien ni los años ni las penas han privado de su nativa gracia, que te recreas en los estudios históricos. Yo voy a contarte sucesos recientes, presenciados por mí, y que mañana, si hoy mismo no, han de entrar en los dominios de Clío; que no es bien que yo me muera sin transmitirte conocimientos que mi vejez ya no puede utilizar. Tú, joven inteligente y lleno de vida, archivarás este como otros sucesos que te he contado, para que los perpetúes si quieres, dedicándote a la enseñanza de gentes y a la extirpación de la ignorancia, el más grande mal que hay sobre la tierra.

Ya sabes que tu amigo Rapella, el siciliano astuto que anduvo en esos fregados de concertar las dos ramas borbónicas, obrando mancomunadamente con un francés que responde por Neuillet, y con otros pájaros que revolotean en la Corte trashumante, fue quien me puso en candelero entre la caterva militar y civil de D. Carlos. A él debo los honores y atenciones que he merecido de D. Sebastián; por él he llegado sano y salvo a Madrid, y esto bastará para que yo le esté muy agradecido los pocos años que me quedan. Débole asimismo algunas ideas referentes al embrollo que traía, las cuales, con el auxilio de mi natural perspicacia, me han servido para descubrir todo este pastelón que ofrezco a tu paladar de historiador curioso.

Y antes de continuar, doy gracias a Dios por verme libre de la pejiguera de llamar Rey a D. Carlos, Reales a las tropas, y Generalísimo al señor Infante, mi amigo. La justicia oblígame a declarar que debo también gratitud al titulado Rey, por haberme permitido agregarme a la expedición desde Albarracín hasta Arganda; algunas atenciones le merecí, pocas y frías, de esas que no llegan al corazón. Tuvo mi respeto, pero nada que a cariño se pareciese, y me atrevo a decir que la mayor parte de los que le siguen se hallan en la propia situación de ánimo. El hombre no sabe ser guerrero ni político, ni posee el arte de tratar a las personas cuyo concurso anhela. Distingue a los clérigos de los seglares; pero ni a estos ni a los otros sabe distinguirlos entre sí. Entiendo que me ha mirado con benevolencia desdeñosa, no considerándome buena presa, es decir, no creyéndome útil para su partido, por causa de mi decaimiento y pobreza, que han cuidado de revelarle los aragoneses que me conocen. En la misma moneda de compasivo respeto le he pagado yo. Declaro en conciencia, sin asomos de pasión, que la única vez que he tenido el gusto de escucharle, comiendo en la casa de los Muñoces, en Tarancón, oí de sus augustos labios soberanas vulgaridades. No tenía yo ideas muy optimistas de su inteligencia; mas aquel día formé opinión cabal y definitiva de los puntos que calza esta pobre Majestad, y no vacilo en afirmar que no calentará el Trono, si en él llega a sentarse.

Trataré de poner método en mi relato, Fernandito mío, para que te enteres bien. Lo primero que te digo es que no creas que esta carta es falsificada, como la que recibiste con la firma de un Miguel de los Santos Álvarez, y luego resultó escrita por blanca mano; que no fue mal bromazo el que te dieron. Esta es mía, obra de mi feliz memoria y de mi cacumen, sin que tenga con aquella otra semejanza que el ser también escrita para distraerte y aventar tus penas, de las cuales ¡ah! me río yo después de sabido lo que sé. Fernando de mi corazón, eres el niño mimado de la fortuna, y han sido tus amas de cría y tus niñeras todas las hadas de los cuentos infantiles. Entras en el mundo con pie derecho; tú lo tendrás todo: la Naturaleza te dotó generosamente, y las diosas y ninfas de la tierra te abren sus amantes brazos... Yo te bendigo, yo te auguro un esplendoroso porvenir, porque tú... Pero dejemos esto, y vuelvo a mi asunto.

Con el pegote de mi asendereada persona, salió la Real expedición de tierra de Teruel, pasando a la de Burgos, donde se nos unió Zaratiegui. Huyendo de la persecución de Espartero, nos volvimos hacia el Este, corriéndonos hacia Cuenca. No quiero hablarte de las batallas, más bien encuentros y escaramuzas, que he presenciado. Ellas son de una monotonía desesperante. No sé si a ti te pasará lo que a mí, que jamás he podido leer ningún libro que relate exclusivamente batallas y contradanzas de campeones. Y lo que no me gusta leer, no me agrada escribirlo. Te ahorro los malos ratos que he pasado yo, contemplando de cerca la estupidez de estas guerras. Es una demencia sin ningún brillo, y un pugilato salvaje con mecánica bravura y poco o ningún arte polémico. Compadezco al que tenga que escribir esta parte de la historia patria. Me figuro que andando el tiempo, si nos civilizamos, nadie leerá las páginas que de esto se emborronen, o más bien determinaremos que se envuelva el aciago período en una espesa capa de silencio, y las generaciones echarán capa sobre capa, hasta erigir en honor de la guerra civil, de sucesión o como quiera llamársela, el grandioso monumento del olvido.

