Los Templarios - I: 11

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Capítulo XI - Despedida[editar]

Era la media noche.

Un hombre cuidadosamente rebozado se deslizó a lo largo de la acera de la casa de los Vargas.

Aquel misterioso personaje no venía del castillo, sino de hacia la cruz de piedra que estaba más allá de la fuente, a la salida de la aldea.

El embozado se detuvo en la dicha casa, y comenzó a llamar a la puerta muy recatadamente.

-¿Quién es? -dijo una voz

-Abre, Fidela.

Inmediatamente se abrió la puerta, penetró el incógnito, doña Fidela volvió a cerrar, y luego ambos se encaminaron a un aposento del piso bajo, en el cual había una luz de antemano preparada.

Doña Fidela invitó al recién llegado a que tomase asiento.

-No me es posible detenerme, -dijo el incógnito-. Pues en ese caso, señor, -dijo doña Fidela, acentuando de una manera particular la palabra señor-; en ese caso os referiré muy brevemente lo que ha sucedido.

Antes de continuar, advertiremos a nuestros lectores que el misterioso personaje y doña Fidela recibían mutuamente noticias de tres en tres meses por medio de un fiel criado que se llamaba Millán, y que era el portador del dinero destinado a la subsistencia de doña Fidela y su hija.

Hecha esta breve explicación, se comprenderá fácilmente el diálogo que entablaron doña Fidela y el desconocido.

-¿Por qué le has dicho a Millán que deseabas hablarme? ¿Ha sucedido algo de nuevo?

-Mucho y malo.

-¿Qué es ello?

-¡Ay, señor! Es una gran desgracia... Perdonad, señor, que os haya mandado llamar; pero aun cuando siento mucho que os molestéis, era imposible que a nadie sino a vos le confiase lo que ha sucedido.

-¿Ni aun a tu mismo esposo?

-Ya comprenderéis que mi buen Millán me inspira la mayor confianza; pero como pudiera suceder que vos no quisierais que nadie tuviese noticia del lance...

-Pero ¿qué ha sucedido? Habla pronto.

-Señor, todo está reducido a que... Castiglione está enamorado de doña Elvira.

-¡Castiglione! -exclamó el caballero levantándose como si una víbora le hubiese mordido.

Después de algunos momentos, durante los cuales el caballero dio algunos paseos por la estancia con ademán iracundo, se detuvo delante de doña Fidela y preguntó con cierto aire de duda:

-¿Y estás convencida de la verdad de lo que dices?

-Oíd, señor, y juzgad.

Y doña Fidela comenzó a referir al desconocido todo cuanto ya saben nuestros lectores respecto a la aventura del rapto y de la oportuna y generosa intervención del señor de Alconetar.

-Enhorabuena, -dijo el incógnito-; pero de lo que me has dicho no se deduce que ese caballero sea Castiglione.

-Pues yo estoy segura de ello.

-¿Y en qué te fundas para creerlo así?

-En primer lugar, ya sabéis que Castiglione perseguía a Elvira cuando vivíamos en Jaraicejo. ¡Maldita la hora en que Millán y yo tratamos con él la compra de la casa!

-Que era de mi pertenencia, -interrumpió el incógnito suspirando.

-¿Sabéis que la orden del Templo comete unas injusticias que claman al cielo? ¡Algún día pagarán los Templarios los desafueros y despojos!...

-No culpes a los Templarios, a lo menos respecto a lo que han hecho conmigo y con don Gonzalo, sino a ese infame calabrés, que es un aborto del infierno.

-Y que me parece que os perseguirá hasta en vuestros hijos.

-Por desgracia Elvira tiene unos instintos tan perversos... No somos dueños de elegir hijos ni padres... ¡Paciencia!

Y el incógnito exhaló un profundo suspiro y sus ojos se arrasaron en lágrimas.

Después de algunos momentos de reflexión añadió:

-¿Luego de nada han servido nuestras precauciones de que traslades aquí tu domicilio?

-Francamente, señor, si he de deciros la verdad, yo me temía lo que al fin ha llegado a suceder, porque era poco menos que imposible que ese demonio de hombre no descubriese nuestro paradero habitando tan cerca de la baylía.

