Los Templarios - I: 47

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Capítulo XLVII - En el que se ve el resultado de la trama del posadero mellado y del templario tuerto[editar]

El día estaba hermosísimo, y el sol se ostentaba en el límpido azul del cielo con esa magnifica pompa que en Europa sólo se observa en las regiones de Italia o en los bellos verjeles de Andalucía. Era el edificio del establecimiento de Pietro en extremo espacioso, y no carecía de cierta suntuosidad. Estaba situado en una de las plazas más principales y bulliciosas de la ciudad de Capua. En el balcón del piso principal estaban los tres amigos departiendo acerca de sus viajes y aventuras, a la vez que desde allí contemplaban, ora la pintoresca perspectiva que ofrecían los edificios de Capua, inundados de esa luz suave, dorada e indescriptible de Italia y de Grecia, ora la variada multitud de pasajeros que hormigueaban en la anchurosa plaza. De repente nuestros caballeros sintieron pasos en la habitación. Jimeno volvió el rostro, y se encontró con Pietro, que le dijo:

-Perdonad, mis señores, si me tomo la libertad de entrar en vuestro aposento sin haber sido llamado.

Jimeno se encogió de hombros.

Maccarroni se dirigió a una grande arca, de donde sacó un escudo en el cual se veía esculpido un caballo y sobre él dos caballeros. Estas eran las armas de la orden del Templo, acaso para indicar la primitiva sencillez y pobreza de los Templarios. Jimeno reparó en el escudo, y no pudo menos de preguntar:

-¿De dónde te ha venido esa prenda?

-Es un escudo que dejaron aquí unos caballeros.

-Por cierto que no es buen caballero quien así olvida parte de sus armas.

-No hacer caso del escudo es muy propio de valientes.

-¡Muy bien dicho! -exclamó Jimeno casi entusiasmado por la ingeniosa salida de Pietro-. Este escudo ha pertenecido, sin duda alguna, a un caballero Templario, -añadió el trovador.

-Así es la verdad.

-¿Y cómo ha venido a tus manos?

-Hace poco tiempo que pasaron por aquí varios caballeros franceses que venían acompañando a un alto personaje de Francia. Según yo pude husmear, aquel señor es hermano del gran maestre de los Templarios. Pues bien; uno de los caballeros de su numerosa comitiva enfermó durante su permanencia en Capua, de tal manera y tan gravemente, que murió a los pocos días, y entre varios efectos que se dejaron aquí, pertenecientes al difunto, quedose este escudo.

Es imposible describir la impresión que produjo en el ánimo de Jimeno la noticia que acababa de comunicarle Pietro.

-Dime, -preguntó con impaciencia-, ¿venía una dama con esos caballeros franceses?

-Sí, señor, y muy hermosa por más señas.

-¿Recuerdas su nombre?

-La señorita Amalia Molay.

-¿Hacia dónde se encaminaron?

-Creo que iban a Roma; pero allí pensaban detenerse muy poco tiempo, pues, según tengo entendido, el término de su viaje era Jerusalén.

Durante algunos momentos el trovador permaneció tan profundamente conmovido, que no pudo hablar ni una sola palabra. Al fin Jimeno hizo una seña a Prieto para que se retirase.

El posadero se alejó dejando al joven sumergido en profunda meditación. Otra vez la imagen de la encantadora Amalia volvió a presentarse más viva y más bella a los ojos del trovador. Aquel recuerdo que tan inesperadamente le había despertado Pietro, hizo, no que el joven amase más a Amalia, supuesto que ni un instante la había olvidado, sino que desease tener las alas del águila para en aquel mismo punto volar a reunirse con su amada.

¡Es preciso partir cuanto antes para Roma!

