Los Templarios - I: 48

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Capítulo XLVIII - En Roma[editar]

Como ya sabemos, Castiglione pensaba aquella misma noche volver a Capua, y para llevar a cabo su proyecto, se detuvo a pocas leguas de la ciudad en una alquería, y allí ordenó que le aguardase su gente, mientras que él, según lo tenía concertado con Pietro, marchaba a Capua para dar el golpe maestro, pero que resultó ser golpe en vago, pues el posadero y Castiglione ajustaron la cuenta sin los huéspedes. Entretanto los tres amigos marchaban al galope, preguntando inútilmente por Castiglione y las personas que le acompañaban. Nadie había visto a los cuatro jinetes y a las dos damas por quienes preguntaban nuestros jóvenes caballeros. En resolución, a las pocas jornadas llegaron a Roma. La numerosa y espléndida cabalgata de los caballeros españoles se detuvo en un alto montecillo, desde donde se descubría la sagrada ciudad, y echando pie a tierra, todos se hincaron de rodillas y adoraron a la cuna de Rómulo y a la Cátedra del primero de los apóstoles, como a la reina de todos los hombres y como al templo de todo el mundo. Jimeno contemplaba a la gran ciudad con los ojos brillantes de entusiasmo y con el corazón profundamente conmovido por piadosos sentimientos y sublimes reflexiones. El alma del poeta, a vista de aquella tierra sagrada, cuna de tantos héroes y gloriosa palestra en que derramaron su sangre tantos mártires, el alma del poeta, decimos, se lanzó como un águila inmortal a las bellas regiones de los tiempos que pasaron y a los sublimes y célicos espacios de la religión revelada, ora oprimida por Diocleciano, ora triunfante por Constantino.

Los caballeros penetraron en la gran ciudad por la puerta del Pópolo, donde les salieran al encuentro algunos hombres que con grande instancia pretendían hablarles.

-Monseñor, -dijo uno de los desconocidos, dirigiéndose a don Guillén-, ¿queréis decirme si toda esta cabalgata tiene ya alojamiento en Roma?

-¿Y para qué queréis saberlo? -respondió Gómez de Lara con su altivez española y con acento que también revelaba el lugar de su nacimiento.

-¡Ay señor! -exclamó el desconocido-. ¡Cómo publican vuestras palabras que habéis nacido en España!

Admirado quedose don Guillén oyendo hablar a aquel hombre en lengua castellana.

-¿Quién sois? preguntaron los caballeros.

-Habéis de saber, señores, que nosotros somos judíos, aunque nacidos en España. Siendo muy jóvenes, fuimos traídos a Roma por nuestros padres; pero nunca se extinguirá de nuestra memoria el recuerdo de nuestra patria, que nunca se olvida el hombre, cualquiera que sea su secta, de la tierra que fue buena para darle nacimiento; porque donde fuimos niños, y en donde vimos el sol por la vez primera, hay un encanto inexplicable que ninguna otra tierra puede ofrecernos.

-¡Es verdad! -exclamó el otro judío, que era hermano del que primero había hablado.

-Mucho me alegro de encontrar compatriotas en tierra extraña, por más que seamos de religión diversa; porque no hay cosa que más halague los oídos y el alma que el oír hablar nuestra lengua nativa en regiones apartadas. Ahora bien; ¿en qué podemos serviros? -preguntó Gómez de Lara.

-Habéis de saber que en esta gran ciudad nosotros tenemos por oficio alquilar casas, adornándolas según el gusto y riqueza de los que quieren habitarlas. Así es que, si vuestras mercedes quieren, podremos proporcionarles amplia y cómoda habitación, conforme al número de vuestra comitiva y al decoro de vuestras personas, que a tiro de ballesta muestran que sois caballeros principales.

-Con mucho gusto aceptamos vuestra oferta, y sólo os encargamos que cumpláis vuestra palabra respecto a que la habitación que nos preparéis sea conveniente a nuestra comodidad y decoro.

-Descuidad, señores, que quedaréis complacidos.

