Los Templarios - I: 16

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Capítulo XVI - El caballero de la muerte[editar]

Nos hallamos en la cumbre del monte donde tenía su morada el misterioso personaje a quien hasta ahora sólo conocemos con el nombre de «fantasma blanco», a causa de que usaba el hábito de la orden del Templo.

Sin duda el lector recordará que en aquel sitio convinieron el Templario y el trovador en tener algunas entrevistas para concertar los medios de llevar a cabo sus planes de venganza respecto a Castiglione.

El Templario, sentado junto a las ruinas de la ermita, que iluminaban los rayos del sol poniente, contemplaba con una expresión de inefable ternura al joven armiguero.

-Y bien, -preguntó éste-, ¿qué teníais que decirme?

-Quiero que, desde mañana tengáis prevenidos algunos instrumentos en la bailía de Alconetar, de modo que te sea fácil sacarlos del lugar en que los tengas ocultos. ¿Puedes tú llenar este encargo?

-Perfectamente.

-Pues bien, mañana compras una palanqueta y un pico, y los ocultarás en la huerta o en algún otro lugar en que dichos instrumentos estén a mano.

-Descuidad, señor, que seréis obedecido.

El trovador permaneció algunos momentos cabizbajo y meditabundo.

Al fin se atrevió a preguntar:

-¿Y no me queréis decir para qué servirán esos instrumentos?

-Para libertar al más desgraciado de los hombres, que hace más de quince años que gime emparedado.

-¡Emparedado!

-En el subterráneo de la torre donde habita Castiglione.

-¡Qué horror! ¿Y quién es ese hombre?

-Ya te lo diré a su tiempo.

-¿Me permitiréis que os haga una pregunta?

-Di lo que quieras.

-¿Cómo no habéis intentado libertar a ese hombre mucho tiempo antes?

-Porque hace muy pocos meses que he sabido que allí gemía ese desgraciado.

-Yo no hubiera podido retardar ni un solo instante la libertad de ese infeliz prisionero.

-Yo no sufro reconvenciones de nadie, -dijo gravemente el Templario.

-Señor... perdonad...

-Sin embargo, te diré la causa de no haberlo sacado de su horrorosa prisión al día siguiente de haber descubierto que se hallaba emparedado en el subterráneo.

Jimeno redobló su atención para escuchar las palabras del misterioso personaje, que continuó:

-En primer lugar, era preciso valerse de otras personas, para que, aprovechando las últimas horas de la noche, hundiesen el muro que encierra al prisionero, y no me era posible encontrar hombres de toda mi confianza. En segundo lugar, yo no había conocido hasta hace muy pocos días que el infeliz emparedado es una de las personas a quienes tú y yo debemos tratar con la mayor ternura y con el más profundo respeto.

-¡Es posible!

-No pasará mucho tiempo sin que te convenzas de la verdad de lo que acabo de manifestarte. De todas maneras, yo pensaba en sacar al triste emparedado de la tumba anticipada en que le ha sumido la crueldad de Castiglione; pero ahora que conozco personalmente a la víctima, es un deber sagrado el que me obliga a salvarle o a morir en la demanda.

El trovador tuvo necesidad de hacer un esfuerzo heroico sobre sí mismo para no dirigir un torrente de preguntas al misterioso Templario; pero al fin logró dominarse y sólo se limitó a decir:

-En verdad, señor, que no acierto a comprender cómo habéis llegado a averiguar que se hallaba ese prisionero en el subterráneo de la torre.

-Sin duda que te parecerá extraño, y con mucha razón, que yo haya sorprendido semejante secreto.

El misterioso Templario exhaló un profundo suspiro, como si un doloroso recuerdo le atormentase.

Luego continuó con voz dulce y triste:

-Has de saber, amado Jimeno, que una causa tan poderosa como lamentable me obligó hace pocos meses a penetrar por el subterráneo para subir al aposento de Castiglione y dejarle una carta, en la cual le comunicaba que la mujer de quien estaba enamorado era su hija.

-¡Su hija! -repitió el trovador lleno de asombro.

-Sí, Jimeno, -respondió el Templario asiendo al joven convulsivamente del brazo; -ese hombre es un aborto del infierno; pero... dejemos ahora este nuevo crimen de Castiglione. Baste decirte que, habiendo penetrado en el subterráneo a las altas horas de la noche, divisé al infame verdugo de tu familia que se encaminaba lentamente hacia el extremo del tenebroso recinto, donde había un tugurio y una rejilla. Castiglione con áspera voz llamó al infeliz que allí gemía enterrado vivo, y le dejó colgado de la reja un cesto con algunas provisiones. Apenas el bárbaro carcelero hubo desaparecido, salí yo de mi escondite y le anuncié al triste emparedado que muy pronto sonaría la hora de su libertad.