Tal fue la fórmula de todo lo que pensaba, sentía y deseaba el trovador en aquellos momentos. Entretanto don Guillén y Álvaro, que nada habían oído de la escena antecedente, continuaban en el balcón engolfados en su coloquio. Jimeno, procurando ocultar su turbación y amorosas ansiedades, volvió a colocarse entre sus amigos, tomando parte en la conversación. Largo rato continuaron nuestros jóvenes agradablemente entretenidos en contemplar los edificios y en observar las gentes que cruzaban, por la anchurosa plaza. Entre los transeúntes llamó la atención de nuestros caballeros una cabalgata compuesta de cuatro hombres y dos mujeres. La una de ellas era ya de edad avanzada, e iba colocada en unas jamugas; empero la otra era una hermosísima joven que, vestida de amazona, cabalgaba con destreza y gallardía.

El señor de Alconetar quedose fijamente mirando a la joven, cuyo talle esbelto y gracioso no dejaba de elogiar, así como también el precioso sombrerillo, engalanado con plumas de colores, que adornaba la cabeza de la hermosa. Gómez de Lara no apartó sus ojos de aquella graciosa figura, hasta que no desapareció entre la multitud. Don Guillén y Álvaro quedaron muy pensativos. Uno y otro habían recordado al objeto de su primer amor, mirando a aquella dama. Desgraciadamente no la habían visto sino por la espalda, de manera que no habían podido reconocer a Elvira, por más que el aire de su talle les hubiese despertado los recuerdos de aquella mujer, otro tiempo tan amada de ambos caballeros. Y a la verdad que ambos se hallaban muy ajenos de sospechar que Elvira se encontraba a la sazón en Italia. Los tres jóvenes estaban silenciosos y abismados en sus pensamientos.

De pronto apareció Pedro Fernández con muestras de grande turbación.

-¡Ay, señor! ¡Y qué encuentro he tenido!

-¡Estás pálido!... ¿Qué te ha sucedido, Pedro?

-¿Os acordáis, señor, de aquel pícaro que fue uno de los que trataron de asesinaros en Alconetar?

-¿Y bien?

-Que acabo de verlo en esta posada.

-¡Aquí!

-Sí, señor, aquí mismo lo he visto... El pícaro que se escapó disfrazándose con la ropa de la señora Plácida, a quien Dios confunda. ¡Ay, señor! Yo he sido un porro, pues hasta ahora no he podido enterarme del ajo... ¡Maldita bruja!...

-¿Qué quieres decir, Fernández?

-Quiero decir, señor, que esa maldita Plácida, que tan bien lloriqueó cuando la encontré despojada por el asesino que se había escapado, estaba de acuerdo con vuestros enemigos.

-¿Y cómo has dado en ello?

-Muy fácilmente, señor.

-Explícate, -dijeron a la vez los tres amigos.

-Habéis de saber, señores, que con otros escuderos andábame paseando por el patio, cuando acertó a pasar Pietro con un hombre que le iba hablando en voz muy baja y con ademán misterioso. Apenas divisé al compañero de Maccarroni, cuando dije para mi coleto: «yo conozco a este hombre». Pero, señor, no recordaba en dónde ni cuándo le había visto. Contribuía a desorientarme más la diversa apostura de nuestro personaje, que, siendo sin duda un esclavo moro, tenía hoy todas las trazas de un caballero. Llegueme a él familiarmente, y preguntele: «¿Sois español? Porque seguramente yo os conozco; veamos si vuestra memoria ayuda a la mía».

-¿Y qué te respondió?

-¿Y quién era por fin?

-Dejadlo que hable.

-El bribonazo quedose mirándome de alto a bajo, en seguida cambió una ojeada con Pietro, y por último, le dijo en italiano: «¿Quién es este hombre y qué dice?»

-¿Tú le habías hablado en castellano?

-Claro está; yo no puedo hablar sino como se habla en España, pues solamente chapurreo un poco esta jerigonza que gastan por aquí; pero esto lo hago a duras penas y sólo para pedir las cosas. Yo creo que los hombres están locos. ¿Por qué no han de hablar todos de la misma manera? Debían hablar todos como Dios manda, en castellano.

