Los Templarios - I: 13

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Capítulo XIII - En una mano el pan y en la otra el palo[editar]

Apenas el infante don Juan y sus compañeros habían salido del soto de Roma, cuando vieron encaminarse hacia la puerta de Elvira una lucidísima cuadrilla de jinetes cristianos.

Los moros, que por acaso vieron cruzar a los apuestos jinetes, y aun los que observaban en las atalayas, imaginaron sin duda que aquella tropa se encaminaba a la ciudad para proponer algún desafío o alguna otra empresa de armas de las que en aquella época solían intentar los campeones de la Cruz y los defensores del Corán, entre los cuales reinaba, a la par que un odio invencible, cierta respetuosa cortesía, como si ambas naciones se estimasen por su heroica bravura.

El infante don Juan y sus compañeros participaron de la curiosidad general que despertaba la aparición de aquellos cristianos paladines.

Y aun cuando todos cuatro iban en traje moro, no por eso dejaban (a lo menos don Nuño y su escudero) de ser cristianos viejos, y deseaban saber la causa que por aquellos sitios traía a sus compatriotas, y hasta maldecían su mala estrella, que a esta sazón les obligaba a cubrir su linaje y su creencia con el aborrecido hábito de los infieles.

En cuanto al infante, debemos manifestar que sólo curiosidad experimentaba, más bien que confusión ni vergüenza, por verse vestido con el traje musulmán. El hermano del rey don Sancho era descreído y de condición aviesa y maligna.

Llevaba la atención de todos el que parecía caudillo de aquel pequeño escuadrón, a cuyo frente caminaba sobre un trotón overo y vestida una resplandeciente armadura que parecía hecha de bruñida plata, sobre la cual reverberaban los rayos del sol de la mañana, mientras que a merced de los céfiros se mecían las bellas plumas de colores que adornan su dorado yelmo.

Pero de todos los que atentamente miraban la lucida cabalgata, nadie pudo atinar tan pronto con la causa y designio que a la oriental Granada la conducía como el infante don Juan y sus compañeros, quienes al punto adivinaron que aquellos cristianos eran los embajadores del rey don Sancho el Bravo de Castilla.

Y si todavía esta suposición no hubiese parecido harto fundada, la habrían confirmado de todo punto dos personas que a los lados del capitán caminaban departiendo cariñosamente y contemplando con gozosa admiración los encantadores paisajes y la rica pompa de su vegetación lozana, que por todas partes ofrecía a sus ojos atónitos el mágico recinto de la deliciosa y celebrada vega.

Eran las personas que acompañaban al caudillo una dama y un hermoso niño que casi llegaba al dintel de la adolescencia. La dama se hallaba en todo el floreciente esplendor de la edad, pues de seguro no llegaba a los treinta y dos años, y su belleza era extraordinaria, reuniendo a los delicados encantos y atractivos de la edad primera, las formas majestuosas y la grave hermosura de la matrona. Iba la dama cabalgando con gracia sin igual sobre una hacanea más blanca que la nieve y enjaezada con maravillosa riqueza. Inútil es encarecer cuánto y cuán agradablemente cautivaba los ojos aquella peregrina beldad con su traje y apostura de amazona.

La bella señora no apartaba un punto sus ojos del precioso y vivaracho niño, que le sonreía con toda la ternura filial, si bien algunas veces la dama palidecía por temor de que le ocurriese alguna desgracia a su hijo, novel jinete, pero que traveseaba sobre una jaca negra y avispada, echándola de consumado caballista.

A retaguardia de la lucida escolta iban varias dueñas, pajes y mozos de mulas que, según todas las trazas, pertenecían a la servidumbre de la hermosa dama.

Llegada esta cabalgata a la puerta de Elvira, el que parecía capitán se hizo anunciar como embajador del rey don Sancho de Castilla.

La hermosa dama, el gracioso niño, casi todos los caballeros y el resto del acompañamiento se dirigieron a una de las principales posadas o kanes de la ciudad, mientras que el joven embajador, acompañado de otro caballero, fue conducido por la espaciosa y célebre plaza de Vivarambla, y subiendo a una pequeña colina, penetraron en el suntuoso y reciente [1] alcázar de los reyes moros.