-¿Y no le preguntasteis quién era?

-No me importaba saber su nombre, a lo menos así lo creía. Sólo pensé que allí gemía un desgraciado que necesitaba mi auxilio, e inmediatamente traté de buscar los medios de sacarlo de aquella prisión inmunda y horrorosa. Por otra parte, aquella noche no me sobraba el tiempo para entretenerme en preguntas inútiles. Así, pues, me alejé rápidamente para poner mi carta en sitio donde pudiese verla Castiglione.

-Lo más extraño del caso es que vos hayáis podido entrar en los subterráneos de la torre del Tesoro, -dijo el trovador mirando fijamente al Templario.

Sin duda en la mirada de Jimeno pudo leerse algo de incredulidad ofensiva al misterioso personaje, que dijo con voz desdeñosa:

-¿Por ventura no me has visto penetrar en la casa de la Encomienda?

-Sí, señor; pero los subterráneos de la Encomienda no están guardados como los de la torre del Tesoro. Además, -continuó el armiguero-, se dice que, sólo Castiglione, el comendador y el maestre de Castilla son los únicos que saben las entradas y salidas subterráneas de las minas de la torre.

-Y añade a todo eso, -dijo con mucha calma el Templario-, añade a todo eso que un formidable león guarda la entrada del sitio donde están las joyas de más estima.

Jimeno clavó una mirada de admiración en el Templario.

-¿Y os habéis atrevido a pasar por esos sitios? -preguntó.

-Cualquiera que pasase por allí sería despedazado por el fiero león; pero Castiglione y yo podemos pasar a todas horas impunemente.

-¿Acaso habéis domesticado a la fiera?

-Me hace caricias y me lame las manos como si fuese un perro.

-Señor, -dijo el armiguero estupefacto-, cada vez me convenzo más y más de que sois un hombre extraordinario, y que para vos no hay nada imposible. ¿Quién ha podido revelaros las entradas secretas de la torre del Tesoro, y cómo habéis conseguido amansar la fiereza del león?

-Hace muchos años que yo vivía muy familiarmente con Castiglione, habiendo consentido más de una vez que yo le acompañase por los dilatados tránsitos de los subterráneos de la torre. ¡Ay de mí! ¡Cómo vuelan los años!... En una noche memorable quiso la divina Providencia que yo encontrase el secreto de la puerta del subterráneo...

-Pero ¿quién sois? -preguntó de pronto Jimeno.

-¡Algún día lo sabrás!

-¡Tened piedad de mí! ¿Acaso sois mi padre? El corazón me dice...

-El corazón te engaña, -interrumpió el Templario, haciendo un gran esfuerzo sobre sí mismo.

El armiguero suspiró tristemente, como si se viese obligado a desechar de su alma un hermoso pensamiento.

El misterioso personaje anudó su interrumpido relato

Por lo demás, -dijo-, he logrado amansar al león haciéndole caricias y llevándole por espacio de muchos días grandes trozos de carne fresca de cordero. Ahora bien; tú eres el único hombre de quien me fío para que me ayude a libertar al infeliz emparedado. ¿Estás dispuesto a servirme en esta noble empresa?

-Estoy dispuesto a serviros en cuerpo y alma.

-Pues te repito que en el día de mañana compre las herramientas necesarias para llevar a cabo nuestro intento.

Y así diciendo, el Templario entregó al trovador una bolsa bien repleta de oro.

-No necesito dinero para comprar los instrumentos que me habéis dicho, -repuso con cierta altivez el trovador.

-Haz lo que mejor te parezca, -dijo el Templario guardando su oro-. No hemos de reñir por cosas de tan poca importancia.

-¿Y en dónde nos hemos de ver?

-Yo iré a buscarte a la Encomienda.

-¿Cuándo?

-No te puedo decir ni el día ni la hora, porque yo mismo ignoro todavía el momento en que será posible y conveniente dar el golpe; mas descuida, que yo sabré buscarte cuando te necesite.

-¡Oh! -exclamó el armiguero-. ¡Con cuánta impaciencia espero el día en que el malvado Castiglione comience a sentir el peso de nuestra implacable venganza.

-Puedes estar seguro de que serán tales y tan crueles sus torturas, que le valiera más no haber nacido; pero mientras llegue la hora... ¡Sigilo y astucia!

El sol ya se ocultaba en Occidente, y el trovador necesitaba estar en la Encomienda a una hora fija para no hacer falta a su servicio, por cuya razón el armiguero despidiose del Templario y encaminose rápidamente hacia Alconetar.

Apenas el trovador había desaparecido por la senda que conducía al valle, cuando súbito salió de entre las ruinas un personaje envuelto en un cumplido sayo negro.

Aquel hombre, de extraordinaria estatura, se adelantó hacia el fantasma blanco lenta y misteriosamente.

