Los Templarios - I: 12

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Capítulo XII - Que trata de lo que verá el que lo leyere[editar]

La primavera extendía por todas partes su manto de flores.

¡Magnífico espectáculo presentaba la hermosa ciudad bañada por los primeros rayos del luminar del día!

Un espléndido dosel de fuego cubría la encanecida frente de Sierra Nevada, cuyos elevados picos cubiertos de hielo parecían amenazadores Titanes vestidos con bruñidas armaduras, que despedían mil fulgurantes destellos. Diríase que aquella sierra estaba formada de gigantescos diamantes.

Un océano de luz plácida y purpúrea, como las rosas del valle, se desgajaba por los declives de la montaña, derramando mil mágicos reflejos y tornasoles sobre esa creación de hadas, sobre esa fantasía realizada en piedra por los genios de Las Mil y una Noches, sobre esa encantadora mansión, semejante al palacio encantado de Aladdín, que se llama Alhambra. En los preciosos surtidores, que formaban mil bellos dibujos en el aire; en los bosquecillos de laureles y naranjos, en los elegantes kioskos, en la rica y deliciosa llanura de la vega, ¡qué efecto tan delicioso e indescriptible producían los primeros albores de la mañana!

Y a todo esto, que lisonjeaba la vista de una manera que no es dado expresar al pincel de la poesía, a pesar de su magia creadora, a todo esto se unía el perfume embriagador de las flores, el cántico suavísimo de las aves y el apacible murmurar de los dos ríos, que parecían entonar un dúo de gratitud al omnipotente creador de sus perennes manantiales.

A vista de estos bellísimos cuadros de la naturaleza es cuando el alma humana siente toda la plenitud de su existencia. En tales momentos, allí, en aquellos sitios, copias del paraíso terrenal, en la estación de las flores, es cuando y donde los amantes se abrasan en ese fuego divino que se llama amor. Allí los valientes guerreros y las hermosas doncellas de Granada iban en las frescas mañanas de Abril y Mayo a dar esos paseos encantadores poblados de espléndidas imágenes, que conmueven el corazón profundamente y que halagan la fantasía, pero que no pueden explicarse, que no tienen nombre en la tierra, y cuyo recuerdo, grato y doloroso a la vez, dura tanto como la primera impresión de amor, tanto como la vida.

Aquella mañana salían por la puerta de Elvira dos muy galanes caballeros que oprimían dos magníficos caballos, que parecían hijos del rayo y del viento, según eran de alentados y veloces. Ambos jinetes se encaminaron hacia el sitio llamado el Soto de Roma. Los desconocidos iban departiendo con mucha animación, si bien en voz tan baja, que harto daban a entender que se trataba de cosas muy importantes y secretas.

Cuando llegaron a lo más espeso y solitario del soto, echaron pie a tierra, y tomaron la actitud de personas que aguardan el momento de una cita.

Ambos personajes eran jóvenes como de treinta años de edad, y en sus modales y vestido manifestaban la más elevada alcurnia, si bien la fisonomía de uno de ellos era harto repugnante. Su color cetrino, sus cejas juntas y en extremo pobladas, sus ojos grandes, feroces y sanguinolentos, y su falsa sonrisa, que dejaba entrever unos dientes blancos y disformes como los de un chacal, daban a aquel hombre una expresión siniestra pero inteligente y astuta.

-Señor don Nuño, es preciso desplegar todos los recursos, porque de otro modo fracasarán nuestros planes, -decía el cejijunto.

-Vuestro hermano con razón merece el título de Bravo. A la cabeza de sus gentes ha peleado como un león, y ha logrado quebrantar nuestras fuerzas de manera que, a no habernos retirado a Granada, acaso el hacha del verdugo habría separado ya nuestras cabezas.

-¡Maldito Sancho! La fortuna se ha empeñado en favorecerle.

-Y él se ha empeñado en aprovechar cumplidamente todos los favores de la fortuna.

-El comendador de Alconetar está ahora en grande intimidad con el rey.

-¡Don Diego Pérez de Guzmán!

-Justamente. Nuestro más cruel enemigo es ahora el que merece grande confianza y estimación a don Sancho.

-A decir verdad, don Diego no es nuestro enemigo.

-Si no es nuestro enemigo personal, él ha sido por lo menos el que ha desbaratado todos nuestros planes. ¡Malditos de Dios sean los Templarios!