Y esto diciendo, los judíos colocáronse delante de la cabalgata y comenzaron a caminar por la calle de Nuestra Señora del Pópolo, a la sazón llena de gente, por ser día festivo y celebrarse una solemne procesión. Los judíos condujeron a los españoles a una casa de magnífica apariencia, y tan soberbiamente alhajada como pudiera estar el palacio del más opulento príncipe. Al llegar a la puerta, el menor de los hermanos judíos se despidió, encaminándose a la casa frontera, en la cual, según manifestó, se habían alojado también aquel mismo día muchos caballeros y algunas damas. Mucho agradó a los tres amigos la parte de la ciudad que habían visto hasta llegar a su alojamiento. Por donde quiera recreaban los ojos y ensanchaban el ánimo suntuosos edificios, arcos triunfales, magníficas estatuas y audaces obeliscos que levantaban su soberbia frente hasta las nubes. Como iban muy fatigados del camino, nuestros caballeros se entregaron al descanso, y al día siguiente, salieron a recorrer la ciudad y a visitar las iglesias, en las cuales se encontraron gran número de gente de todas condiciones, que de todos los pueblos de la cristiandad venían peregrinando a la ciudad metrópoli del mundo, antes por el imperio de la tierra y ahora por el del cielo. Al salir de la basílica de Santa María, los tres caballeros españoles, acompañados de su lujoso séquito de pajes y escuderos, se encontraron con otro grupo de caballeros, franceses, entre los cuales iba una dama de tan deslumbradora belleza, que se llevaba tras si los ojos y la admiración de cuantos la contemplaban.

-¡Oh ventura! -exclamó Jimeno fuera de sí-. ¡El corazón me lo decía! ¡En Roma había yo de encontrar la dicha suprema!

Y esto diciendo, el poeta se volvió a sus amigos y designándoles a la dama, repetía:

-¡Amalia! ¡Es Amalia Molay!

-¡Tu amada! -exclamaron los dos amigos.

-Sí, sí, mi amada, el alma de mi vida, la estrella de mi destino.

En esto el enamorado trovador encontrose frente a frente con la graciosa Amalia, cuyos ojos garzos parecían esparcir en torno suyo una atmósfera perfumada y luminosa. El gallardo español llevó la mano a su gorra engalanada con plumas, y se descubrió respetuosamente en presencia de la gentil doncella, que no pudo menos de reparar en aquel caballero que tan ansiosamente la miraba, y que en sus ojos daba harto a entender el fuego de su pasión. Como el reo delante del juez está aguardando su sentencia, así el apasionado Jimeno aguardaba ver la expresión del rostro de Amalia, para deducir si ella se acordaba de haberlo visto en Alconetar, y si había reparado en la volcánica pasión que hacia ella experimentaba. Una sonrisa de satisfacción dilató los labios del poeta. La joven, apoyada en el brazo de su padre, desapareció entre el bullicio, mientras que Jimeno, volviéndose a sus amigos, les decía con un júbilo inmenso:

-¡Me ha conocido! ¡Me ha conocido!

-¿Y cómo lo sabes?

-¿No la viste? Me miró, se sonrió e inclinó su hermosa cabeza saludándome. ¡Cuán feliz soy!

Así decía Jimeno, cuando súbito sintió que le oprimían el brazo como con unas tenazas candentes.

-¡Ira de Dios! ¿Quién se atreve?...

-Caballero, permitidme que os haga una pregunta, -dijo una voz en francés.

El trovador fijó sus ojos airados en el que tan bruscamente había llamado su atención, y reconoció a un caballero francés de la comitiva de monsieur Molay.

-Preguntad cuanto os plazca, -contestó el poeta en el mismo idioma-. Por lo demás, os advierto que otra vez tengáis la cortesía de llamarme con la voz, mas sin poner la mano sobre mí.

-Dispensad, caballero, y dignaos responderme con franqueza. Prometédmelo así.

-Eso dependerá de vuestra pregunta, -repuso el trovador con su altivez española-. ¡Yo no prometo nada!

-¿Queréis decirme si conocéis a la señorita Amalia Molay?

-¿Y porqué me lo preguntáis?

-Porque os he visto saludarla, y que ella os ha correspondido.

-Pues bien, caballero, no solamente la conozco, sino que la idolatro con toda mi alma.

-Al oír tales palabras, el caballero francés palideció espantosamente.

-¡Mentís! -exclamó.

-Palabra es esa que no la oye un español sin atravesar el corazón de quien la dice.

Y esto diciendo, ambos galanes pusieron mano a las espadas; empero, interviniendo Álvaro y Gómez de Lara, lograron contener a los iracundos rivales.