El Templario le miraba atónito.

-¡Si fuera él! -exclamó aterrado.

El aparecido le contestó con una carcajada.

-A fe, -dijo-, que sois en demasía cándidos, vosotros que habéis jurado venganza a un hombre cruel y astuto.

-Pero... ¿Quién sois?

-Me alegro mucho de saber que estáis tan dispuestos a satisfacer vuestro encono en Castiglione.

-¡Vos le conocéis!

-Como a mí mismo.

Los ojos del Templario lanzaron un brillo siniestro y desenvainó el puñal, que llevaba debajo del manto.

-Vamos, venerable cenobita, ¿pensáis ahora en cometer un homicidio?

Y esto diciendo, el encubierto personaje no quitaba ojo al Templario, en cuyo movimiento se había notado harto claramente su intención de acometer al importuno, el cual, sin embargo, no parecía inquietarse demasiado por la actitud hostil del habitante de las ruinas.

-Deben de estar de acuerdo vuestras palabras con vuestros hechos.

-¿Qué queréis decir?

-Que aconsejáis la astucia, y luego sois muy poco cauto para ocultar vuestros deseos de asesinarme. Vamos, dejad ese puñal, pacífico ermitaño.

-¿Habéis oído?...

-Todo, todo..

-¡Ira de Dios! ¡Toma, insensato!

Y el Templario descargó una furiosa puñalada en el pecho del misterioso personaje, que, impasible o inmóvil, comenzó a reírse de una manera satánica.

El incógnito llevaba debajo del sayo su armadura, contra la cual rebotó el puñal como contra una peña.

-¿Por quién me habéis tomado? -preguntó riendo el semigigante.

-¡Oh!... ¡Este... no es él!... Ni su voz, ni su estatura... Perdonad, caballero... Me he dejado arrebatar con sobrada ligereza de un movimiento de furor...

-Estáis perdonado; pero no puedo menos de reconveniros por vuestra poca prudencia, que, según parece, sólo la tenéis en la lengua, mas no en las acciones. ¿Qué hubiera sido de vuestro rencor si por ventura yo hubiese sido Castiglione? De un solo golpe, a no venir él, como yo, armado, habríais concluido con el más delicioso de los placeres para un corazón que odia, el placer de la venganza.

-¡Oh! -exclamó el fantasma blanco-, dadme vuestra mano, caballero, porque nosotros debemos ser amigos; vuestra alma está templada como la mía. ¡Cuán bien se conoce que vos sabéis aborrecer!

-No os engañáis, y para mayor satisfacción vuestra, os digo que aborrezco precisamente a la misma persona que vos, al infame Castiglione.

-¡De veras!

-Ya veis que no es posible sino que nos entendamos perfectamente, por la misma razón de que vuestro implacable enemigo lo es también mío.

-Desde luego podéis contar con toda mi adhesión.

-Y yo os la ofrezco con toda sinceridad.

-Pero desearía que me dijeseis quién sois.

-Un extranjero.

-Según vuestro acento, parecéis italiano.

-Justamente.

-¿Y de qué parte de Italia sois, puede saberse?

-De Calabria.

-¡Compatriota de Castiglione!

-Por mi desdicha.

-Vuestra historia debe de ser muy interesante.

-Muy lamentable.

-¿Y cómo os encontráis en este sitio?

-Porque mi ángel malo me ha conducido a él.

-Enigmático y lúgubre estáis.

-Mi venida aquí esta noche había sido con un objeto muy distinto; pero la conversación que os he escuchado ha vuelto a despertar en mi pecho todos los rencores que ya el tiempo había adormecido. No parece sino que vuestro aliento, que respira venganza, ha infundido en mi corazón la misma sed insaciable que os devora.

-Sentaos, caballero, -dijo el Templario.

-Seguiré vuestro consejo.

El Templario se puso a examinar más de cerca y con mayor detenimiento al extraño personaje que le había causado una impresión profunda.

De pronto el Templario exclamó:

-¡Ah! Ya os conozco, al menos de reputación.

-No es extraño, soy más conocido en Castilla que en mi patria.

-Como usáis una divisa tan singular...

-Y tan terrible al mismo tiempo...

-Sin duda. ¿Y cuál era vuestro objeto al venir aquí? ¿Acaso me buscabais? A fe que ha sido grande vuestra osadía, porque muy pocos se atreven a penetrar en este recinto, del cual se cuentan en esta comarca las cosas más estupendas.

-Ya comprenderéis que yo me encuentro por cima de las preocupaciones del vulgo, y que no es fácil que yo crea en tales hablillas.

-Lo comprendo muy bien, caballero.

-Por lo demás, es cierto que os buscaba, si bien me hallaba muy distante de encontrarme con un enemigo de Castiglione, que equivale a decir, con un amigo mío.

-¿Y en qué puedo yo complaceros?