-De todo hay en la viña del Señor. También Castiglione es Templario, y puede ser nuestro auxiliar más poderoso.

-No lo niego, -repuso el infante asaz meditabundo.

Después de algunos momentos añadió:

-Ya veremos el medio de sacar partido de su amistad.

¿Y en dónde está el rey? -preguntó don Nuño de Lara.

-En la baylía de Alconetar.

-De modo que esos infames Templarios se encuentran en disposición de hacer que no volvamos a Castilla en mucho tiempo.

-Es muy doloroso decirlo; pero así es la verdad.

-¿Y sabéis todas esas noticias por un conducto fidedigno?

-De tal manera es cierto lo que acabo de deciros, que vos mismo podéis convenceros por vuestros propios ojos.

Y así diciendo, el infante don Juan entregó a don Nuño una carta que este último leyó con muestras de ira y despecho.

-Sin duda alguna el buen Lope García nos sirve con fidelidad, -dijo al fin don Nuño, devolviendo la carta al infante.

Después de algunos minutos de silencio, don Nuño continuó:

-Ahora comprendo el motivo que habéis tenido para dar este paseo, que al principio creí me lo habíais propuesto sólo con el intento de solazarnos por estos amenos parajes.

-Yo nunca madrugo sin que graves motivos me lo aconsejen.

-La carta en verdad está escrita con suma discreción.

-Aun cuando hubiera caído en manos de nuestros enemigos, no habrían podido sacar nada en limpio.

-Yo me he hecho tan desconfiado, que todo el mundo me parece que trata de engañarme, -dijo don Nuño clavando una mirada aguda como un puñal, en el infante-. ¿Estáis seguro de que Lope os servirá lealmente?

-Tan seguro, que el hacerlo así entra en su propio interés, y cuando los hombres obran por su conveniencia propia, hay bastantes razones para contar con su lealtad y discreción. El hombre es el ser más malo que Dios ha criado. ¡Amistad! Es un delirio. ¡Amor! Es una mentira. ¡Deber! Ridiculeces y trampantojos... No os canséis en buscar nada de esto en el mundo, porque no son más que sueños de insensatos. Los hombres usan de más buena fe y despliegan mucha más inteligencia para practicar el mal que el bien. Además, tengo, como ya os he dicho, otra razón para fiarnos de Lope García, porque éste ha recibido de mi hermano una ofensa cruel.

-Como Lope ha sido criado de vuestro padre y siempre ha merecido la confianza de don Sancho...

-No importa eso para que García le aborrezca de muerte.

-El rey le ha armado caballero, y acaso le sirva bien por gratitud.

-Al contrario, lo que ha hecho ha sido despertar su ambición dando alas a su enemigo para que algún día pueda satisfacer su sed de venganza, porque no hay cosa más cierta que aquello de «cría cuervos, y te sacarán los ojos».

-¿Y sabe don Sancho que Lope es su enemigo?

-Afortunadamente lo ignora.

-Entonces está calentando la serpiente en su seno.

-Por lo mismo su mordedura será más ponzoñosa y mortal, porque daños previstos fácilmente se remedian; pero asechanzas ocultas e inesperadas, al más astuto le desconciertan y aturden, añadiendo al peligro el más inevitable y cruel de todos los terrores, el terror de la sorpresa.

-Por Santiago de Compostela que discurrís como un verdadero endiablado. A fe mía que muy pocos han de aventajaros para esto de embrollar y dirigir una intriga cortesana.

-El infante dio las gracias a don Nuño por tales cumplimientos con una sonrisa infernal.

-¿Y cuál es la afrenta que ha recibido Lope de vuestro hermano, puede saberse?

-La que más cruelmente suele herir el corazón de un hombre.

-¿Se ha casado Lope García?

-No; pero estaba enamorado de una noble doncella a quien ha seducido el rey.

-¡Malas hembras! ¡Qué ojos tan delicados tienen!

-¿Qué queréis decir?

-Que son muy pocas las que no se dejan deslumbrar por el brillo de una corona.

-¿Y eso os sorprende? ¿Hay cosa más natural? -dijo el infante con indiferencia.

-Pues francamente os digo que me gusta poquísimo eso que os parece tan natural.

-Pues no creí, don Nuño, que fueseis tan cándido.

-Ahora bien, según dice la carta, debemos venir a este sitio por espacio de tres días.

-Lope es muy circunspecto y sabe tomar sus medidas con notable discreción. Por eso no me ha escrito las muchas cosas de importancia que dice tiene que manifestarme.

