Los tigres de Mompracem/Capítulo 16

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Los tigres de Mompracem (Sandokán)
Capítulo 16: La expedición contra Labuán
de Emilio Salgari

Los noventa hombres embarcaron en los paraos. Yáñez y Sandokán subieron a bordo del más grande y mejor armado. Llevaba cañones dobles y además estaba blindado con gruesas láminas de hierro.

La expedición salió de la bahía entre los vítores de los piratas agolpados en las orillas y en los bastiones.

El cielo estaba sereno y el mar tranquilo. Pero a eso de medio día aparecieron en el Sur unas nubecillas de color y forma que no presagiaban nada bueno. Sandokán no se inquietó demasiado.

—Si los hombres no son capaces de detenerme —dijo—, menos lo hará una tempestad.

—¿Temes un huracán? —preguntó Yáñez.

—Sí, pero puede favorecernos, hermanito; así desembarcaremos sin que vengan a importunarnos los cruceros.

—Si anuncias tu desembarco con una lancha cualquiera, el lord huirá a Victoria.

—Es verdad -suspiró Sandokán.

—Quizás podamos realizar algo que tengo pensado. Pero dime, ¿se dejará raptar Mariana?

—¡Sí, me lo ha jurado!

—¿Y piensas llevarla a Mompracem?

—Sí.

—Y después de casarte, ¿la mantendrás allí?

—No lo sé, Yáñez. ¿Quieres que la relegue para toda la vida en mi isla salvaje, en medio de mis tigres que no saben más que blandir el kriss y el hacha? ¿Quieres que ofrezca a su mirada horribles espectáculos de sangre y muerte, que la ensordezca con los gritos de los combatientes y el rugir de los cañones y la exponga a un constante peligro? ¿Qué harías tú en mi caso, Yáñez?

—Pero piensa en lo que será de Mompracem sin su Tigre de la Malasia. Contigo todavía puede hacer temblar a los hombres que han destruido tu familia y tu pueblo. Hay millares de malayos y de dayakos que esperan tu llamado para correr a engrosar las bandas de los tigres de Mompracem.

—En todo eso he pensado ya.

—¿Y qué te ha dicho el corazón? -¡Sentí que sangraba!

—Y sin embargo, ¿dejarás perecer tu poderío por esa mujer?

—¡La amo, Yáñez! ¡Quisiera no haber sido nunca el Tigre de la Malasia!

El pirata, conmovido, se sentó en la cureña de un cañón y hundió la cabeza entre sus manos.

En tanto los tres barcos navegaban hacia Oriente impulsados por una brisa tan ligera que la marcha se hacía cada vez más lenta.

Tanta calma no podía durar mucho tiempo. Hacia las nueve de la noche el viento comenzó a soplar con violencia, señal segura de que alguna tempestad conmovía al océano.

Las tripulaciones saludaron con alegría las rachas vigorosas de aire, sin mostrar miedo por el huracán que las amenazaba. Sólo el portugués se inquietó y quiso que se amainaran las velas, pero Sandokán no lo permitió, en su ansia por llegar a las costas enemigas.

Al caer la noche el viento redobló su violencia. Al ver el aspecto del cielo y del mar, otro navegante se habría resguardado en la costa más próxima. Pero Sandokán sabía que estaba a menos de cien kilómetros de Labuán y ni siquiera pensó en tal posibilidad.

—Temo que este huracán nos envíe a todos a beber en las profundidades del mar -dijo Yáñez.

—Nuestros barcos son muy sólidos.

—Pero me parece que el huracán que viene es de los peores.

—No le temo. Vayamos adelante, que Labuán no está lejos. ¿Distingues a los otros paraos?

—Diría que uno va hacia el Sur. Es tan grande la oscuridad que no se ve a más de cien metros.

—Si se extravían, ya sabrán encontrarnos.

—Pero pueden extraviarse para siempre, Sandokán.

—¡Pues yo no retrocedo!

—¡Entonces, ponte en guardia, hermano!

Un relámpago deslumbrador rasgó las tinieblas; un trueno espantoso lo siguió.

Sandokán se levantó, extendió la mano hacia el Sur y dijo:

—¡Huracán, ven a luchar conmigo! ¡Te desafío! Atravesó el puente y se puso al timón, mientras los marineros aseguraban los cañones. Llegaban del Sur las primeras rachas de viento, empujando delante de sí montañas de agua.

El parao, con el velamen reducido, avanzaba como una flecha, haciendo frente a los elementos desencadenados y sin desviarse una línea de la ruta bajo la férrea mano de Sandokán.

A eso de las once se desató el huracán con toda su majestuosa fuerza. El mar se arrojaba con indescriptible ímpetu hacia el Norte, como si fuera una colosal catarata.