-Ya en nada de lo que antes pensaba consultaros.

-¿Cómo así?

-Sin embargo, no por eso he perdido el viaje. Podré ayudaros mucho.

-¿Para qué?

-Para llevar a cabo vuestra venganza, -dijo el caballero en voz muy baja.

-No he entendido bien lo que habéis dicho.

-Es preciso usar de muchas precauciones.

-En efecto, todas las medidas que puedan tomarse parecen pocas y suelen ser insuficientes.

-Como en esta ocasión ha sido inútil vuestra prudencia, estando el joven que se ha marchado en este sitio, en donde probablemente creíais que nadie podía escucharos.

-Tenéis mucha razón, y no acabo de admirarme de tan extraña coincidencia.

-Ahora os lo explicaré todo.

Y el caballero se levantó y comenzó a escudriñar en torno suyo con una minuciosidad notable.

El Templario también le imitó, y cuando ambos se hubieron convencido de que nadie podía escucharlos, el caballero del sayo negro dijo.

-¿No creéis que si vosotros hubieseis hecho lo mismo que acabamos de hacer, nadie habría sorprendido vuestro coloquio?

-Sin duda alguna, caballero. Es preciso convenir en que sois mucho más prudente que yo he sido esta noche.

-Ahora bien, deseáis saber por qué causa me encuentro en este apartado recinto, y voy a complaceros.

-Me holgaré mucho de escuchar vuestra historia.

El caballero, exhalando un profundísimo suspiro, comenzó su relato de la siguiente manera:

-Hubo un tiempo en que mi vida se deslizaba tranquila y apacible como el manso arroyuelo que serpentea entre las flores, como la serena alborada de un hermoso día de primavera. ¡Ay! ¡No puedo recordar aquella edad dichosa sin que la más cruel amargura destroce mi corazón. Yo entonces era inocente como la cándida paloma y feliz como nuestros primeros padres en el paraíso antes de su fatal caída. También por mi desdicha, también yo caí desde la luminosa altura de una conciencia tranquila al horroroso abismo de crímenes sin cuento. Yo creía en Dios, en la virtud, en la amistad, en el amor, en la gloria, en todo lo grande, generoso y sublime que existe sobre la tierra. ¡Oh, delicioso aroma de la brillante flor de la juventud! Abriste tu hermoso cáliz al fúlgido sol de la mañana; pero a la tarde soplaron los rudos aquilones y caíste tronchada en el cieno. Mis ilusiones más queridas, ¡ay! fueron arrancadas de mi alma como las amarillentas hojas de los árboles que arrebata el ronco vendaval en las sombrías tardes del otoño. En aquel tiempo feliz, casi todas mis nobles aspiraciones podían satisfacerse, porque estaban a mi disposición todos los medios materiales con que entre los hombres se realizan muchos de nuestros deseos, porque ni aun la generosidad ni el afán de hacer el bien sirven de nada sin las condiciones necesarias, sin las riquezas. Villas y castillos que poseía mi padre habían dado en la Calabria una grande importancia a mi familia, que era de las más distinguidas del país. Mi buen padre, conociendo la generosa índole de mi corazón y el fondo de ternura y de compasión que yo abrigaba para todos los desgraciados, no quiso nunca escasearme los medios para que espléndidamente pudiese satisfacer mis instintos de prodigalidad, que eran grandes y nobles, porque se dirigían a enjugar las lágrimas del infortunio.

-¡Ah! Si el hombre puede considerar las riquezas como un bien, es tan solamente porque le proporcionan la inefable dicha de ser útil a sus semejantes, repartiendo con mano benéfica lo que le ha dado el constante dispensador de todos los beneficios para que, como sabio y fiel depositario de ellos, sepa repartirlos discretamente.

-No digo yo por mi parte que siempre hiciese noble uso de mis riquezas; alguna vez me dejé seducir por las fascinaciones del mundo y por las apariencias frecuentemente engañosas de muchas personas que sólo debían a su propia culpa su estado lamentable... Así pasaron los primeros años de mi juventud, hasta que, aguijado por un vehementísimo deseo de correr tierras, pedí permiso a mi buen padre para que consintiese en que me ausentase de mi patria. La fama gloriosa de los paladines de Castilla había llegado hasta Italia, y yo ardía en deseos de ilustrar mi nombre peleando contra los moros, enemigos de nuestra religión. Quince años estuve ausente, y cuando volví, nadie en mi patria me conocía. Entonces experimenté todas las angustias de la pobreza y de la oscuridad, yo, que estaba acostumbrado al brillo de las riquezas y a los lisonjeros homenajes de la gloria.

-¿Y cómo así? ¿Qué se hicieron vuestras villas y castillos?