-En verdad, caballero, -dijo el señor de Alconetar dirigiéndose al francés, -en verdad que es bien extraña vuestra pretensión.

-¡Ha dicho que adora a Amalia!

-¿Y no puede un caballero amar a una dama? ¿O acaso habréis formado empeño de saber mejor que nadie los sentimientos de los demás? Mi amigo os ha dicho que adora a esa señorita, y vos le habéis respondido que miente, faltando así a las leyes de la razón y de la cortesía.

Era tan soberano el aire de autoridad y de dominio que resplandecía en toda la persona de don Guillén Gómez de Lara, y al mismo tiempo fueron tan bien fundadas sus observaciones, que el caballero francés se sonrojó e instintivamente hizo ademán de envainar su espada; pero el temor de que le tachasen de cobarde le detuvo. Gómez de Lara leyó todo lo que pasaba en el interior del francés.

-Espero que no tendréis empeño en promover un escándalo en este sitio, -dijo Gómez de Lara.

-Yo, ni busco ni esquivo lances.

-En cuanto a eso, caballero, pensamos exactamente del mismo modo.

-Pues bien, desearía saber si la señorita Amalia corresponde al amor de este caballero, -dijo el francés señalando al poeta.

Jimeno frunció el ceño.

-Caballero, -dijo-, estáis asaz importuno, y en ninguna manera sufriré ese interrogatorio que pretendéis dirigirme. Yo a nadie debo cuenta de mis sentimientos ni de mis actos.

El caballero francés no respondió una palabra; pero se precipitó tan violentamente sobre Jimeno, que apenas éste tuvo tiempo para ponerse en guardia.

Al ver a los dos caballeros en actitud hostil, comenzó a arremolinarse la gente, y la algazara llegó hasta los oídos de monsieur Molay, que echando de menos a su sobrino, volvió el rostro y advirtió que el español y el francés se hallaban a punto de atravesarse el corazón en la puerta misma de la iglesia.

Monsieur Molay, acompañado de su hija y de su séquito, compuesto en su mayor parte de Templarios franceses, se encaminó al sitio de la disputa, en donde Gómez de Lara informó al anciano de la causa trivial de aquella contienda, provocada sólo porque Jimeno había saludado a Mademoiselle Amalia. El rival de Jimeno se llamaba monsieur Senancourt, y era sobrino de monsieur Molay. Este había concertado de casar a su hija con el hijo de su hermana, y por lo tanto, el joven Senancourt se consideraba ya como esposo de la encantadora Amalia, a la cual amaba con una pasión frenética.

Era Senancourt un hombre de estatura gigantesca, de fuerzas hercúleas y de maravillosa destreza en el manejo de todas armas. Su rostro, aunque antipático para todo buen fisonomista, era, sin embargo, de formas regulares. El color era pálido, y sus ojos negros y rasgados brillaban en aquella cara amarilla como dos antorchas fúnebres. Senancourt estaba locamente apasionado de su prima Amalia; pero esta joven, dotada de una naturaleza superior y de exquisita delicadeza de sentimiento, miraba siempre a su primo con repugnancia, casi con horror. Habíase apercibido de ello Senancourt, y en su celosa rabia había adoptado el sistema de espiar constantemente todos los pasos de Amalia, y estaba resuelto a estorbar a todo trance que ella amase a otro, ya que él no era amado. Senancourt era el espía, el carcelero, el verdugo de Amalia, que cada día detestaba más a su primo.

Para mayor desgracia de la encantadora joven, monsieur Molay estaba tenazmente empeñado en que su sobrino se casase con Amalia. Senancourt era muy rico, Amalia opulenta, y el viejo Molay tenía la mira de que con este enlace su familia llegaría a ser de las más distinguidas y poderosas de Francia. Por otra parte, Senancourt era muy diestro y astuto, cuando no se dejaba llevar de sus arrebatos de celos, y había conseguido captarse el afecto de monsieur Molay, y hasta su admiración, cuando se trataba de justas, torneos o desafíos, pues la incontestable superioridad de Senancourt en las armas le daba en todas partes justa nombradía de diestro y de valiente.