Muy de veras riéronse los tres amigos de la peregrina opinión que sobre la diversidad de los idiomas había manifestado el buen balconero

-Déjate de reflexiones y comentarios, Perico, y sigue tu cuento lisa y llanamente; que de otra manera, según veo, llevas traza de no acabar en un año, aunque sí acabarás con nuestra paciencia.

Y esto diciendo, don Guillén abandonó el balcón, y seguido de sus dos compañeros entrose en la estancia, en donde se dispuso a oír despacio la narración de Pedro Fernández.

-Pues, señor, el caso fue que mi hombre se hizo el chiquito, y comenzó a fingir que no me conocía ni que jamás me había visto...

-Podía suceder, en efecto, que te hubieses equivocado.

-Muy bien podía suceder; pero, en último caso, yo siempre tenía de reserva un medio seguro para convencerme de que no me equivocaba.

-¿Y qué medio era ese?

-Quitarle el birrete y ver si tenía la marca de esclavo; pero no quise hacer uso de semejante arbitrio, por no armar un escándalo y por no espantar la caza, es decir, que no quería privarme de averiguar lo que ellos sin duda están ardiendo en contra nuestra. En seguida, muy risueño, y pidiéndoles perdón de mi impertinencia, me separé de Maccarroni y del incógnito, a los cuales determiné seguirles la pista. Efectivamente, después que cambiaron algunas palabras, salieron del patio y se encaminaron a un cuarto de la posada.

-¿Luego te quedaste con una tercia de narices?

-Nada de eso, señor. Lo que hice fue seguirlos, y acechar por las rendijas de la puerta todo lo que hacían y hablaban.

-¡Hola! Ese fue golpe de astuto cazador.

Figuraos cuánta no sería mi sorpresa al ver que la persona con quien hablaban era aquel Templario que habitaba en la torre que está cerca de la bailía de Alconetar. Confieso francamente que, me causó coraje la vista de aquel hombre, que parece un condenado. Además de su aspecto naturalmente repugnante, con aquella cicatriz que le desfigura el rostro, y luego tuerto...

-¡Castiglione está en Italia! -exclamó Jimeno dando un salto.

-¿Qué buscará ese hombre por estos mundos? -dijo Álvaro.

-Os aseguro, amigos míos, que Castiglione es para mí el hombre más antipático que conozco, -dijo don Guillén, que ignoraba hasta qué punto el odioso calabrés había influido maléficamente en su vida, arrebatándole la primera ilusión de sus amores.

-¿Y no entendiste lo que hablaron? -preguntó Jimeno con ansiedad.

-Hablaban tan quedito, que me fue de todo punto imposible. Además, estando de acecho en la puerta, vino un mozo y tuve que retirarme sin haber escuchado nada. Pocos momentos después vi salir al incógnito, el cual había dejado en la puerta su caballo, montó sobre él y partió al galope. A lo que entiendo, el bribonazo debió traerle algún mensaje al Templario. ¡Sabe Dios las que estarán urdiendo!

Los tres amigos estaban muy pensativo. Álvaro y don Guillén acababan de vislumbrar un misterio que hasta entonces en vano habían intentado descifrar. Comprendieron que Castiglione, sin duda alguna, era el amante de Elvira, y por consiguiente, el que había intentado que asesinasen a don Guillén en su aldea de Alconetar. Jimeno, por su parte, no dejaba de acordarse de su anciano padre y del misterioso Templario que le había exigido palabra de honor para que nada hiciese contra Castiglione, cuya vida quería conservar a todo trance. El trovador no podía menos de mirar con grande respeto a aquel hombre extraordinario, que había salvado a su padre don Gonzalo, y que tanto parecía interesarse por su suerte.