Aun cuando todavía no hacía muchos años se había erigido en el suelo de Granada este edificio portentoso, maravilla del mundo, con todo, la fama de su magnificencia se había extendido ya entre los cristianos, ora porque muchos de éstos habían tenido ocasión de penetrar en la opulenta ciudad de las mil torres, ora porque en aquella época era muy frecuente el caer cautivos en la guerra o en las conquistas, por cuya razón los cristianos que lograban evadirse de su penosa cautividad tornaban luego a sus tierras, contando la magia oriental de aquella creación del arte, fabulosamente magnífica y deslumbradora.

Sabedor el hijo de Ben-Alhamar de que el arrogante monarca castellano enviaba a su corte un embajador, quiso recibirle de manera que dejase atónitos a sus compatriotas cuando les refiriese las maravillas que había visto. Así, pues, mandó que condujesen al gallardo cristiano por los sitios más pintorescos, agradables y magníficos de aquella suntuosa morada.

A la puerta del alcázar hicieron detener al caballero que acompañaba al embajador, permitiendo que sólo éste, atendido su carácter, penetrase en el recinto, a la sazón habitado por dos poderosos monarcas, el de Granada y el de Marruecos.

Los conductores del caudillo cristiano le hicieron atravesar extensas calles de rosales florecidos, de cándidas y aromosas azucenas, de heroicos laureles, de perfumados limoneros y de mirtos siempre verdes.

Frescas estancias en cuyas soberbias techumbres de maderas preciosas se notaban vistosos escaques de mil colores; fuentes de mármoles exquisitos y de aguas perfumadas; ajimeces en cuyos caprichosos recortes se revelaba la rica fantasía oriental; suntuosos divanes de color de púrpura bordados de oro; pebeteros que exhalaban los más preciados aromas del Oriente; muros adornados con preciosos arabescos de estuco, cuyas caprichosas labores se veían desempeñadas con toda la perfección y delicadeza de un nielado; todo esto llamó vivamente la atención del cristiano, que atravesando el patio de la Alberca, y siguiendo la margen del estanque, llegó muy pronto a la torre de Comares, donde le hicieron entrar en la sala denominada de los Embajadores

Contra lo que podían esperar el cristiano y los que le conducían, no hallaron en la sala todavía al rey Mohamet, porque se había suscitado una duda acerca de cuál de los dos monarcas había de recibir al embajador.

En esto llegó un moro para informarse con más pormenores de a quién iba dirigido el mensaje.

-A ambos monarcas debo manifestar la voluntad de mi rey y señor don Sancho el Bravo de Castilla.

El embajador pronunció estas palabras con ese tono de valor sereno que tan característico es en los españoles.

Mientras que fueron a dar aviso a los reyes, el caballero cristiano púsose a examinar muy detenidamente la suntuosa habitación destinada a recibir a los embajadores. El cristiano contemplaba con un verdadero éxtasis las ricas y caprichosas labores que ornaban la techumbre, cuando de pronto sintió que una pesada mano se posaba sobre sus hombros. Rápido como el pensamiento volvió la cabeza el cristiano, y hallose frente a frente con un caballero Zegrí.

-¿Cómo has osado poner la mano sobre mí para llamarme? ¿Por ventura no tienes lengua? -dijo con altivez el gallardo caballero.

El moro, al ver aquel ademán, quedose algo turbado, como si le aterrasen las centellas que lanzaban los ojos negros y vívidos del guerrero cristiano.

La altivez de éste hirió tan en demasía el orgullo del moro, que con mal reprimida saña contestó:

-¡Vive Alá, nazareno, que me has de pagar tu desacato! Mi intención era solamente departir contigo un rato acerca de tu religión y de las cosas de tu país; pero una vez que tan altivo te muestras en tus palabras, ya veremos si en tus hechos hay tanta bravura como aparentar pretendes.

-Podías haberme llamado de un modo más atento y menos brusco. ¿Qué querías preguntarme?