Informado monsieur Molay, aunque no en todos sus pormenores, de la causa leve que había motivado aquella contienda, reprendió a su sobrino por su ligereza, y le ordenó con voz imperiosa que le siguiese. En seguida volviose a los caballeros españoles y dijo:

-El excesivo amor a su prima ha hecho que monsieur Senancourt haya pasado tan adelante por tan leve causa. Mi sobrino no puede llevar en paciencia que nadie procure galantear a su prometida, lo cual se comprende bien en un joven fogoso y enamorado.

Amalia, asida del brazo de su padre, escuchaba aquellas palabras con los ojos bajos y con el semblante encendido como si una llama rozase sus mejillas.

Monsieur Molay añadió señalando a Jimeno:

-Como este caballero, al salir de la iglesia, se fijó con tanta insistencia en mi hija, y hasta se descubrió completamente, saludándola de una manera muy marcada, no es extraño que esta conducta chocase a mi sobrino, es decir, al esposo de Amalia, pues como esposos deben ya reputarse...

Tales palabras oyendo, el enamorado trovador tuvo necesidad de apoyarse en el brazo de su amigo Álvaro, pues sentía desfallecer su alma bajo el peso de aquella noticia desgarradora. Palideció espantosamente y fijó una mirada tristísima sobre los ojos de Amalia, como si en ellos quisiese leer la confirmación de su sentencia.

La encantadora joven comprendió con ese instinto tan seguro de las mujeres en tales lances, cuán cruel fue la herida que recibió Jimeno. Amalia tuvo compasión del hermoso trovador.

-Si este caballero, -dijo con su voz de ángel-, se atrevió a saludarme, no fue una vana ostentación de galantería.

Sin conoceros...-observó Senancourt.

-Ahí es donde está vuestro error. Este caballero me conoce.

-¡Oh! -exclamó Senancourt pálido como la muerte.

-¡Ah! -exclamó Jimeno radiante de alegría.

-¿Y en dónde le has conocido? -preguntó monsieur Molay.

-Es extraño, padre mío, que vos también hayáis olvidado esa fisonomía.

-No recuerdo...

-Este caballero se hallaba en la Encomienda de Alconetar.

Monsieur Molay y Jimeno se saludaron respetuosamente, y unos y otros se separaron después de algunos cumplimientos por una y otra parte.

Cuando los tres amigos se quedaron solos, Jimeno, fuera de sí de gozo, exclamó:

-¡No me ha olvidado! ¡Me ama!

-Y a juzgar por las señas, aborrece a su primo, -observó Álvaro.

-Lo que ahora hace falta es seguirla para saber dónde vive, -dijo don Guillén.

-Tienes razón. ¡Vamos!

-No hay necesidad de tal cosa, -dijo una voz.

Los caballeros iban seguidos de tres criados, y para servirles de guía por las calles los iba acompañando el judío en cuya casa estaban alojados. Llamábase Jeroboam, y, durante la disputa de los caballeros, no había dejado de conversar con Estigio Momo, su correligionario, si bien el médico sólo tenía de común con los judíos el origen, pues respecto a religión, lo mismo creía en Jehová que en Cristo, Alá o Júpiter.

-¿Y por qué no hemos de seguir a Amalia?

-Porque Jeroboam me ha dicho dónde vive, -repuso Momo.

-¿En dónde?

-El hermano de Jeroboam, que tiene el mismo oficio de alquilar casas para extranjeros, vive enfrente de nuestra misma casa, y allí precisamente es donde habitan monsieur Molay y su hija.

-¡Cuánta ventura! -exclamó Jimeno enajenado de gozo.

-Sí, sois muy afortunado, y la señorita Amalia es también muy dichosa, -dijo Momo con su maligna sonrisa-. Ella también tiene la fortuna de vivir bajo un mismo techo con su adorable primo, el Fierabrás que hoy quería estoquearse con vos, señor galán.

Jimeno fingió no haber oído estas palabras. En seguida, guiados por Jeroboam, recorrieron los principales monumentos de la soberbia Roma. Al pasar por la calle de Bancuos, vieron un palacio tan magnífico, que llamó vivamente su atención.

-¿Quién habita en esa morada tan suntuosa? -preguntó Gómez de Lara a Jeroboam.

-Ahí vive una dama de costumbres algún tanto libres, según se dice, pero dotada de incomparable hermosura. Si queréis entrar es muy conocida mía y me será fácil presentaros a ella. Y a fe que no perderéis la visita, porque, a más de admirar la sobrehumana belleza de Cattinara, os sorprenderá seguramente el exquisito gusto con que tiene adornado su palacio.