¿Y cómo has convencido de que el incógnito era el que trató de asesinarme, el que estuvo preso en mi castillo y se escapó vestido de mujer con la ropa de la vieja Plácida? -preguntó don Guillén.

-Señor, apenas hubo desaparecido aquel perillán, salió Castiglione de su aposento, y encaminose a la estancia en que, según me dijo un mozo, habitaban unas damas que habían venido con el Templario.

-¿Y las viste? -preguntó Gómez de Lara con voz trémula.

-Sí, señor; hace muy poco rato que salieron ambas. ¡Virgen de la Luz! ¿Quién había de pensar que eran ellas? Vamos, ¡si este mundo es una bola, y no hace más que dar vueltas!

-Pero ¿quiénes eran? ¡Acaba!

-Yo estaba en la puerta de la posada, en compañía de algunos escuderos, cuando he aquí que salieron cuatro hombres a caballo y dos damas. ¡Ay, señor! Me quedé hecho una estatua cuando las conocí. La una de ellas era la vieja Plácida, y la otra aquella señorita que habitaba en la aldea... Ahora no recuerdo el nombre de la dama... En fin, es aquella de quien vos estuvisteis enamorado.

-¡Doña Elvira! -exclamó don Guillén con voz que resonó como una campana.

-¡Era ella! -exclamó Álvaro-. ¡Oh! Bien me lo decía el corazón. ¡No me había equivocado!

Durante largo rato nuestros jóvenes guardaron profundo silencio.

-¿Y no has podido averiguar hacia dónde se dirigen? -preguntó Gómez de Lara exhalando un profundo suspiro.

-Nada puedo deciros más que lo que os he manifestado.

-¡Qué abismo! -exclamó don Guillén paseándose por la estancia-. ¡Me han engañado, me han engañado villanamente! ¡Oh, Dios del cielo y de la tierra! ¡Cuán profundas e indelebles son las primeras impresiones! Ni el tiempo, ni la distancia, ni los resentimientos mismos, bastan e extinguirlas... Este encuentro funesto ha vuelto a levantar en mi corazón el torbellino de mi pasión primera... ¡Ahora lo comprendo todo!... ¡Castiglione! Él ha sido, él es mi rival. ¡Oh vergüenza! ¡Oh mujeres! ¿Es posible que un hombre tan disforme y repugnante, y que a mayor abundamiento está ligado con votos indisolubles a una orden religiosa, es posible que tal hombre haya merecido el afecto de Elvira hasta el extremo de olvidar mi amor y de engañarme tan pérfidamente? ¡Castiglione ha conseguido!.... ¡Ira de Dios! Mi cabeza estalla bajo el peso de este pensamiento.

Y don Guillén medía la estancia con desatentados pasos.

Álvaro le contemplaba en silencio; pero en su interior devoraba la pena que le causaba el recuerdo de Elvira, a quien él también había amado. El trovador no dejaba de reflexionar en las singulares coincidencias que unían su destino al de sus amigos. Castiglione era para los tres el genio del mal, y a mayor abundamiento pensaba en la notable casualidad que en un mismo sitio, y casi al mismo tiempo, les había traído noticias inesperadas del objeto de sus amores, de Elvira y de Amalia. Tales incidentes habían despertado en el corazón de los tres amigos el más vivo deseo de ausentarse de Capua. Jimeno anhelaba llegar a Roma, donde acaso pudiera encontrar a Amalia, y don Guillén y Álvaro ardían en deseos de encontrarse, una sola vez siquiera, frente a frente con Elvira.

-¡Ah, buen Pedro Fernández! -exclamó Gómez de Lara-. Es preciso que me averigües la ruta que llevan Castiglione y esas damas.

-Haré todo lo posible por satisfacer vuestros deseos, señor.

-¿Y cómo piensas averiguarlo?

-Ofreciéndole dinero a Maccarroni para que me lo diga.

-¿Y si él no lo sabe?

-Será una desgracia.

-¿Y si te engaña y te chupa el dinero? -dijo el trovador.