Quedamos, pues, en que le escamoteo a la señora Clío las idas y venidas de estos llamados ejércitos, que más bien son bandas; la sorpresa de aquí, la derrota de más allá, el inmolar de prisioneros, las rápidas marchas y contramarchas. Si mal dirigido anda el brazo del Pretendiente, no lo está mejor el de acá. Uno y otro brazo no dan más que palos de ciego. Francamente, en la campaña contra la Expedición Real no he reconocido el militar arranque de mi amigo Baldomero. Es hombre de rasgos, de momentos, de inspiración; pero se las arregla mal sobre el mapa. Verdad que la desorganización del Gobierno es causa de que ninguno de nuestros Generales tenga en su mano los elementos precisos para combatir con éxito. Córdova con su talento macho, Oraa con su pericia, Espartero con su bizarría, no han podido realizar más que hazañas aisladas: no vemos resultados de conjunto, y ello consiste en que no hay cabeza que administre y gobierne. Todo se vuelve aquí intrigas y discursos, miedos grandes de mujeres y ambiciones pequeñas de hombres. Falta un noble carácter de Rey, juicioso, valiente y honrado. Los liberales no tienen cabeza, y la de los facciosos es una cabeza de cartón. Te reirás de mi filosofía histórica; pero lo dicho dicho está, y pruébame tú lo contrario.

Desde la fácil victoria de Villar de los Navarros hasta que se nos unió Cabrera en Buenache de Alarcón, en mi memoria se marcan principalmente los días por los Te Deum que cantaban algunos pueblos al ver entrar al Rey, por las misas que este mandaba celebrar, por la continua matanza de prisioneros. Las fragosidades de Albarracín por la parte de Teruel y por la de Cuenca nos vieron correr de misa en misa, de ración en ración, de susto en susto. ¡Qué horribles pueblos! Me resisto a inscribir en las lápidas de la Historia los nombres de Villar del Humo, Trama Castilla, Calomarde, Salvacañete, Campillo de Alto Buey... No puedo asociar a tales nombres más que la miseria y la barbarie. La incorporación de Cabrera me fue muy grata, porque en él he visto siempre un caudillo de verdad, y en aquella ocasión hallé un amigo que me consideraba más de lo que yo merezco. Verías allí cómo todo se animó en el ejército Real, donde se codeaban los admiradores del tortosino con los envidiosos de su gloria. Con tal hombre en su mano, otro Rey habría intentado un golpe decisivo; pero aquel buen señor es incapaz de golpe alguno, como no sean los golpes de pecho. Ni sabe lo que posee, ni distingue los hombres extraordinarios por su mérito efectivo de los que lo parecen por su destreza en la lisonja. Les mide por la adhesión idolátrica que le manifiestan; ha venido haciendo el ídolo de pueblo en pueblo, fiado en que Madrid le tendría dispuesto el altarito.

En confianza te diré que tuve una conversación a solas con el leopardo, y las medias palabras que pronunció me revelaron su pensamiento, conforme con el mío, de que con este buen señor no se va a ninguna parte. Recelaba el fiero cabecilla que la aproximación a Madrid era un movimiento político antes que militar, y que corríamos a un desenlace de comedia de figurón. Preguntome si sabía yo algo de enjuagues proyectados: respondile que no, en lo cual me permití ser más diplomático que verdadero, pues así me lo exigía mi delicadeza. Lo que yo sabía, no podía decírselo a Cabrera ni a nadie, y si a ti te lo cuento ahora es porque el fracaso del laborioso arreglo me libra del compromiso de la discreción. Si aún conviene guardar el secreto en las conversaciones frívolas, no pequemos de remilgados frente a la Historia, y la Historia eres tú, el hombre del porvenir, ante quien este viejo del pasado vacía el saco de sus conocimientos.

Los personajes de mi comedia son la Reina Doña María Cristina; su hermano el Rey de las Dos Sicilias; la Infanta Doña Luisa Carlota; Luis Felipe, Rey de los Franceses; Don Carlos V, pretendiente al Trono de España; y por bajo de estas cabezas más o menos coronadas, y no muy provistas de seso, figuran embajadores y mensajeros con nombres efectivos o figurados: el Príncipe de La Tour Maubourg, emisario del francés; el Barón de Milanges, enviado del de Nápoles, y otros como tu amigo Rapella, de quien he sabido que anduvo en Francia ostentando un título de Marqués. Figura también entre los actores el banquero Rostchild, que habla poco, pero con substancia. Los ministros de la Reina, o no se han enterado, o hacen como que no se enteran; pero hay algún general y más de cuatro próceres que están en el secreto, aunque no dan la cara, por lo cual me abstengo de escribir sus nombres, que no conozco con absoluta certeza. No apunto más que lo que sé, y dejo dentro del saco las sospechas y presunciones.