-Ahí es donde entra la perfidia y villanía de Castiglione. Este hombre infernal estaba entonces en una casa de Templarios inmediata al castillo donde habitualmente residía mi anciano padre... ¡Oh! Es tan cruel la pena que se apodera de mi alma siempre que recuerdo tan lamentable tragedia, que el llanto se agolpa a mis ojos y quisiera arrancarme la memoria. Baste deciros en dos palabras que Castiglione, valiéndose de unas cartas fingidas con infernal astucia, hizo creer a mi padre que yo había muerto, y consiguió, por último, que todos los bienes que de derecho me pertenecían pasasen a la orden de los Templarios.

-¡Qué infamia! Ese es su crimen habitual, la codicia le devora; pero, cosa extraña, es la codicia en favor de su orden. ¿Y qué acaeció cuando volvisteis a vuestro país?

-¿Qué había de suceder? Mi fisonomía había variado tan notablemente y mi estatura se había acrecentado de una manera tan prodigiosa, que yo mismo no podía menos de reconocer la dificultad de que me tuviesen por el mismo que quince años antes había partido del techo paterno. En resolución, debo deciros que cuantas instancias practiqué para que me restituyesen todos mis bienes fueron inútiles.

-¡Qué horrible injusticia!

-Sumido en la pobreza y llena el alma de hiel por la infamia de los hombres, me dejé arrastrar por mis pasiones turbulentas, pensando hallar ¡desdichado! la tranquilidad que me faltaba arrojándome a cierraojos por la rápida pendiente de todos los vicios.

El caballero suspiró profundamente, como si un doloroso recuerdo torturase su corazón.

Luego continuó después de algunos momentos de silencio:

-¡Ay! Desde entonces datan todas mis aflicciones, mis crímenes, mis remordimientos. Un destino cruel e implacable pesa sobre mí...

-Pero ¿es posible que nada pudieseis alcanzar de los Templarios? ¿Tan apegados estaban a las riquezas, que ni una compensación siquiera ofrecieron de algún modo a vuestros sufrimientos?

-Eso habría sido confesar que ellos me habían despojado de mis bienes, y los Templarios, o por mejor decir, el villano Castiglione sabía muy bien lo que tenía que hacer para no comprometer a la orden y para que su ruin codicia produjese en mi espíritu altanero todas las angustias de la pobreza y de la desesperación. Inútilmente demandé a los Templarios ante los tribunales...

-¡Inútilmente, decís! ¿No pudisteis probar su injusticia?

-Al contrario, estuve a punto de ser degollado por impostor.

-¡Qué horror! ¿Es posible?

-Los Templarios presentaron un testamento de mi padre, por el cual éste dejaba a la orden todos sus bienes.

-¡Una falsificación!

-Nada de eso; el testamento era válido, y estaba en realidad dictado por mi difunto padre.

-¿Pues cómo?

-Ya os he dicho que Castiglione había hecho creer a mi padre que yo había muerto, cuya noticia supo confirmar por medio de unas cartas supuestas. De este modo mi padre cayó en el lazo que le habían tendido, dejando a su fallecimiento todos sus bienes a los Templarios... Pero lo que sin duda os causará tanta admiración como horror es saber que mi padre murió envenenado por Castiglione, el cual, impaciente por adquirir tantas riquezas, o acaso temeroso de que yo volviese a mi país inesperadamente, se aventuró a cometer tan espantoso crimen. Todo esto lo supe yo después de algunos años por un antiguo criado de mi padre, que había tenido la debilidad de consentir en administrar el tósigo al autor de mis días. Por orden de Castiglione yo fui encarcelado en una solitaria torre; y como ya existían entre ellos, es decir, entre ese infame asesino y el criado de mi casa horribles vínculos de complicidad, el antiguo servidor fue quien mereció la confianza de Castiglione para que fuese mi carcelero. Este, sin embargo, no estaba dotado del temple ferozmente incontrastable que distingue a ese tuerto infernal, y acosado por los remordimientos, deseaba lavar algún tanto su crimen, dando la libertad al hijo de su buen señor, ya que a éste lo había envenenado. Castiglione abrigaba hacia mí los mismos proyectos, y me preparaba un fin idéntico al de mi anciano padre.

-Si yo no conociera a ese maldito calabrés, creería que me exagerabais su maldad inaudita.