-Siempre os había tenido a vosotros los cristianos por hombres de poco seso y en demasía ignorantes y supersticiosos; pero ahora me convenzo de que a vuestra poca cultura añadís una vana arrogancia que inútilmente queréis llamar valor.

-Aún no ha mucho los cristianos os escarmentaron, haciendo que el fundador del reino de Granada, el padre de tu rey actual, fuese acompañando al santo conquistador de Sevilla, habiéndose obligado a pelear contra sus mismos compatriotas. Y si es que habéis echado en olvido las duras lecciones de Alarcos y de las Navas, muy pronto tendréis ocasión de no dudar del heroico esfuerzo de los cristianos.

-A fe que con la lengua defiendes bien tu causa; pero eso es lo único que sabéis vosotros los cristianos. Dices que los míos han peleado contra los mismos moros; también muchas veces han peleado cristianos contra cristianos; conque en eso nada tenéis que echarnos en cara. Ahora son otros tiempos, y ya veremos si prevalecen las armas que defienden al sagrado Korán, o las que sostienen la más absurda de las religiones, que quiere hacer creer que María fue madre de Cristo y que a pesar de todo esto conservó su virginal pureza. ¡Vive Alá que es donoso el tal misterio!

Y así diciendo, el Zegrí prorrumpió en una estrepitosa carcajada, haciendo befa y escarnio de lo más sublime y bello que encierra el cristianismo, la celestial alianza de la ternura de una madre y del candor purísimo de una Virgen.

El cristiano caballero, que así oyó escarnecer el sagrado nombre de la Virgen María, de la cual era muy devoto, sintió subírsele al rostro toda su sangre, y ardiendo en ira, exclamó sin mirar el grave riesgo a que se exponía:

-¡Perro infiel! ¡Blasfemo y villano! ¿Cómo te atreves a poner tu lengua inmunda sobre la Virgen sin mancilla?

Y el valeroso cristiano, con su manopla de acero, dio un terrible bofetón sobre la boca del moro, que comenzó a manar sangre.

Furioso el Zegrí, dio algunos pasos atrás, y poniendo mano a su corvo alfanje, se dispuso a vengar su afrenta con la muerte de su ofensor.

Muchos de los más nobles caballeros de Granada se paseaban a la sazón por la sala de Embajadores, atraídos por la curiosidad de saber el mensaje y conocer al mensajero.

Allí ostentaban sus ricas y brillantes galas los nobles Abencerrajes, modelos de valor y de cortesía, y que tiempo adelante habían de ser víctimas de la más infame calumnia y de la más atroz venganza; los Alabeces, oriundos de los Almohades; los Almoradíes, deudos muy cercanos de Ben-Alhamar, fundador del reino de Granada; los Gomeles, los Mazas y Zegríes, descendientes de los reyes de Córdoba, entre cuyos varios linajes existían sordas rivalidades que algún día habían de ser el origen de la ruina y pérdida de la ciudad de Boabdil.

Pero por más que entre ellos hubiese algunas rencillas y aun enconados odios, propios de las tribus árabes, con todo, convenían en mirar a los cristianos como a enemigos comunes. La sangre hervía en sus venas al ver a un cristiano en el recinto de la Alhambra, y todos los que se hallaban presentes, sin distinción de linajes, acudieron en socorro del afrentado Zegrí.

¡Terrible situación la del embajador cristiano! El ofendido moro le acometía con su corvo alfanje, mientras que un numeroso grupo le cercaba con todas las muestras de ayudar a su compatriota.

El cristiano comprendió que allí se encontraba en el caso de hacer valeroso alarde de su esfuerzo, tanto por su honra propia como por la del rey que le enviaba y la de la nación a que pertenecía. Desenvainando su tajante espada de Toledo, el embajador apercibiose a la defensa con temeraria osadía. Una muerte inevitable le amenazaba; pero en aquella ocasión no se trataba ya de defender la vida, sino de morir con honra.