-¿Cómo es eso? -preguntó el halconero frunciendo el ceño de la manera más amenazadora.

-Quiero decir que Pietro puede decirte lo primero que se le antoje, e indicándote una dirección falsa, tú la creerás verdadera, y engañándote, le darás dinero por añadidura.

El halconero quedose mirando fijamente algunos minutos al trovador.

Luego dijo con voz lenta con los ojos centelleantes de furor:

-Es que si al tal Pietro se le ocurriese jugarme una mala pasada, sería yo capaz de buscarlo y encontrarlo, aunque se escondiese en las entrañas de la tierra, y atravesarle el corazón. ¡Engañarme a mí! ¡Pues no faltaba más!

Sonriéronse los mancebos de los iracundos proyectos del halconero, que, a fuer de hombre sencillo, nunca sospechaba que pudiesen engañarlo, si bien, como buen español, no sufría que le engañasen impunemente.

-Pero la cuestión es, -observó Jimeno-, que aun cuando quemases vivo a Pietro, si te informa mal, no podremos conseguir lo que deseamos, es decir, encontrar cuanto antes a Castiglione.

-Pues bien, haremos lo que se pueda, y Dios sobre todo.

-¡Muy bien dicho! -exclamó Álvaro.

-Pedro Fernández salió con intento de interrogar a Maccarroni; pero éste no se hallaba a la sazón en su establecimiento. Con grande impaciencia aguardaban los caballeros el resultado de las investigaciones del halconero. La idea culminante de nuestros jóvenes era la de partir al punto de Capua; mas para resolverse deseaban saber con anticipación el camino que llevaban Castiglione y Elvira.

Al fin apareció el halconero.

-¿Qué tenemos? -preguntó don Guillén.

-Lo mismo que teníamos, -respondió Fernández de mal gesto.

-¿Cómo así?

-El bribonazo de Pietro se ha hecho una mosquita muerta, y me ha respondido con palabras muy mansas que jamás acostumbra importunar a los viajeros que favorecen su establecimiento con preguntas indiscretas respecto adónde van y de dónde vienen.

-¡Rayos del cielo! ¿Y tú crees que Maccarroni lo sabe?

-Señor, el corazón del hombre es un abismo, un libro cerrado en el cual sólo Dios puede leer sin engañarse. ¿Cómo queréis que yo sepa lo que ese demonio de Pietro sabe y piensa?

Los caballeros permanecieron largo rato meditabundos.

-¿Queréis seguir mi consejo? -dijo de pronto el trovador.

-Habla.

-Lo que debemos hacer es disponer inmediatamente nuestro viaje, tomar lenguas y seguir el alcance a Castiglione y a esas damas. Ellos no han ido debajo de ningún celemín; todo el mundo los habrá visto por la ciudad y por el campo; y por otra parte, nos llevan muy poca delantera y será cosa facilísima el encontrarlos.

-¡Vive Dios, que tienes mucha razón! -exclamó don Guillén-. ¡Seguiremos tu consejo!

Y volviéndose a Pedro Fernández añadió:

-Disponlo todo al punto de manera, que muy en breve podamos partir. ¡Anda!

Ya salía el halconero, cuando Gómez de Lara, volvió a llamarle.

-¿Qué mandáis, señor?

-¡Voto a Cribas! Se nos olvidaba una cosa de grande importancia, -dijo don Guillén volviéndose a sus compañeros.

-¿El qué? -preguntaron.

-Cumplir una promesa solemne que hicimos anoche.

-¡Es verdad! Es preciso enviarle a la familia de Passionnati los otros tres mil florines que le ofrecimos.

Los caballeros contaron la suma y se la enviaron con el halconero. Una hora después salían de Capua los tres amigos, seguidos de su comitiva.

¡Figúrese el lector cuánta no sería la rabia de Pietro al ver que se le escapaba tan rica presa!