-Para llevar a cabo su odioso intento, contaba también con la cooperación de mi carcelero; mas esta vez no fueron secundados sus deseos criminales. Una noche el antiguo servidor de mi familia me abrió la puerta de mi prisión, manifestándome que, si quería salvarme de una muerte segura, no debía de perder tiempo en ausentarme de Italia. Él mismo también se ofreció a acompañarme, pues no me ocultó que su peligro no era menos inminente si se quedaba. Entonces me resolví a adoptar la fuga que, como único puerto de salvación, se me ofrecía. Aquella misma noche partimos para España, y durante algunos años aquel hombre arrepentido me sirvió con lealtad extraordinaria. Yo, sin embargo, ignoré por mucho tiempo cuál había sido su conducta para con mi familia. Ambos nos pusimos al servicio de los reyes de Castilla, y en un encuentro con los moros, mi servidor fue herido mortalmente. Sobre mi mismo caballo lo retiré del sitio del combate, y procuró por todos los medios posibles restituirlo a la vida. Todo fue inútil. Pocos momentos antes de morir me entregó un manuscrito cerrado y sellado, el cual me suplicó que no leyese hasta después que él dejase de existir. Yo se lo prometí solemnemente. Cuando mi criado hubo muerto, abrí el manuscrito, y en él hallé trazada muy por menudo la triste historia que acabo de relataros muy por encima.

El misterioso caballero guardó silencio, y hondos suspiros salían de su pecho, demostrando cuánta era su angustia al recordar sus desdichas.

Atentamente había escuchado el Templario aquella narración, y no dejaba de admirarse de la coincidencia que acababa de proporcionarle un nuevo auxiliar para sus venganzas; pero sobre el gozo que este descubrimiento le había causado, estaba el deseo vehemente de saber el motivo que había conducido a aquel lugar al gigantesco paladín.

Así, pues, el Templario se resolvió a preguntarle:

-Recuerdo me habéis manifestado que el objeto de vuestra venida era consultarme sobre cierto punto... Y añadisteis después: «Mi ángel malo me ha conducido aquí». ¿Por qué habéis dicho eso? ¿puede saberse?

El caballero se sonrió tristemente.

-¡Ay! -exclamó-. Después de tantas desventuras, yo me entregué a todos los vicios para adormecer mis pesares, como el desdichado que busca en el opio un calmante a sus dolencias. Yo también he cometido grandes crímenes, arrastrado, más bien que por mi mala índole, por la impetuosidad de mi carácter y por las contrariedades de mi vida, que habían exasperado mi corazón. Hace algún tiempo que habito en estos contornos, y habiendo oído decir que en este monte moraba un santo ermitaño, hice mi peregrinación con intento de confesarle todas mis grandes culpas y pedirle consejo en mis tribulaciones, para calmar algún tanto los roedores e implacables remordimientos de mi conciencia. ¡Cuánto me engañaba! Ya sabéis todo lo que ha sucedido. En vez de encontrar un alma tranquila y llena de caridad, ¡ay de mí! sólo he hallado un espíritu turbulento y un corazón desgarrado, y, como el mío, también sediento de venganza. Yo he experimentado lo mismo que experimentaría un hombre que después de un largo camino, y cuando, ya moribundo de fatiga, creyese arribar al término de su viaje, soñando descansar en blando lecho de mullidas plumas, ¡ay! se reclinase en un punzante y áspero zarzal... ¿No creéis que tenía razón al decir que el infierno me había guiado a este sitio, en el cual pensaba beber las aguas tranquilas de la sosegada paz que tanto anhela mi espíritu agitado?

Y esto diciendo, el atlético personaje prorrumpió en una carcajada hueca, irónica, sombría como la noche, amarga como la cicuta y más terriblemente dolorosa que el más desconsolado llanto.

El Templario bajó los ojos y sintió escandecerse sus mejillas, como si se avergonzase de la mentida opinión de santidad que le daban por aquellos contornos.

Al fin dijo:

-Confieso que me pesa muchísimo el que tal desengaño hayáis sufrido, cuando la casualidad ha hecho que sorprendáis los secretos de un corazón herido y que sólo respira sangre y venganza en este solitario lugar, en que exclusivamente debería entregarse a la santa tristeza de la penitencia. Pero ya que no me sea posible daros los consuelos de un confesor, de un varón justo, consuelos de que yo mismo también necesito, a lo menos os ruego que me digáis vuestras amarguras, para cuyo alivio acaso pueda seros útil, siquiera como amigo.

El gigantesco paladín estrechó con agradecimiento la mano del Templario y continuó:

-Yo vivía en las montañas de León, en un pequeño, pero delicioso heredamiento, de que el rey me había hecho gracia por mis servicios. A la sazón los reyes cristianos habían ajustado treguas con los moros, y yo había ido a solazarme en la caza en compañía de varios otros caballeros, mis amigos y camaradas. Estos sucesivamente me fueron abandonando, unos para arreglar sus negocios, y otros para visitar a sus familias en sus respectivas provincias, deseando todos aprovechar el tiempo de descanso, que proporcionaban las ajustadas treguas. Yo entonces caí en una melancolía profunda, viéndome privado de mis alegres camaradas. Sólo me acompañaban en mi retirada vivienda una hija del arrendador de mis tierras, que hacía poco había muerto, y mi escudero, joven fiel y valeroso y natural del mismo reino de León. Era la joven Isabel tímida como una gacela, bella como la luz de la aurora y modesta como una sensitiva. Sucedió lo que no podía menos de suceder, que mi escudero se enamoró apasionadamente de la hermosa muchacha. Yo ignoraba esto completamente; pero, por mi desdicha, también me enamoré con frenesí de la graciosa Isabel, y este ha sido el principal origen de todas las amarguras que ahora padezco: porque fácilmente se soportan las privaciones de la mala fortuna; pero ¡ay! no sucede lo mismo con los remordimientos...