-A fe mía que tiene razón. Lo escrito siempre parece; pero las palabras vuelan.

-Esa es una gran sentencia para conspiradores, amigo don Nuño.

-¿Y a quién habrá elegido Lope por mensajero?

-Yo no lo sé a punto fijo; pero naturalmente habrá echado mano de mi esclavo moro.

-¡Oh! ¡Ben-Ayub es un grande hombre! ¿Sabe García el paradero de vuestro africano?

-Si Lope no sabe dónde está Ayub, éste sabe muy bien dónde encontrará a Lope, porque aquella terrible noche en que estuvimos a punto de caer en manos de don Diego de Guzmán y de sus Templarios, que Dios confunda, previendo que por cualquier incidente podía acontecer, como en efecto aconteció, el que nos separásemos bruscamente, le dije: «Mira, Ben-Ayub, si yo me veo obligado a emprender la fuga, tú puedes quedarte sin peligro y prestarme servicios de mucha importancia, siguiendo sin cesar a Lope García, a quien siempre encontrarás en la corte de don Sancho. Y al decirle esto le entregué mi anillo para que Lope no recelase y comprendiese por esta señal que Ayub es mi esclavo de toda confianza.

-¡Qué noche tan terrible fue aquella del castillo de Alcántara!

-Como no aguardábamos ser acometidos...

-Si los Templarios hubieran sabido las salidas secretas del castillo, fenecemos allí de seguro.

-Afortunadamente las tinieblas nos favorecieron y, sobre todo, la prodigiosa distancia a que desembocan los subterráneos.

-No nos libramos de mala.

-Ved lo que son las cosas. Entonces creímos que fue una desgracia el que no se hallasen allí nuestros servidores, y ahora es preciso convenir que esta circunstancia nos ha sido muy útil, supuesto que de este modo Ayub habrá podido entenderse con Lope.

-Entonces es posible que mi escudero Ordoño haya corrido la misma suerte de Ayub. Los dos habían ido aquella noche a Valencia de Alcántara.

-Es verdad. Ayub fue a entregar algunas cartas mías para los príncipes de la Cerda.

-Y Ordoño llevaba el encargo de que hiciese venir al castillo al caballero de la Muerte.

-¡Ira de Dios! Todos nuestros proyectos salieron vanos con la inesperada acometida de don Diego de Guzmán.

-El caballero de la Muerte hubiera podido servir a nuestra causa de una manera maravillosa.

-Es un campeón terrible.

-Hasta su mismo escudo de armas inspira terror.

-¿Por qué?

-Porque lleva pintada la descarnada figura de la muerte, armada con su guadaña y fijos sus pies de esqueleto sobre un montón de calaveras. Todo esto en campo negro produce un efecto aterrador; y de aquí sin duda el misterioso paladín ha tomado su lúgubre y espantoso nombre del Caballero de la Muerte.

-Muchos dicen que esa terrible divisa es un emblema de los estragos que hace su espada en los combates. Yo lo he visto una vez, y en verdad que causa espanto sólo el verlo con su estatura de gigante, con su negra armadura y con su horroroso escudo. Yo lo conozco bastante íntimamente, -dijo el infante, que hasta entonces había parecido afectar que no conocía al terrible y misterioso paladín.

-¿Sabéis cómo se llama? -preguntó con viveza don Nuño.

-Yo creo que no hay en España nadie que sepa su nombre.

-Deseara saber su historia, que sin duda debe ser muy extraordinaria.

-Os diré todo cuanto he podido averiguar... Pero... Oíd... Me parece que suenan pisadas de caballos...

-No os habéis equivocado... ¡Mirad! Dos jinetes moros se dirigen precisamente hacia este sitio.

-¿Serán los emisarios de Lope García?

-Yo no alcanzo a conocerlos desde aquí.

Nuestros caballeros montaron a caballo y se apercibieron por lo que pudiese ocurrir; pues aun cuando se habían refugiado a Granada y usaban el traje e idioma de los moros, no era, sin embargo, imposible que don Sancho, averiguando su paradero, se pusiese de acuerdo con Mohamet para que éste le entregase a sus más terribles enemigos.

Ya estaban muy cerca los dos jinetes, y todavía ni don Juan ni su compañero habían podido conocerlos, por lo que ambos cristianos se pusieron en gran cuidado, al ver que los desconocidos hacia ellos se dirigían con paso tan seguro, como si de antemano supiesen que allí les estaban aguardando.