El parao danzaba desordenadamente, ya en las espumantes crestas de las olas, ya en el fondo de los movibles abismos. Pero Sandokán no cedía y guiaba el barco hacia Labuán. Sus hombres, asidos al cordaje, miraban impasibles los asaltos del mar, prontos a llevar a cabo la más peligrosa maniobra.

Y el huracán seguía aumentando en intensidad. Se alzaban montañas de agua que, con rugidos espantosos, abrían profundos abismos que parecían tener por fondo las arenas del interior del océano. El viento bramaba agolpando las nubes, dentro de las cuales retumbaba el trueno incesantemente.

El parao se defendía con tesón. Daba bandazos tremendos, se enderezaba como un caballo encabritado, hundía la proa en el agua y había momentos en que caía de tal modo que parecía que no lograría recobrar la vertical.

Seguir luchando contra aquel mar era una locura. Había que dejarse conducir al Norte, como seguramente lo hicieron los otros dos paraos.

Yáñez, que comprendía la imprudencia de seguir en la ruta, pensó rogar a Sandokán que cambiara el rumbo, cuando resonó mar adentro una detonación y pasó silbando una bala por encima de la cubierta.

Un grito estalló a bordo ante una agresión que nadie esperaba en tan críticos momentos.

Sandokán se lanzó a proa.

—¡Todavía hay cruceros que vigilan! —exclamó. En efecto, el agresor era un gran buque inglés a vapor. ¿Qué hacía en pleno mar con aquel huracán?

—¡Viremos! —gritó Yáñez—. Ese barco sospecha que somos piratas y que nos dirigimos a Labuán.

Un segundo cañonazo retumbó y otra bala pasó por el cordaje del parao.

Los piratas se precipitaron hacia los cañones, pero Sandokán los detuvo con un gesto.

No había necesidad de combatir, pues el buque, a pesar suyo, tuvo que dejarse arrastrar hacia el norte. En muy pocos minutos se alejó lo suficiente para que su artillería resultara inútil.

—¡Lástima que me encontrara en medio de esta tempestad! —dijo Sandokán—. ¡Lo hubiera asaltado, a pesar de su mole y de su tripulación!

—Ha sido mejor así, Sandokán —dijo Yáñez.

—¡Que el diablo se lo lleve y lo hunda en los abismos!

—¿Qué haría en pleno mar mientras todos buscan refugio?

—¿Estaremos en las cercanías de Labuán? preguntó el portugués.

—Eso sospecho —repuso Sandokán—. ¿Ves algo delante de nosotros?

—Nada, excepto montañas de agua.

—Sin embargo, me late fuerte el corazón.

—El corazón suele equivocarse —sonrió Yáñez.

—Pero el mío no. ¡Mira!

—-¿Qué ves?

—Un punto oscuro hacia el Este. Lo vi a la claridad de un relámpago.

—Pero aun cuando estemos cerca de Labuán, ¿cómo atracar con semejante tiempo?

—¡Atracaremos, Yáñez, aunque se haga pedazos el barco!

En ese momento gritó un malayo desde lo alto:

—¡Tierra frente al asta de proa!

—¡Labuán! —gritó con alegría Sandokán.

Atravesó el puente, pese a las olas que lo barrían, y poniéndose al timón lanzó el parao hacia el Este.

A medida que se acercaban a la costa el mar parecía redoblar su furia, como si quisiera impedir el desembarco.

Olas monstruosas saltaban en todas direcciones, y el viento extremaba su fuerza desde las alturas de la isla. Sandokán no cedía y, con la mirada vuelta hacia el Este, continuaba impávido su camino, aprovechando la luz de los relámpagos para orientarse.

Muy pronto estuvo cerca de la costa.

—¡Prudencia, Sandokán! —dijo a su lado Yáñez.

—¡No temas, hermano!

—Cuidado con las escolleras.

—Las sortearé.

—¿Dónde vas a encontrar refugio?

—¡Ya lo verás!

A corta distancia se vislumbraba confusamente la costa, contra la cual se estrellaba el mar con indecible furor.

—¡Atención! —gritó Sandokán a los piratas que maniobraban.

Empujó el parao hacia adelante con una temeridad que pondría los pelos de punta a los más intrépidos lobos de mar, atravesó un paso estrecho entre dos rocas enormes y penetró en una pequeña bahía que, al parecer, terminaba en un río.

La resaca era tan violenta dentro de aquel refugio, que el parao corría grave peligro. Era cien veces más fácil desafiar la ira de los elementos en mar abierto que en ese sitio, barrido por las olas que se amontonaban unas sobre otras.

—No es posible intentar nada —dijo Yáñez—. Si nos acercamos el barco se irá al fondo hecho astillas.

Tú eres muy buen nadador, ¿no es cierto? -le preguntó Sandokán.

—Como nuestros malayos.

—¿No tienes miedo a las olas?

—No, no les temo.

—Entonces saltaremos a tierra.

—¿Qué quieres hacer?

