Los Templarios - I: 17

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Capítulo XVII - Planes de ambición[editar]

Notábase grande agitación en la casa de la Encomienda de Alconetar. Todos los caballeros manifestaban en sus semblantes indicios nada equívocos de inquietud y de tristeza.

El comendador aquel mismo día había recibido la nueva de la muerte de don Sancho Ibáñez, maestre de la orden de los Templarios en Castilla.

En la iglesia consagrada a Nuestra Señora de la Concepción celebrose una fúnebre ceremonia en honor del finado maestre, asistiendo el comendador, varios ricoshomes y muchos caballeros, así seglares como Templarios.

Terminadas, las preces y responsos que en tales casos acostumbraban a rezar en todos los templos de la orden, el comendador anunció a sus caballeros que dentro de tres días tendría lugar el capítulo que debía celebrarse entre todos los caballeros dependientes de aquella bailía, con objeto de conferenciar y ponerse de acuerdo acerca de la persona que hubiera de elegirse para el honroso e importante cargo de maestre provincial de Castilla. Después de estos capítulos parciales que se celebraban en las diferentes bailías, era cuando se verificaba el capítulo general, en que definitivamente quedaba elegido el maestre.

Desde luego se comprenderá que en aquella ocasión no dejaría de asistir a la fúnebre ceremonia Matías Rafael Castiglione, personaje que entre los suyos gozaba de no poca importancia. Pudo notarse que, al salir de la iglesia, un hombre de extraña catadura acercose al italiano y le entregó una carta, después de haber cambiado con él algunas palabras. En seguida el misterioso emisario traspuso el monte y se encaminó hacia la torre en que ordinariamente habitaba Castiglione.

Ben-Ayub; pues éste era el portador de la mencionada epístola, ocultose entre unos árboles, y allí permaneció largo rato, hasta que, por último, vio aparecer al terrible italiano. Saliole al encuentro, y ambos penetraban poco después en el sombrío recinto de la antigua torre.

Cuando el Templario estuvo en su aposento, cerró cuidadosamente la puerta. Según todas las trazas, la conferencia que iba a tener con el moro era de grande importancia.

-¿Estamos seguros de que nadie pueda oírnos? -preguntó Ayub.

Castiglione hizo una señal afirmativa.

-¿Habéis leído la carta? -volvió a preguntar el africano.

-No la he leído del todo. Aguarda.

El calabrés sacó la epístola y se paso a leerla con mucho detenimiento. A medida que el italiano adelantaba en la lectura, su rostro brillaba con una expresión de inmenso júbilo.

Terminada su tarea, volvió a guardar la carta, diciendo:

-¡Está muy bien!

-¿Y os decidís a seguir los consejos de mi señor?

-Desde luego.

-El infante puede seros muy útil en esta ocasión.

-¿Y cómo don Juan ha sabido tan pronto la muerte del maestre? Hoy hace nueve días que falleció.

-Ha habido, sin embargo, tiempo bastante para que semejante noticia haya llegado hasta nosotros.

-Yo, lo digo con franqueza, deseo ser el sucesor de don Sancho Ibáñez; pero la cuestión aquí es encontrar los medios convenientes para conseguir el objeto.

-¿Cuándo se celebrará el capítulo?

-Antes de treinta días.

-¿Y qué dificultades encontráis?

-Muchísimas. Prescindiendo del corto plazo de que podemos disponer para plantear bien nuestro negocio, tocamos el mal de que el infante no puede ayudarme en nada para esta empresa.

-¿Y en qué se funda esa opinión?

-En que solamente los Templarios de Castilla pueden elegir a su maestre provincial, si bien puede servir de mucho la recomendación del Sumo Pontífice, a cuya aprobación se sujeta el elegido.

-¿Luego los caballeros eligen al maestre?

-Sin duda. El maestre general, que reside en Jerusalén, remite al Papa el resultado del capítulo para que apruebe el acto en favor del elegido. Esto se hace de algunos años a esta parte, en muestra de una justa y debida deferencia hacia la cabeza de la Iglesia Católica. Pero en los primitivos tiempos de nuestra orden todo se limitaba a que el maestre general aprobase el resultado de la elección hecha por los caballeros de la provincia.

-Pero no me negaréis que el infante tendrá el influjo suficiente para obtener del Papa la aprobación que decís; y me apoyo más principalmente en esta creencia, por la razón de que el rey don Sancho fue excomulgado por el Pontífice cuando aquel se rebeló abiertamente contra su padre don Alonso.

-Todo eso es muy cierto; pero no me negarás que de nada podrán servirme ni la recomendación del Papa, ni la aprobación del maestre, ínterin yo no cuente con salir elegido en el capítulo provincial.

-Pero también, si salís elegido y no tenéis apoyo ni en Jerusalén ni en Roma, quiere decir que nada habréis adelantado.