-Pues precisamente porque habitabais tan cerca, tenía yo la seguridad de que era más difícil que acertase a descubriros. Yo sabía de antemano que nunca él acostumbraba venir a la aldea, y por lo tanto haría sus pesquisas en Jaraicejo; pero en ningún modo era natural se le ocurriese que habitabais en Alconetar.

-No niego, señor, que así parecía natural; pero desgraciadamente no ha sucedido así.

-Porque vosotras no habréis obedecido estrictamente mis órdenes.

-No digáis tal, señor, -repuso doña Fidela con acento dolorido.

¿Por qué dejabas a Elvira que fuese a encender la luz a la imagen de Nuestra Señora?

-¡Ah, señor! Me rogaba con tanta ternura que la dejase cumplir esta devoción, que se me hacía muy raro no complacerla.

-He ahí cómo tu debilidad nos ha perdido, -dijo con viveza el caballero-. ¿De qué han servido todos mis desvelos por ocultaros a los ojos de todo el mundo? Yo os había colocado en las más favorables condiciones para conseguir cumplidamente mis intentos; pero vuestra poca circunspección ha venido a desbaratar todos mis planes.

La madre de Elvira, o al menos la que por tal era reputada, inclinó la cabeza sufriendo con resignación la severa reprimenda del incógnito, el cual insistió con una exaltación creciente:

-Cuando le pedí a mi hermano que me cediese esta casa, tuve en cuenta las funestas tradiciones que de ella se conservan en estos contornos, y si hubierais sabido aprovecharos de esta circunstancia, rodeadas de misterio, no consintiendo que nadie hubiese visto el rostro de Elvira, yo os aseguro que nunca hubiera llegado a suceder lo que me has referido... ¡Ah! ¡Cuán infausta es mi suerte! ¡El cielo se complace en castigarme!... Tú sabes, Fidela, tú sabes qué horrible arcano se encierra en el amor de ese hombre hacia Elvira... Mi alma se abruma de dolor bajo el peso de este pensamiento sombrío... ¡Qué horror! ¿Y Dios permitirá este crimen tan espantoso? No... no... ¡Dios del cielo y de la tierra, tened misericordia de ellos!...

Y el desconocido, que se hallaba en una agitación verdaderamente febril, comenzó a pasearse por la estancia con ademán desatentado.

Luego de pronto se detuvo diciendo:

-Pero ¿estás segura, Fidela de mi alma, de que era Castiglione el que intentó arrebatar a Elvira?

-Segurísima, -repuso lacónicamente doña Fidela.

-¿Y te ha dicho Elvira que llevaba cubierto el rostro con un antifaz?

-Sí, señor, y esa es una de las pruebas que tengo para no dudar que el raptor de Elvira era Castiglione.

-¡Dios mío!... ¡Y sabiéndolo todo!

-¿Acaso él sabe?...

-Cuando estabais en Jaraicejo le escribí una carta manifestándole el horrible misterio que se encerraba entre esas dos criaturas...

-¡Y aún la persigue! ¡Qué hombre tan malvado! ¿No retrocedería ni aun delante de un incesto?..

-¡Qué horror! ¡Qué horror!

Durante algunos momentos, el caballero y doña Fidela permanecieron silenciosos y como abatidos por el dolor más profundo.

-Es preciso a todo trance evitar que Castiglione vea a Elvira, -dijo al fin el incógnito.

-Para tratar de eso deseaba yo tener esta entrevista.

-Pues bien, yo te avisaré por medio de Millán cuándo y adónde conviene que os trasladéis.

-Debo deciros también que si al principio Elvira parecía muy enamorada del señor de Alconetar, no sucede ahora lo mismo.

-¡Qué necia y qué caprichosa!

-Sin embargo, por lo que he podido juzgar, el señor de Alconetar la sigue amando con la misma vehemencia. ¿Qué os parecen estos amores?

-Perfectamente.

-¿Según eso, no debo contrariarlos?

-En ningún modo.

-¿Tenéis buenas noticias del señor de Alconetar?

-En extremo favorables. En esta comarca he conocido tres jóvenes dignos de la mayor estimación y alabanza. Los tres se reúnen con mucha frecuencia para departir discretamente de letras y de armas, y el señor de Alconetar no tiene inconveniente alguno en reunirse con los otros dos, a pesar de ser muy desiguales en condición y fortuna.

-Supongo que uno de ellos sea el generoso Álvaro del Olmo.