-A fe que han sido vuesas mercedes puntuales, -dijo uno de los recién llegados, en el cual al punto reconoció don Nuño a su escudero Ordoño.

-¡Ayub! -exclamó el infante-. ¡Bien me daba el corazón que tú serías el portador de las buenas nuevas que me anuncia Lope.

-¡Mi querido señor!... ¿Conque habéis recibido la carta?

-Dos días hace que se me presentó un mercader judío con la epístola de Lope García. Yo quise preguntarle para que me dijese el conducto por donde aquel escrito había llegado a sus manos; pero cuando menos acordé, el hebreo ya había desaparecido de mi presencia.

-¡Leal Benjamín! -exclamó el esclavo-. Habéis de saber, señor, que yo abrigaba grandes temores de que esa carta no llegase a vuestras manos, pues no puede uno fiarse de nadie. Pero la casualidad vino a servirme encontrándome, cuando menos lo pensaba, con un mi amigo, que es mercader en Granada, hacia cuyo punto me dijo que se dirigía de vuelta de cierto viaje que había hecho para ver a su hermana mayor que, próxima a morir, deseaba verlo... Fue el caso que yo aproveché esta ocasión para enviaros la carta de Lope, y aun así y todo, el buen García no se atrevió a deciros todo lo que en vuestra contra se trama en la corte del rey don Sancho.

-¿Saben por ventura que estamos en Granada?

-El rey, si no lo sabe, lo sospecha al menos.

-¿Y qué te dijo el Caballero de la Muerte? -preguntó don Nuño a su escudero.

-Señor, siento decíroslo, porque no fue muy grata su respuesta.

-Habla pronto, -dijo don Nuño palideciendo.

-Supuesto que lo mandáis, voy a obedeceros, señor. Me dijo que nunca desenvainaría su espada en favor de súbditos rebeldes; añadiendo que vos erais un buen caballero, a pesar de que os tachó de carácter arrebatado, orgulloso y tenaz; pero respecto al infante me dijo...

Ordoño se detuvo como si fuese para él muy penoso el revelar lo que acerca de don Juan le había dicho el Caballero de la Muerte.

Don Nuño dirigió al infante una mirada, como si le consultase el partido que debía tomar, esto es, si debía insistir o no en que Ordoño hiciese aquella revelación, no muy agradable, según todas las señas. Ordoño, habla, -dijo el infante.

-Señor... En fin, me dijo que vos erais un mal caballero y un traidor, y que tan sólo sentía el que vuestra infame astucia lograse seducir a algunos buenos caballeros, a quienes arrastráis en vuestras maquinaciones. Os dio el nombre de cruel y de segundo Caín, porque intentabais dar muerte a vuestro hermano...

-¿Y mi hermano no me habría quitado la vida, si yo hubiese caído en su poder?

-Eso mismo le respondí yo; pero el Caballero de la Muerte dice que don Sancho no trataba de dar muerte a su hermano, sino de castigar a un súbdito rebelde...

-En fin, -interrumpió don Nuño, viendo que aquellas inútiles palabras sólo servían para agriar los ánimos-; en fin, la cuestión sólo se reduce a que no podemos contar con la ayuda del misterioso campeón...

-¡Ah! -exclamó Ayub con acento dolorido-. No es lo peor que el Caballero de la Muerte no quiera prestarnos auxilio, sino que tal vez se ponga de parte del rey don Sancho... Pero ¡hágase la voluntad del grande Alá! En haciendo nosotros todo cuanto esté a nuestro alcance por libertarnos de nuestros enemigos, no nos quedará después ningún duelo, aunque nos sucedan las más terribles desgracias.

-Bien, bien, dejemos eso y vamos al caso. ¿Qué noticias traéis? ¿Qué piensa hacer el rey de Castilla que pueda redundar en nuestro daño?

-Lope García me ha dicho que el rey don Sancho, desembarazado por ahora de los rebeldes que le acometían dentro de su mismo reino, trata de emprender la guerra contra los moros y obligar al rey de Marruecos a que se restituya al África...

Una sonora carcajada del infante y de don Nuño interrumpió el razonamiento del moro.

Ambos caballeros reputaban temeraria y hasta impracticable la empresa de arrojar de España al poderoso rey de Marruecos.

-A fe, querido Ayub, que nunca podía esperar me trajeses mejores nuevas, -dijo el infante.