-¿Acaso es un crimen amar?

-No digo yo eso, si bien muchas veces el amor es causa de grandes crímenes.

-También con frecuencia es origen de virtudes.

-Eso es conforme; pero, por desgracia, en esta ocasión mi amor a Isabel fue causa de un atentado horroroso. Una tarde paseábame por el huerto, cuando entre una calle de frondosos tilos divisé a la joven, hermosa y lozana como las ninfas de la primavera. La misma naturaleza parecía convidar con sus encantos a las delicias del amor. Los rosales estaban floridos, el ambiente embriagado de perfumes, y las aves cantaban al caer el sol, revoloteando en torno de dos altos cipreses que había junto a la alberca. Lo que en aquellos momentos pasó en todo mi ser es uno de esos misterios de nuestro corazón, que el hombre puede sentir, pero que no le es dado conocer ni explicar. Parece imposible que ejerza una influencia tan íntima y profunda en el espíritu del hombre la presencia de una mujer seductora. Aquella celeste aparición inundó mi alma de una ternura infinita; pero muy en breve se convirtió en furor inexplicable, cuando, aproximándome a Isabel, ésta me rechazó, escuchando con desprecio mis amorosas palabras. Yo furioso la así por los brazos; ella comenzó a gritar, y de repente apareció mi escudero, quien se atrevió a darme una bofetada. Este insulto, unido al rencor ponzoñoso que en mí producía la idea de que mi escudero era amado por Isabel, me sacó fuera de mí, y con frenética rabia me precipité sobre él, clavándole mi puñal en su pecho y atravesándole el corazón... Isabel, cuando se vio libre de mis brazos, huyó despavorida, buscando un asilo en las alquerías inmediatas...

-¿Luego ella no presenció vuestra lucha?

-No, y en verdad que fue terrible... ¡Ay! ¡Cuán breves son los momentos que separan la inocencia del crimen! ¡Cuán fácilmente se traza en una vida la sangrienta línea que separa los días tranquilos de las noches tempestuosas!... Yo intenté ocultar mi crimen, y cargando con el cuerpo de mi escudero, salí por un postigo al campo, e inquieto y desatentado corrí por montes y breñas, hasta que la negra noche, acompañada de una horrible tempestad, me sorprendió caminando con el cadáver. El pálido fulgor de un relámpago me hizo descubrir un hondo precipicio; yo me detuve, y en medio del horror y de la soledad, que me rodeaban, traté de arrojar en lo profundo el cadáver del escudero. Pero ¡cosa extraña!... ¡no puedo recordarlo sin estremecerme!...

El caballero se detuvo algunos momentos, como si el terror le impidiese continuar su relato.

Luego, exhalando un profundo suspiro, prosiguió:

-Por más esfuerzos que hacía para desasirme del cadáver, me fue imposible separar sus manos, que había cruzado en torno de mi garganta.

-¡Pero aún estaba vivo!

-Probablemente en las últimas crispaciones de su agonía, el escudero cruzó las manos fuertemente sobre mi cuello. Su último pensamiento sin duda alguna fue ahogarme, porque acaso su postrer temor fue el que yo triunfase de la resistencia de su amada. En resolución, saqué mi puñal y corté uno de los brazos del cadáver, único medio que hallé de desatar el horrible nudo que me oprimía. Pareciome que se estremeció violentamente aquel cuerpo exánime; pero, sin embargo, tuve valor para arrojarlo con ímpetu sobre el precipicio. En aquel mismo instante lució un pálido y trémulo relámpago, y un trueno formidable bramó roncamente en el espacio. Luego desde el fondo del espantable abismo salió una voz cavernosa que hizo erizarse mis cabellos y heló toda la sangre de mis venas.

-¡Qué horror! ¿Y qué dijo la voz misteriosa?

-Articuló estas palabras terribles: «Cinco años te he servido lealmente, y has sido injusto y cruel conmigo. ¡Permita Dios que durante cinco años padezcas los más horribles tormentos, y que temas a cada instante que la tierra va a faltar a tus pies y que el firmamento va a desplomarse sobre tu cabeza! ¡Que la maldición del cielo caiga sobre ti, miserable asesino, y que al fin de este plazo el infierno te abra sus puertas!» -dijo la voz, y la soledad espantosa que me cercaba, y el silencio aterrador que siguió a estas palabras formidables, me dejaron petrificado de horror.