-No te has equivocado.

-¿Y cuál es el otro de los tres amigos?

-Un armiguero de la baylía.

-¡Ah! ¿Jimeno? Es un lindo mozo y que sabe hacer muy buenas trovas y villancicos.

-Los tres son muy amigos y muy letrados. El señor de Alconetar estima y favorece mucho a Álvaro y a Jimeno, aunque ambos sean de un rango inferior, y esto me prueba que don Guillén Gómez de Lara es asaz discreto y de condición generosa.

-Sin duda alguna, y por nuestra parte le debemos estar muy agradecidos, pues ya os he contado lo que hizo en favor de Elvira la noche en que Castiglione trató de arrebatarla.

-En verdad te digo, querida Fidela, que me holgaría mucho de ver que el señor de Alconetar era esposo de Elvira.

-Pues si ella quiere, creo que no habría cosa más fácil.

Todavía el caballero y doña Fidela continuaron algunos minutos departiendo de diferentes asuntos, hasta que por último se despidieron, quedando el desconocido en avisar a la madre de Elvira cuándo habían de mudarse de la casa de los Vargas.

Entretanto el señor de Alconetar había salido de su castillo para dirigirse a la reja del jardín de Elvira.

Ya hacía largo rato que el enamorado mancebo se paseaba a lo largo de las tapias sin oír ruido ni señal alguna que le indicase la presencia de su amada.

En efecto, Elvira permanecía en su habitación entreteniéndose con la astuta Plácida, que de ordinario solía divertir a su joven señora narrándole gustosas consejas de aventuras galantes; dado que aquella noche conversaban entre sí de esta manera:

-¿Y qué pensáis hacer? -preguntaba Plácida.

-A fe que estoy dudosa.

-¿Y sobre qué dudáis?

-No sé cómo recibir a don Guillén.

-¿Qué os dice vuestro corazón?

-Dos cosas contrarias.

-¿Cómo así?

-Mi corazón le aborrece, si recuerdo lo que vos me habéis contado respecto a que él y Blanca están en inteligencia; pero mi corazón le adora al recordar su valor y al pensar en su hermosura. ¿Qué me aconsejáis?

-¡Válgame la Virgen de la Luz! -exclamó la vieja-. Qué niñas estas tan raras! Cuando yo era muchacha se amaba o se aborrecía separadamente; pero punca se encontraba un corazón que, como el vuestro, abrigase a la vez amor y odio. Sin embargo, cualesquiera que sean vuestros sentimientos hacia, don Guillén, yo os aconsejaré siempre que a todo trance procuréis ser la señora de Alconetar. Si en efecto amáis a don Guillén, seréis dichosa, y si le aborrecéis, tampoco seréis desgraciada, supuesto que tendréis castillos y lugares y vasallos y galas.

Los ojos de Elvira brillaron como carbunclos.

-¿Qué os parece mi consejo? -añadió la vieja.

-¡Excelente!

-Y en el caso de que hubieseis recibido alguna ofensa del señor de Alconetar, también pudierais vengarla muy cumplidamente viviendo los dos bajo un mismo techo.

-Sí, sí, tenéis razón, -dijo Elvira con voz ronca.

Después de algunos momentos, la joven añadió:

-Ya se habrá recogido mi madre.

-No hace mucho rato que aún tenía luz.

-No parece sino que piensa dormirse esta noche más tarde que de costumbre.

-Voy a ver, -dijo Plácida, saliendo recatadamente del aposento.

Doña Fidela sabía que todas las noches Elvira y Plácida, se entretenían algún tiempo en agradable e inocente conversación; a lo menos así lo creía la buena señora, que miraba en la astuta vieja el modelo de todas las virtudes, y en esta creencia la madre de Elvira, temerosa de que notasen que no estaba en su aposento, había dejado la luz en el sitio acostumbrado para que se irradiase por debajo de la puerta, en la cual había echado la llave, a fin de dar a entender que se hallaba rezando sus oraciones, mientras que asistía a la entrevista que hemos referido y que tuvo lugar en una habitación del piso bajo.

Doña Fidela, una vez terminada su conferencia con el desconocido, regresó a su estancia procurando hacer el menor ruido posible y en seguida se recogió en su lecho.

-Vuestra madre y mi señora ha apagado ya la luz, -dijo Plácida, entrando de puntillas.