Sin duda alguna el bravo campeón hubiera sucumbido al número de sus adversarios, si en aquel momento no hubiesen aparecido en la sala dos personas cuya presencia fue tan favorable para el cristiano como aterradora para los moros, quienes todos a una, y llenos de confusión, gritaron:

-¡El rey! ¡El rey!

Ambos monarcas, en efecto, penetraron en la suntuosa estancia, y maravillados del cuadro que ante sus ojos se ofrecía, Mohamet preguntó:

-¿Qué es esto? ¿Así los caballeros de mi corte reciben a los que llegan con el sagrado seguro de embajadores? ¡Vive, Alá que yo castigaré vuestra descortesía!

Todos los circunstantes guardaron el más profundo silencio para no aumentar el enojo del monarca.

El Zegrí, sin embargo del aturdimiento que naturalmente le produjo la repentina aparición de Mohamet, permaneció frente a frente a su enemigo, amenazándole con su desnudo alfanje.

Mohamet, comprendiendo que no era conveniente manifestar en aquel momento toda la severidad de que él hubiera querido hacer uso, dio amable gesto a su rostro, y dirigiose a ambos contendientes, diciendo con voz reconciliadora:

-¡Paz, caballeros!

El Zegrí al punto entregó su alfanje al rey; empero el cristiano no parecía tan dispuesto a seguir el ejemplo de su adversario.

-Nazareno, -dijo Mohamet-, te ruego que me entregues tu espada. No es una orden cuyo cumplimiento te exijo; es un favor que te pide el rey de Granada. Yo recibiré tu acero como el regalo de un valiente.

Prendado el embajador de este lenguaje tan digno como cortesano, entregó sin resistencia su espada a Mohamet. Esta circunstancia favoreció extraordinariamente los proyectos del embajador, pues uno de los principales encargos que llevaba era entregar secretamente al rey de Granada una carta de don Sancho.

El embajador, pues, al entregar su espada, dio también a Mohamet la carta, y cambió con él algunas palabras en idioma árabe.

Todo esto se verificó con la rapidez del rayo; pero no obstante, al escuchar Mohamet las palabras del embajador, la más espantosa palidez cubrió su semblante. Esta turbación se desvaneció bien pronto, cuando el rey, paseando una mirada escrutadora en torno suyo, se apercibió de que nadie había podido observar la rápida escena que acabamos de bosquejar.

En seguida Mohamet, perfectamente tranquilo, tomó asiento en compañía del rey de Marruecos, y ambos se dispusieron a escuchar la embajada del rey de Castilla.

El cristiano caballero dirigiose a ambos monarcas, y con acento de altivez, que cuadraba muy bien a sus facciones varoniles, dijo:

-El poderoso don Sancho IV de Castilla, cognominado el Bravo por sus hazañas, me envía para que os haga saber su soberana voluntad. Sus palabras son muy breves, pero en cambio muy significativas...

-Decid, -interrumpió el rey de Marruecos de mal talante, porque no podía soportar la arrogancia del mensajero.

-Rey de Granada, rey de Marruecos: sabed que mi rey y señor tiene para vosotros en una mano el pan en la otra el palo. [2]

Todos los que se hallaban presentes no pudieron menos de admirarse al oír aquella notable embajada, cuyo tono amenazador anunciaba que muy pronto la guerra había de comenzar más encarnizada que nunca.

Mohamet clavó sus ojos en el embajador con aire de inteligencia, en tanto que el rey de Marruecos, bramando de ira, respondió:

-Pues dile a tu rey que nosotros tenemos para él en una mano el acero y en la otra el yago. Anda y llévale esa respuesta.

El embajador inclinó ligeramente la cabeza y salió.


  1. Ben-Alhamar, el fundador del reino de Granada, fue el que dio a esta ciudad brillo y esplendor, mandando construir muchos edificios, y entre ellos la Alhambra, si bien su hijo Mohamet fue el que más adelante embelleció este portentoso alcázar con todas las maravillas que aún se conservan, a pesar de la injuria de los tiempos y de la incuria de los hombres. La Alhambra es la más preciada joya artística que posee la España como recuerdo brillante de la dominación oriental.
  2. Palabras históricas.