-Lo confieso francamente, si bien es verdad que rarísima vez deshacen ni el maestre ni el Papa la elección hecha por los caballeros.

-Sin embargo, pueden deshacerla.

-No lo niego.

-En cuyo caso, quiere decir que la mejor manera de arreglar este negocio es que os encarguéis vos de que los caballeros os elijan, y que el infante se encargue de que la elección sea aprobada. ¿No es esto?

-Justamente.

-Vos contáis con grandes recursos. No en vano sois procurador de esta bailía, y además depositario de grandes riquezas de la orden. Por otra parte, vuestro celo en favor del aumento y prosperidad del Templo es bien conocido en Castilla; así que me parece os será fácil obtener lo que pretendéis.

-¿Tú me aseguras que puedo contar con el apoyo del infante don Juan?

-Os dará cuantas seguridades podáis apetecer; pero en cambio es preciso que vos también prometáis solemnemente prestarle otro servicio.

-¿Cuál?

-Ayudarle con vuestros caballeros para apoderarse por fuerza del lugar de Monforte, dádiva que le hizo su padre don Alonso, y que después le arrebató don Sancho. ¿Que decís?

-Que no es posible que yo le preste semejante servicio.

Pronunció Castiglione estas palabras con un acento tal de resolución, que Ayub comprendió desde luego que no conseguiría su propósito.

No obstante, se aventuró a preguntar:

-¿Y por qué no pudierais complacer a mi señor en lo que os pide?

-Porque los caballeros Templarios, siempre que desenvainan su espada, es en favor de la religión y de la patria; pero nunca para ser indigno instrumento de rencillas particulares.

Ayub quedose estupefacto oyendo hablar en tales términos a Castiglione, quien en esta ocasión manifestaba hasta qué punto era intensa su adhesión a los Templarios. Entiéndase, sin embargo, que aquel lenguaje no era el de la dignidad, sino el del orgullo. La única afección de Castiglione era la que profesaba a los Templarios, no a este o a aquel caballero en particular, sino colectivamente a la institución, a la orden entera. Y al hablar en los términos que acababa de hacerlo, no era impulsado por el sentimiento del deber, sino por la soberbia de que un caballero Templario no se rebajase a los ojos del mundo. He aquí la diferencia entre el orgullo y la dignidad; la una es horror a la vileza, el otro es amor propio; la una es un deber, el otro es un vicio.

-¿Y estáis resuelto a llevar a cabo lo que decís? ¿No prestaréis auxilio al infante? -preguntó el africano.

-Por medio de los caballeros, no. Esto, además de manchar el lustre de la orden, sería una imprudencia imperdonable, porque nos malquistaríamos con el rey.

-Y vos ¿no aborrecíais a don Sancho?

-Y lo aborrezco todavía. Nadie mejor que tú lo sabe.

-¿Pues entonces?...

-Lo cortés no quita lo valiente. Para todo hay remedio.

-Mi señor me manda deciros que olvidéis vuestros antiguos resentimientos, pues que en esta ocasión os conviene sobremanera caminar unidos.

-Francamente, lo creo así, por más que me haya ofendido el infante don Juan.

Nada más cierto que aquello de que los lobos no se muerden, lo cual quiere decir que los malvados, aun cuando alguna vez se contraríen atendiendo a sus particulares intereses, no por ello guardan rencor, y siempre están dispuestos a unirse cuando su conveniencia mutua se lo aconseja; en lugar que el hombre honrado jamás transige con los perversos, aun cuando personalmente no le hayan ofendido.

El resentimiento que mediaba entre aquellos dos hombres, a cual más ruin y malvado, traía su origen desde la muerte de don Gómez García, antecesor en el maestrazgo provincial de Castilla de don Sancho Ibáñez, que acababa de fallecer.

Sin duda recordará el lector que Castiglione fingió una carta escrita por su desgraciado amigo don Gonzalo Pérez Sarmiento, el cual aparecía como autor del envenenamiento del maestre don Gómez García.

Ahora bien; en la tenebrosa intriga tramada contra el maestre víctima del tósigo, Castiglione y el infante don Juan habían estado perfectamente de acuerdo; el uno deseando, como siempre, ser maestre de los Templarios, y el otro ansioso de riquezas.

El calabrés Castiglione, el moro Ayub y el infante don Juan se habían confabulado para llevar a cima su inicuo proyecto.

El esclavo africano aguardaba una magnífica recompensa, y por ella se ofreció a confeccionar un veneno sutilísimo y cuyos efectos no fuesen fácilmente conocidos.

Castiglione, soñando en la dignidad de maestre, que con tanta ansiedad ambicionaba su corazón, obligose a suministrar a don Gómez la ponzoña.

Y el infante prometió su protección y ayuda a Castiglione, mediante la oferta que éste le hizo de darle participación en un riquísimo tesoro.