-¡Es posible, señor!

-Justamente, si tal intenta mi hermano, esa guerra será el medio de que otra vez tornemos a Castilla, aliándonos con el rey de Marruecos, quien está muy dispuesto a favorecer nuestras pretensiones.

-Permitidme, señor don Juan, que en eso no confíe yo tanto como vos. Convengo en que para nuestra causa nada habría más favorable, sino el que se comenzase la guerra entre don Sancho y el rey de Marruecos; pero precisamente lo que yo más dudo es que el moro admita nuestra alianza, y a fe que si la rechaza, podemos desde ahora darnos por vencidos, abandonando por ahora la esperanza de tornar a Castilla.

-En cuanto a eso, don Nuño, no debéis dudar ni un instante. El rey de Marruecos es mi amigo personal, y puedo estar seguro de que aceptará gustoso nuestra alianza.

-Si así es, desde luego las nuevas de Ayub nos son muy favorables.

-¿Y qué se dice de mí en Castilla? -preguntó el infante a Ordoño.

-Señor, si he de hablaros con franqueza, no os dan muy buena fama.

Don Nuño hizo una señal a su escudero para que hablase con reserva a fin de no ofender al infante. Este lo advirtió, y volviéndose a don Nuño, le dijo:

-No creáis que yo pueda ofenderme de lo que de mí se diga, por repugnante o falso que sea. Por la demás, tengo un grande interés en averiguar los mil absurdos que se cuentan en público de cosas que muy pocos saben en secreto. Así, yo puedo arreglar más sabiamente el plan de mi conducta, y, creedme, don Nuño, no siempre se presentan ocasiones oportunas para averiguar con exactitud lo que de nosotros se piensa, porque nadie se atreve a hablarnos de cosas que de cerca nos atañen, creyendo que han de causarnos enojo.

Don Nuño se encogió de hombros, haciendo un movimiento, con el cual dio a entender a su escudero que hablase lo que quisiere.

El infante, dirigiéndose a Ordoño de nuevo, preguntó:

-Vamos, ¿qué se dice de mí en Castilla? ¿Tiene muchos parciales don Sancho? ¿Nuestra causa tiene muchos adeptos? ¿Mi nombre goza de aura popular?

-Señor, respecto a esta última rebelión, todos los ánimos parecen más inclinados a la causa del rey, y aun cuando los Haros y los Laras cuentan con muchos amigos y parciales, todavía la generalidad de los ricoshomes y hombres buenos parece estar en favor de vuestro hermano don Sancho, a quien además protegen las órdenes de caballería, particularmente la de los Templarios. Por lo que toca a vuestro nombre, el hecho vuestro, y que más dura y se recuerda en Castilla, es aquel que llevasteis a cabo en tiempo de vuestro padre don Alfonso, cuando, para arrancar a su obediencia a la ciudad de Zamora, cogisteis a un hijo de la alcaidesa del alcázar, y presentándole a su padre, que desde la fortaleza miraba a su hijo maniatado, le intimasteis se rindiese, lo cual al punto conseguisteis con semejante arbitrio.

Un rayo que se hubiese desplomado sobre la cabeza del infante le habría aterrado menos que aquella noticia inesperada. Palideció espantosamente, crispáronse sus puños de furor, e hizo un ademán como para acometer al triste escudero, culpable sólo de haber dicho la verdad.

-¡Infames! ¿Se acuerdan ahora de eso? ¡Vive Dios, que día ha de venir en que, tornando a Castilla, he de cebarme en la sangre de mi hermano y de su corte ruin, que siempre dice: «¡Viva quien vence!» ¿No decían antes que yo era un héroe?

-Señor, -repuso Ordoño-, me habéis exigido que os diga francamente la verdad, y yo no he podido dejar de obedeceros. Perdonad si mis razones os han afligido; pero la culpa no es mía, que lo es de vuestro sino, o de la pública maledicencia.

-Bien está, dejemos eso, y vamos a otra cosa.

-Decid, señor, que mi gusto será el complaceros.

-¿Qué disposiciones ha tomado el rey para declarar la guerra a los reyes de Granada y de Marruecos?

-En cuanto a eso, señor, podrá responderos más cumplidamente que yo vuestro servidor Ayub, a quien se le alcanza más de esto de intrigas cortesanas. Por otra parte, yo no he tratado de lleno en estas cosas, que han sido principalmente dirigidas por Ayub y Lope García.