Sale Cristina maldiciendo, en férvido monólogo, la llamada revolución de la Granja, que ha mancillado su Real dignidad. He aquí la Corona de España manoseada por cuatro sargentos, y la suprema autoridad traída y llevada del cuartel a la cámara regia. La Reina no se cree tal Reina, sino un juguetillo masónico, y la situación liberal nacida de aquella rebeldía grotesca, cáusale pavor y repugnancia. Desde su palacio ve a los liberales enjaretando con infantil candor una nueva Constitución, que se ve obligada a reconocer y jurar como el mejor de los entretenimientos posibles. Ha vuelto los ojos a los moderados, que no calman sus ansias, pues también se hallan dañados de liberalismo, y ve sombrío y dudoso el porvenir de sus tiernas niñas. Los remedios y soluciones que le propone su esposo morganático, D. Fernando Muñoz, no tranquilizan su turbado ánimo, pues entre los moderados no se alcanzan a ver fuerzas y caracteres que repriman la patriotería, acabando al propio tiempo la lucha civil. Sale la Infanta Carlota, mujer de pesquis y entereza, y afirma que el mal grande, comprensivo de todos los males, es la guerra, y que mientras no se dispare el último tiro, ya sea con bala, ya con pólvora seca, no puede esperarse que las cosas de la Real familia vayan por el camino derecho. Retírase Muñoz por el foro, y las dos hermanas continúan hablando en italiano con familiar viveza, ambas avispadas, nerviosas. Sostiene Carlota que urge terminar la guerra como se pueda, sacrificando algo si es menester, no parándose en pelillos, pues no están los tiempos, ni las cosas de los tiempos, para escrúpulos y fililíes. Sálvese una parte, si no todo, de lo que se posee, y no se haga puntillo de honor de los llamados derechos, pues estos, en toda ocasión histórica, no son tales derechos si no les acompaña y robustece la fuerza. Donde no hay más que una fuerza limitada, intercadente, quebradiza, los derechos se debilitan y acaban por ser torcidos: nadie les hace caso. Llegan, por fin, las dos señoras italianas a la conclusión de que la realidad impone una franca inteligencia con D. Carlos, el cual, a su vez, por no disponer tampoco de toda la fuerza que ha menester, no ha de llevar a punta de lanza la cuestión de derechos. Cediendo cada parte un poco de su divinidad legal, se celebrará un acto de concordia, quedando todos contentos y disfrutando por igual de sus provechosos puestos en las cabeceras de la mesa nacional.

Salen en esta parte de la escena multitud de partes de por medio, italianos y franceses, que llegan de Nápoles o reciben instrucciones para partir hacia allá. Cambia la escena. Aparece Fernando II, Rey de las Dos Sicilias, trayendo a su lado por confidente a Rapella, y le dice que ha meditado en el caso gravísimo de la sucesión de España, sacando en limpio de sus cavilaciones que María Cristina es prisionera de la revolución y un instrumento de la anarquía española. Desea, pues, el Soberano de Parténope que su querida hermana se aleje del foco revolucionario, cortando relaciones con la caterva masónica que ha convertido el suelo ibérico en una morada infernal. Por usurpadora tiene la llamada Causa de la angélica Isabel, y reconoce y declara como legítimo sucesor de Fernando VII a D. Carlos María Isidro, en quien ve el escudo de la fe y la salvaguardia de los buenos principios de gobierno. Acuerda, pues, proponer a su hermana Doña Cristina que busque medio de evadirse del cautiverio en que la tienen liberales y democratistas, trasladándose a un punto donde pueda reconocer la legitimidad de su egregio cuñado. Corren emisarios con estas determinaciones hacia el Cuartel Real de Guipúzcoa y hacia Madrid, los cuales regresan trayendo misivas en que se acepta el plan de reconocimiento de D. Carlos como única Majestad Católica, a condición de que las hijas de Fernando VII obtengan la posición más próxima al Trono, y si es posible, en el borde del Trono mismo. Se propone un casamiento, y para la Reina madre se piden preeminencias y jerarquía de Soberana exenta, sin que sea parte a menoscabar su dignidad el casamiento equívoco con D. Fernando Muñoz.