-¡Cattinara! -exclamó Álvaro-. ¿Es natural de Roma?

-No, señor; según tengo entendido, es de Capua.

-¿Apuestas a que esa dama es la manceba del desdichado Debilio Passionnati? -dijo Gómez de Lara.

-Sin duda alguna.

-¿Queréis que entremos a verla?

-Entremos.

Guiados por Jeroboam, penetraron nuestros caballeros en el suntuoso palacio. Nada es comparable con la magnificencia del edificio y con el lujo de criados y libreas que en aquella morada se advertía. El judío hizo anunciar la visita a la señora Cattinara, la cual de muy buen grado recibió a los viajeros en una cámara que bien podía llamarse la mansión de las maravillas. Todas las artes parecían haber contribuido con sus más ricos dones para embellecer la mansión de Cattinara. Era la estancia de forma circular, ni tan pequeña que se estrechase el ánimo, ni tan grande que se fatigase no pudiendo contemplar la rica variedad, de su ornato, que se resumía en un armonioso conjunto, fácil de percibir de una ojeada. La emoción que al entrar allí se experimentaba, sólo podrían comprenderla en toda su extensión sublime los poetas, los pintores, los arquitectos, en fin, los artistas. Era una estancia bella, si nos es permitida esta expresión hablando de habitaciones.

Timantes y Polignoto, Fidias y Praxiteles ostentaban allí las obras más acabadas que la pintura y escultura pudieron soñar en sus arrebatos divinos en el fecundo país regado por el Eurotas y el Alfeo. Al lado de los prodigios de la antigüedad veíanse algunas bellísimas efigies de los escultores de la época, y una sillería enriquecida con maravillosos cincelados, que representaban sabrosas historias, obras ejecutadas por Bregni y Campioni, artistas lombardos. Igualmente se veían pinturas admirables de Cimabuée y de su aventajado discípulo Giotto di Bondone.

Mientras que nuestros viajeros examinaban atenta y gustosamente la espléndida estancia, el amor había disparado sus tiros sobre dos corazones que al parecer debían estar más ajenos que todos los demás de verse acosados por la amorosa dolencia, aunque por opuestas causas. Queremos decir que no era fácil que Cattinara se enamorase profundamente, atendiendo a su vida licenciosa y a su carácter liviano. Del mismo modo tampoco era de esperar que el virtuoso Álvaro fuese impresionado tan profundamente por la hermosísima Cattinara, que se sintiese capaz de hacerla su esposa. Dos cosas tienen en el mundo un imperio soberano a que nada resiste y que lo iguala todo. Hablamos del amor y de la muerte.

Desde el punto en que Álvaro vio a Cattinara, sólo para ella fueron sus miradas y sus pensamientos. A nada prestaba atención sino al bello rostro de la dama. Esta, por su parte, había sentido también una impulsión irresistible hacia el agraciado Álvaro del Olmo, y entre ambos había mediado un diálogo en extremo tierno y cariñoso. Cuando los viajeros, después de examinar todas las preciosidades de la casa de Cattinara, estaban a punto de despedirse de la dama, ésta llamó aparte a Jeroboam y le dijo:

-¿Cómo se llama aquel caballero que me ha dirigido las más cariñosas palabras?

-¿Cuál?

-Detente y no vuelvas el rostro. No quiero que adviertan que nos ocupamos de ellos.

-¡Ah! Ya sé quién decís... Su nombre es... monseñor Álvaro del Olmo... Me ha parecido notar que le habéis producido una impresión muy profunda.

-Lo mismo he advertido yo.

-Bien puede asegurarse que ya está enamorado de vuestra hermosura.

-¡Ojalá que así fuese!

-Creo que no debéis abrigar la menor duda, señora.

Cattinara quedose pensativa durante algunos momentos. Al fin dijo:

-Quisiera que me hicieses un favor.

-Decid, señora.

-Que trajeses luego a solas a ese caballero.

-Me parece que fácilmente conseguiré vuestros deseos, -repuso Jeroboam sonriéndose maliciosamente.

La dama con un ademán indicó al judío que fuese a reunirse con los caballeros. Estos, después de despedirse en los términos más cortesanos de la hermosa Cattinara, se dispusieron a continuar su excursión por la soberbia ciudad de Roma.