El infante interrogó con un gesto a su esclavo, el cual respondió:

-El rey don Sancho trata ahora de hacerse, o aliado fiel de los reyes moros, o su enemigo irreconciliable. Para llevar a cabo su propósito, según me ha dicho Lope García, intenta enviar un mensaje, o acaso ya lo ha enviado, ofreciendo a los moros, o su amistad más sincera, o una guerra de exterminio.

-¡Ira de Dios, cuánto camina el rey! -exclamó el infante con despecho.

-¿Lo veis, señor don Juan? ¿Comprendéis ahora que no es tan difícil el que los reyes moros, en esta alternativa, opten por la paz y alianza con que les brinda vuestro hermano?

-En ese caso...

-En ese caso, -interrumpió don Nuño-, es muy posible que el mismo Mohamet, o vuestro mismo amigo el rey de Marruecos, nos entregue maniatados al rey de Castilla.

-Lúgubre estáis, don Nuño, en vuestras opiniones.

-Que si no tienen mucho de halagüeño, les sobra de probable.

El infante permaneció algunos momentos profundamente pensativo, como si las reflexiones de don Nuño hubiesen hecho grande impresión en su ánimo.

Pero muy pronto levantó la cabeza como si hubiese encontrado un medio eficaz para salir airoso de tantos atolladeros.

-¿En dónde está el rey don Sancho? -preguntó.

-Todavía permanece en la bailía de Alconetar, -repuso Ayub.

-¿Y no habéis podido averiguar quién sea el mensajero que mi hermano ha enviado o piensa enviar a los reyes moros?

-Parece que ha sido cosa muy oculta la elección de ese embajador, si es que se ha verificado.

-Según eso, ¿se duda de que aún haya venido a Granada el embajador?

-Cuando nosotros abandonamos las inmediaciones de Alconetar, nadie sabia aún quién fuese el designado para este mensaje. Sin embargo, allí se hablaba de un caballero que estaba muy en privanza con el rey, y no es difícil que este mancebo haya sido el elegido para esta importante embajada.

-¿Sabéis su nombre? -preguntó Lara.

-No, señor.

-Cerca de Alconetar, -murmuraba don Nuño-, es imposible que no sea él...

Y volviéndose a Ayub, preguntó:

-¿Y conoces personalmente a ese caballero?

-Tampoco le conozco, -respondió el esclavo.

-Yo lo he visto una vez salir de la bailía, -dijo Ordoño-, y oí decir a los armigueros que estaban en la puerta que aquel joven caballero era muy estimado del rey.

-¿Qué señas tiene? -preguntó don Nuño.

-Es de estatura más bien alta, apuesto y galán por extremo; el semblante hermosísimo, pero un poco pálido; cabellos negros y brillantes, nariz aguileña, y tan joven, que apenas habrá cumplido veinte años.

Don Nuño guardó silencio; pero hizo un ademán que equivalía a decir:

-Estoy seguro de no haberme equivocado.

Ayub, acercándose al infante don Juan, le dijo:

-Habéis de saber, señor, que don Diego de Guzmán pensaba aprovechar la ocasión de enviar a su cuñada doña María con la escolta del embajador.

-¡De veras! -exclamó gozoso el infante-. ¿Conque podemos ver en Granada a la bella esposa de don Alonso Pérez de Guzmán? ¡Ah, buen Ayub! ¡Cien doblas zaenes te mando en albricias de tan agradable nueva!

-Ya sabía yo, mi querido señor, que esta noticia os interesaba mucho, porque recuerdo el año pasado cuánto os hizo penar esa hermosa dama...

-Sí, sí, tal vez ahora se me muestre menos esquiva; tal vez ahora, en la hermosa ciudad de Granada, en la estación de las flores, y acaso conmovida por mi constancia. ¡Tal vez consiga realizar mis deseos!

Y en los ojos del infante brilló una llamarada, no de amor, sino de impureza.

Luego preguntó:

-¿Y adónde se dirige la hermosa doña María?

-A Tarifa, donde está su esposo de alcaide.

-Pero entonces no podrá acompañarla hasta allí la escolta del mensajero.

-Quiere decir que la acompañará hasta Granada. Por lo demás, yo ignoro completamente las órdenes que tendrá el embajador.

Nuestros cuatro personajes, después de haber resuelto hacer todo lo posible porque estallase la guerra, como favorable a sus intentos, se encaminaron hacia Granada.