-Pues entonces ahora mismo voy al jardín.

-Y yo os acompañaré, si os place.

-Desde luego.

Ya don Guillén desesperaba de que saliese doña Elvira cuando oyó abrirse la puerta de la reja.

Gozoso como el náufrago que besa la tierra deseada, aproximose el enamorado caballero adonde ya le aguardaba la hermosa y pérfida joven:

-¡Elvira de mi alma! -exclamó con toda la efusión de su amor apasionado-.¡Gracias a Dios que te veo en este sitio, en las horas tranquilas de la noche, aquí, sin testigos, donde podré repetirte mil y mil veces que mi alma te adora!

-¡Ah, don Guillén! -exclamó la joven-. ¡Cuán dolorosa impresión me ha causado la funesta noticia de vuestra próxima ausencia!

Y la pérfida Elvira comenzó a sollozar con tanta amargura, que nadie hubiese creído sino que en aquel momento estaba inconsolable.

-¡Cuán lo he padecido por no poder hablarte con frecuencia!... Y esta noche creí que ya no tendría el placer inmenso de verte...

-Mi madre se ha recogido esta noche muy tarde, y por esta razón no he podido bajar más pronto.

-¡Ya estás aquí! ¡Cuán feliz soy!

-¡Qué tormento tan cruel es la separación!

-Pensemos ahora en la dicha suprema de que estamos los dos juntos.

-¡Ojalá que fuese para siempre! -dijo Elvira con la habilidad propia del bello sexo.

-A mi regreso...

-Sucederá como hasta ahora.

-Yo te juro por mi nombre que si tú me amas, no sucederá lo mismo que hasta ahora, pues entonces habitarás constantemente en el castillo de Alconetar.

Una llamarada de júbilo inmenso brilló en los ojos de Elvira.

Las palabras que don Guillén acababa de pronunciar equivalían a una solemne promesa de casamiento.

La joven se manifestó tan enamorada como afligida por la ausencia de su amante.

Después de las más tiernas protestas de amor, el señor de Alconetar se aventuró a preguntar a la pérfida Elvira:

-¿No puedes, amada mía, suministrarme ningún dato para que yo venga en conocimiento de quién es la persona que desea mi muerte?

-¡Dios mío! ¡Qué recuerdos tan crueles! ¿Por qué habéis querido en este instante traerme a la memoria aquel suceso? dijo la hermosa joven con tono de dulce reconvención y con voz entrecortada por el llanto.

El enamorado mancebo dijo tímidamente:

-Es tan natural mi deseo...

-Sí, sí, tenéis razón. ¡Y bien! ¿Qué puedo yo deciros? Vos sabéis muy bien que ignoro completamente el nombre de mi raptor, y que hasta desconozco sus facciones... Yo he creído lo que naturalmente vos habréis también pensado.

-¿Y qué habéis creído? -preguntó con viveza el caballero.

-Abrigo la convicción de que la misma persona que trató de arrebatarme es la que envió a los asesinos.

-¡Ah! -exclamó el caballero vivamente contrariado; pues al principio abrigó esperanzas de que Elvira le hiciese alguna revelación-. ¡Ah! ¡Será preciso resignarse a vivir con el tormento insufrible de la curiosidad no satisfecha!

-¿Quién sabe? -dijo Elvira con su acento más melodioso-. ¡Tal vez cuando menos se espere, descifraréis este enigma! Por ahora, básteos saber que vos no podéis tener rivales, y creo que debéis estar satisfecho... con mi amor, con mi amor profundo y eterno.

-¡Es verdad! -exclamó el señor de Alconetar arrebatado de su pasión-. ¡Es verdad! ¿Qué me importan todos los enemigos del mundo con tal que tú me prometas, Elvira de mi alma, corresponder tiernamente al amor que te profeso? ¡Hablando de nuestro amor daremos al olvido todos los pensamientos penosos que perturban nuestra mente!

Durante largo rato los dos amantes permanecieron embebidos en mil dulces coloquios.

¡Cuánta sonrisa! ¡Cuánta mirada de fuego velada por una lágrima de ternura! ¡Cuánto suspiro profundo! ¡Cuánto juramento de fidelidad eterna!