El caballero guardó silencio, exhalando profundos sollozos, mientras que el Templario no podía volver de la admiración que le causaba el relato del incógnito.

-¿Y hace mucho tiempo que os acaeció esa aventura? -preguntó el Templario.

-Mañana mismo hace tres años... ¡Oh! Yo no sé qué voz secreta me dice que al cabo de los cinco años que prefijaron aquellas terribles palabras, ha de sucederme alguna desgracia inevitable.

-Tal vez fue una alucinación de vuestros sentidos; sin duda creísteis oír palabras que nadie pudo haber pronunciado.

-No, no, no... ¡Ay! ¡Ojalá fuera como decís!

-Debéis esforzaros por alejar de vuestra mente tales recuerdos.

-A mi pesar están siempre lúgubres y sombríos sentados en mi memoria.

-Seguid mi consejo, no penséis en semejante cosa.

-Enseñadme antes a no pensar.

El caballero suspiró profundamente.

El Templario comenzó a creer que su interlocutor padecía algunos raptos de demencia. Y efectivamente, sus palabras y ademanes daban harto motivo para pensarlo y creerlo así.

Durante largo rato los dos personajes guardaron el más absoluto silencio, y ambos parecían sumergidos en honda meditación.

-Ahora comprenderéis, -dijo al fin el caballero-, cuán grandes son mis pesares, y que la desgracia me persigue en todo. Mi espíritu, agitado por negras visiones, necesitaba esta noche palabras de paz y de consuelo. Yo venía con la esperanza de oírlas de vuestra boca en este apartado y solitario recinto. Cuando llegué esta tarde di voces y os busqué por todas partes; pero a nadie vi ni nadie me respondió. Ya hacía tres noches que el grato sueño, regalo de los mortales, no había posado sobre mis sienes calenturientas su mano perezosa. Rendido de cansancio al llegar a esta eminencia, y suponiendo que pronto volveríais, me oculté en estas ruinas, y por último mis fatigados miembros se rindieron a una especie de letargo muy semejante al delirio. Pero ¡desdichado de mí! aun entre sueños me perseguían mil lúgubres pensamientos. Acordeme de Castiglione, o, por mejor decir, se me apareció su figura espantosa, que con una risa infernal contaba el oro arrebatado a mi padre, y me miraba pobre y errante... Y luego mi escudero oprimía con sus brazos mi garganta, y me oprimía como una serpiente enroscada, y quería hablar, y mi lengua se resistía, y la fatiga se aumentaba, y creí ahogarme... Oigo palabras cerca de mí; apenas doy crédito a mis oídos; escucho vuestra conversación; el pasmo me hace creer que estoy en el otro mundo; nombráis a Castiglione, causa primitiva de todas mis desgracias; la sangre hierve en mis venas, y el espíritu de las venganzas derrama en mi corazón todos los furores del infierno, a la vez que los obstinados remordimientos me clavan sin cesar sus ponzoñosas espinas. ¡Maldición! ¡Maldición! En vano busco consuelos; inútilmente procuro reclinarme en la margen florida del arroyo cristalino; el mar espumoso me sale al encuentro y amenaza sepultarme en sus ondas embravecidas... ¡Y bien! Ya estoy harto de luchar. ¡Ira de Dios!... ¡No! No más terrores, nada de debilidad; que salgan mil maldiciones de mil abismos... ¡Ya no me espantarán! Sí, estoy condenado, lo sé, no me importa; pero quiero condenarme apurando la deliciosa copa de un placer infernal; quiero embriagarme, como los réprobos, con el placer de la venganza. Y así diciendo, el gigantesco paladín rechinaba los dientes de cólera y prorrumpía en espantosas blasfemias. Diríase que un verdadero acceso de demencia le había acometido. Súbito, como asaltado de una idea repentina, levantose disponiéndose a partir.

-¿Os marcháis? -preguntó el Templario.

-Ahora mismo.

-¿Y no volveréis?

-Sí, sí, debemos vernos a menudo, supuesto que sois enemigo de Castiglione... Tomad, y poned esto en sitio donde ese infame calabrés pueda verlo.

Y el atleta sacó una cajita y se la entregó al Templario, no sin vacilar algún tanto. En seguida el caballero se alejó rápidamente de las ruinas, y encaminándose al pie del monte adonde había dejado su caballo, negro como la noche, cabalgó en él, y desapareció veloz como un torbellino. El Templario quedose mudo del estupor, si bien aguijado por la más viva curiosidad, volvió muy pronto en sí para ver el contenido de la pequeña caja que el misterioso caballero le había entregado.

Aquel personaje era el Caballero de la Muerte, de quien ya se ha hecho mención en esta verídica historia.