Para realizar este proyecto, el moro Ayub contaba con sus profundos conocimientos en botánica y toxicología.

Castiglione contaba con la confianza y familiaridad que le dispensaba el maestre, por cuya razón le era fácil suministrar el veneno. En cuanto a las riquezas que sin peligro alguno podía dar al infante, tomaba en cuenta el manuscrito cuya posesión había resuelto adquirir a todo trance, porque en él se contenía la descripción de un sitio en que había ocultos inmensos tesoros.

Y por último, el infante contaba con la protección y cariño de su padre el rey don Alonso, cariño que a la sazón se había aumentado, o por mejor decir, reconcentrado en don Juan, atento que el rey había llegado hasta el extremo de maldecir a su hijo don Sancho, que se le había rebelado en guerra abierta, disputándole la corona, por cuya causa el Papa lanzó sobre don Sancho los rayos de la excomunión.

Pero nada hay más débil e incierto que los cálculos humanos, sobre todo cuando se dirigen hacia el crimen.

Ayub confeccionó su brebaje; pero no recibió la magnífica recompensa que esperaba.

El calabrés suministró la muerte al desdichado don Gómez García; pero no consiguió la suspirada dignidad de maestre.

Los Templarios eligieron en lugar de Castiglione a don Sancho Ibáñez; y aun cuando así no hubiera sucedido, el infante habría sido completamente inútil al italiano, supuesto que la influencia de aquel se desvaneció como el humo. Joven don Juan a la sazón, no tenía aún bastante influjo personal para hacerse oír y respetar en Roma, donde era en sumo grado respetada la voz de su padre don Alonso. Este murió casi al mismo tiempo que don Gómez García, por lo cual el infante nada pudo influir en la elección del nuevo maestre de los Templarios.

Ya comenzaba a despuntar en el infante aquel carácter ambicioso, intrigante y cruel que con tan negros colores nos ha trasmitido la historia, y a la sazón no era solamente aquella tenebrosa empresa la que traía entre manos. A la vez que los infantes de la Cerda, disputaba el trono a su hermano don Sancho. Para llevar a cabo sus ambiciosos planes, manifestó a Castiglione que le suministrase algo de las riquezas ofrecidas, pues en ninguna otra ocasión podían serle más necesarias y oportunas para levantar gentes de armas.

Como era natural, negose el italiano, tanto por el despecho que le había causado ver sus más bellas esperanzas completamente desvanecidas respecto al maestrazgo, cuanto por otra contrariedad no menos dolorosa que había experimentado en sus infernales cábalas. Hablamos del manuscrito que poseía en calidad de depósito el malaventurado don Gonzalo Pérez Sarmiento.

Castiglione no pudo saber dónde se ocultaba aquel inestimable documento, que equivalía a grandes riquezas.

Hechas estas explicaciones, por más que ligeramente y de pasada, el lector comprenderá el estado de las cosas y el origen de la enemiga que había mediado entre aquellas dos naturalezas, cuya perversidad establecía entre ambas el vínculo de una horrible simpatía, fraternidad odiosa, interrumpida por largo tiempo, desde que Castiglione se negó a socorrer con dinero al cómplice de un crimen entre todos cometido, pero cuyo fruto ninguno recogiera.

-Ahora no será como en otro tiempo, -dijo Ayub-; el triunfo sería seguro, siempre que aceptaseis las proposiciones de don Juan.

-No estoy lejos de esa opinión.

-¿Y estáis resuelto a no aceptar la oferta de mi señor?

-Don Juan quiere recuperar el lugar de Monforte. ¿No es eso?

-Justamente.

-Pues bien: en dándole los medios necesarios para que se apodere de su antigua posesión, no tendrá nada más que pedir.

-Ni desear; pero es el caso que los medios que necesita mi señor consisten en hombres de armas.

-Yo pondré a su disposición sumas considerables para armar gente que le conquiste a Monforte. Esto es exactamente lo que desea don Juan, y de esta manera uno y otro conseguiremos nuestro objeto sin el menor inconveniente.

-Me parece que es muy posible se conforme el infante con el medio que acabáis de proponerme.

-En esto se abrió la puerta y apareció un gallardo mancebo, quien no pudo menos de palidecer espantosamente cuando se halló en presencia del italiano.

El recién llegado era un armiguero de la Encomienda que llevaba un recado del comendador.

-¿Qué traes, Jimeno? -preguntó Castiglione con una amabilidad que solamente usaba con el joven trovador.

-Don Diego de Guzmán me envía para deciros que vayáis al punto a la Encomienda.

-Ahora acabo de venir.

-En efecto, el comendador juzgaba que estabais allí todavía.

-Pues dile que al punto voy.

-Creo que es asunto muy urgente.

Jimeno desapareció lanzando una mirada indescriptible al italiano. Este le siguió a los pocos momentos.