Sonrisas y miradas, suspiros y juramentos que brotaban de lo más íntimo de un corazón generoso y apasionado, y que nunca podía soñar que otro corazón corrompido y pérfido se había de complacer en engalanar sus mezquinos y ruines sentimientos con los colores y apariencias de las santas emociones de un amor puro.

-¡Ah, don Guillén! -exclamaba Elvira-. ¡Cuán triste voy a quedarme en tanto que estés ausente! Antes, a lo menos, aunque no nos hablásemos, te veía con frecuencia, y el verte era para mí una felicidad inefable; pero ahora... ¡Qué horroroso vacío rodeará mi existencia!

-Yo siento mucho también el ausentarme, amada de mi corazón; pero acaso el mismo amor que te profeso ha sido la causa de que yo acepte con gusto la misión que el rey me ha confiado.

-¡Cómo! ¡Me amas y te ausentas por causa de este mismo amor!

-Sí, Elvira idolatrado, porque te adoro me ausento. Nunca, hasta ahora me había humillado el pensar que mi nombre no era repetido con admiración por todas las gentes. La ciencia había satisfecho todas mis aspiraciones. La gloria no se había presentado a mis ojos con el brillante atractivo que ahora se presenta. Ahora moriría gustoso en el campo de batalla, si al morir podía esperar que mi amada repitiese mi nombre con respeto y llorando, como se pronuncian los nombres de los valientes que mueren por la patria. Tú, Elvira encantadora, mujer querida de mi corazón, tú has sido la que ha inspirado a mi alma el generoso ardor de la gloria. Yo quisiera merecerte, yo quisiera hacerme digno de ti, conquistando laureles y poderío, laureles que yo ceñiría a tu frente, y poderío que pondría a tus plantas.

-Yo te amo por ti mismo.

-Y yo en ti amo la gloria y todas las virtudes.

-Mi alma no necesita verte rodeado de gloria para adorarte hasta morir.

-Pero mi amor necesita el prestigio brillante de la fama para atreverse a decir: «Adoro a Elvira».

-Y mi corazón desfallece de angustia al pensar: «Mi amado está ausente».

Al fin los gratos albores de la mañana comenzaron a sonreír en el cielo.

-¡Ah! -exclamó el señor de Alconetar-. ¡Ya se acerca el día!

-¡Día funesto!

-A mi vuelta seremos felices.

-Yo entretanto moriré de dolor.

¡Adiós, Elvira de mi alma, adiós y piensa en mí!

-¿Adónde vas, Guillén adorado? Espera un momento, espera por piedad. Todavía no amanece, no te vayas tan pronto...

-El rey me espera muy de mañana, y todavía tengo que hacer muchos preparativos... Deja, señora mía, que estampe un beso en tu mano y ... me voy.

-¡Amado mío!

-¡Oh felicidad!

-¿Y no me enviarás noticias tuyas?

-Siempre que pueda.

-¡Acuérdate de mí!

-¡No me olvides!

-Primero caerán las estrellas del cielo, -dijo la desleal Elvira.

-¡Amor mío! ¡Adiós!

-¡Adiós! ¡Adiós!

Muchas veces se despidieron, ella cerraba la puerta de la reja y él se alejaba; pero otras tantas veces, ella volvía a asomarse y él retrocedía para decirle trémulo de amor:

-¡Adiós, Elvira de mi alma!

Al fin el señor de Alconetar, haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo, consiguió alejarse de la magnética ventana.

-¿Quién podía creer que las amorosas palabras de Elvira no estaban dictadas por el amor más puro, ideal y desinteresado?

¡Cuántas decepciones aguardaban al noble y enamorado mancebo, que penetraba ahora por el pórtico grandioso de la vida, lleno de ilusiones, sediento de gloria y remontándose en las alas de un amor santo hasta el cielo purísimo de una ventura infinita e inefable!

En la distracción en que aquella noche se hallaba el mancebo, no advirtió que mientras estaba hablando con doña Elvira, un hombre pasó a lo lejos, procurando reconocerle.

Aquel hombre era el mismo que hemos visto departir con doña Fidela, y al cual, hasta ahora, sólo conocemos con el nombre de «fantasma, blanco», según le llamaba el trovador Jimeno, que había tenido con él más de una entrevista.

Al día siguiente, el señor de Alconetar partió para Granada, después de haberse despedido del rey, que también aquel mismo día salió de la Encomienda para Alcalá de Henares.