De todo esto se trata por embajadas que van y vienen, hasta que sale Luis Felipe, también echando pestes contra la revolución y el jacobinismo, pues aunque él debe su Trono a un alzamiento popular, no fue éste denigrante y rastrero como nuestra sargentil algarada. Ha meditado en ello, acariciándose con la gruesa mano su cabezota en forma de pera, y saca de su magín la clara idea de que el decoro monárquico exige a la pobrecita Reina Cristina burlar, con una bien dispuesta escapatoria, el cautiverio en que la tienen los masones y carbonarios disfrazados de hombres de gobierno. Da instrucciones a su embajador La Tour Maubourg para que no se separe de la Reina de España, induciéndola a emprender con sus niñas el viaje de Madrid a Santander, donde embarcaría para Francia. No le parece bien al Rey de los franceses que nuestra Soberana ponga su realeza en manos de D. Carlos. Opina que las paces deben hacerse en Francia, despacito, por medio de apoderados de una y otra rama, procurando conciliar los derechos de todos. En cuanto al proyectado casamiento de Isabel con el hijo de D. Carlos, Luis Felipe no se halla plenamente convencido de su conveniencia bajo el punto de vista europeo. Quizás fuera más conforme con el interés general pensar en otros enlaces y combinaciones matrimoñescas; pero se abstiene por el momento de pronunciarse en tal sentido, y sólo desea que, si Cristina rompe con los liberales, sea tratada por las tropas y agentes de D. Carlos con todo el miramiento que por su rango merece, como viuda de un Rey y Gobernadora del Reino, quand meme... Su matrimonio, que considera un grande error político y una increíble debilidad, no debe ser tenido en cuenta para lo que se determine respecto a la suerte de España. No se retira Luis Felipe de la escena sin informarse de la opinión de Metternich sobre los asuntos españoles, y de paso inquiere si Rostchild está dispuesto a prestar dinero a D. Carlos en caso de que sea reconocido Rey efectivo por la madre de Isabel II. En brevísimas expresiones, apareciendo y ocultándose rápidamente, dice el Sr. Rostchild que, cuando se vea claro cómo termina el grave pleito entre la revolución y la Monarquía en España, verá si le conviene o no abrir su caja al Rey, Reina o Dictador que flote en la riada. Cierto que la cara de la revolución le asusta a él, Don Dinero; pero la de Carlos V, que también trae mueca revolucionaria, y de las más feas, no es muy tranquilizadora. Sépase quién logra condensar una fuerza eficaz, potente. Ese tendrá el dinero a espuertas, por la sencilla razón de que las fuerzas efectivas se juntan naturalmente, por ley de atracción... ¿Sabes, Fernandito de mi alma, que este hombre es muy práctico y discurre con admirable sentido? Siempre lo dije: cuanto más rico es un hombre, mejor razona y sentencia. El sofisma, la falsa dialéctica, la palabrería ociosa, insubstancial, ¿qué son más que el natural producto de la pobreza? Cuando veas que se pierde en el mundo la razón, no la busques en la guarida polvorienta del filósofo: búscala en la tienda del guerrero, dominador de pueblos, o en el palacio del allegador de caudales.

Y perdóname, Fernando amigo, que emplee un estilo que calificarás de zumbón, y formas de planear comedias, en este histórico relato. Pesimista quizás, convienes conmigo en que no merece el asunto mejor empaque y vestidura; quizás compasivo con la ancianidad, le permites imitar en sus manifestaciones la ligereza de la infancia. De estos dos criterios estimo por más justo el primero, pues aunque muy entrado en años, tu amigo D. Beltrán no chochea todavía. Como viejo, he juzgado con tonos de broma la intriga, induciéndome a ello lo cómico del desenlace. Estas combinaciones de príncipes para transigir sus discordias, o repartirse el goce de sus derechos, resultan serias o festivas según el término que les dan sus autores. Rematada felizmente conforme a programa la tramoya, que llamaré napolitana por darle algún nombre, habría merecido los honores de una narración grave; concluida por un fracaso, entra en los dominios sainetescos.

Y aquí he de tomarme un respiro, pues, aunque me encanta platicar con los jóvenes y contarles cositas que ellos, pobres inexpertos, no han visto, cree que me canso de este largo escribir. Suspendo por hoy, prometiéndote continuar mañana mi epístola. Mi bendición te mando, y con ella votos sinceros por tu felicidad, la cual quiero que sea tan grande como tú te mereces. Me incita al descanso una gentil persona que se ha empeñado en tenerme de huésped, y en ello he consentido, gozoso del honor que me hace y de su dulce compañía. Encárgame que te exprese los afectos de su corazón. ¡Cuán fácilmente pago su hospitalidad! ¡Si la hubieses visto llorar cuando le dije que yo te amo también, que desde que te conocí te hice un hueco en mi corazón...! En fin, no sigo. Repito que eres el hombre de la suerte, y que me convido a tus bodas, resuelto a ser padrino si queréis, aunque ruja Cintruénigo. Te abraza tu veterano amigo -B. de U.