En lugar de responder, Sandokán gritó:

—¡Paranoa, a la barra!

El dayako agarró el timón que le entregaba Sandokán.

—¿Qué hago, capitán?

—Por ahora mantener el parao a través del viento —dijo Sandokán-. Ten cuidado y no lo arrojes sobre los bancos.

Enseguida se volvió hacia los marineros. -Preparen la chalupa. Cuando la ola barra la cubierta, la sueltan y la dejan ir.

¿Qué pretendía el Tigre de la Malasia? ¿Intentar el desembarco en aquella chalupa, mísero juguete para las tremendas olas? Los hombres se miraron llenos de ansiedad, pero se apresuraron a obedecer. A fuerza de brazo izaron la chalupa sobre la borda, después de haber puesto dentro dos carabinas, municiones y víveres.

—¿Qué intentas hacer? —preguntó Yáñez.

—Saltar a tierra.

—Nos estrellaremos contra las peñas.

—¡No! Sube a la chalupa, Yáñez.

—¡Tú estás loco!

Sandokán lo empujó y lo hizo entrar en la chalupa; luego subió él de un salto. Una ola enorme penetró en la bahía rugiendo.

—¡Paranoa! —gritó—. Dispónte a virar, dirígete al norte y ponte a la capa. En cuanto se haya calmado el mar, vuelve aquí. Yo voy a atracar.

La montaña de agua, con la cresta cubierta de blanquísima espuma, se acercaba. Frente a las dos rocas se partió y entró en la bahía. En un abrir y cerrar de ojos envolvió al parao.

—¡Suelten! —ordenó Sandokán.

La chalupa, abandonada a sí misma, fue arrastrada por la gigantesca ola. Casi al mismo tiempo el parao viró y salió a mar abierto, desapareciendo detrás de una escollera.

—Nosotros desembarcaremos en Labuán a pesar de la tempestad -dijo Sandokán tomando un remo.

—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. ¡Esto es una locura!

La chalupa se agitaba de un modo espantoso. Sin embargo, las olas la empujaban hacia la playa. La barquilla se remontó en la cresta de una ola y se precipitó en el abismo, chocando con violencia. Los dos piratas sintieron que les faltaba fondo bajo los pies. Se había hecho pedazos la quilla. Con otro tremendo golpe de mar la chalupa volvió a flotar en las alturas, hasta que las olas la hicieron estrellarse contra el tronco de un árbol, con tal fuerza que ambos piratas salieron disparados. Sandokán, que cayó en medio de un montón de hojas y ramas, se levantó en el acto y recogió las carabinas y las municiones.

Una nueva ola arrastró la chalupa y se la llevó mar adentro.

—¡Al demonio todos los enamorados! —gritó Yáñez al levantarse molido por el golpe.

—Pero todavía estás vivo, ¿no?

—¿Querías que me hubiera desnucado?

—No me consolaría nunca, Yáñez, si te pasara algo. ¡Mira, el parao!

El velero pasaba entonces por delante de la embocadura de la bahía, con la rapidez de una flecha.

—¡Qué compañeros tan fieles! —dijo Sandokán—. Antes de alejarse quisieron cerciorarse de que habíamos podido bajar a tierra.

Se quitó la faja roja y la desplegó al viento.

Un momento después resonó un disparo en el puente del velero.

—Nos vieron —dijo Yáñez—.¡Ahora, Dios quiera que nos salven!

El velero viró y emprendió su carrera hacia el norte. Yáñez y Sandokán se ocultaron bajo las enormes plantas para ponerse a cubierto de la lluvia, que caía a torrentes.

—¿Sabes dónde estamos, Sandokán?

—Creo que estamos cerca del riachuelo que sirvió de refugio a mi paso después de la batalla con el crucero.

—¿Está lejos de la quinta de lord James?

—No, a unos pocos kilómetros.

—Mañana registraremos los alrededores.

—¿Mañana? ¿Crees que puedo esperar? ¿No te das cuenta que estamos en Labuán?

—No podemos ponernos en marcha con este tiempo infernal, hermanito. ¿A qué quieres ir a la quinta?

—Por lo menos para verla.

—Y luego cometer alguna imprudencia. Te conozco. Ten calma, hermano, piensa que somos dos y en la quinta hay soldados. Esperemos a que vuelvan los paraos.

—¡Si supieras lo que siento al encontrarme en esta isla!

—Me lo figuro, pero no te dejaré cometer locuras que puedan serte funestas. ¿Quieres ir a la quinta para averiguar si Mariana está allí? Iremos. Pero cuando haya cesado el huracán. Mañana, en cuanto despunte el sol, nos pondremos encamino hacia el riachuelo. Por ahora, refugiémonos bajo esa areca.

Sandokán estaba indeciso entre seguir o no a su fiel amigo; pero al fin hubo de ceder, y se dejó caer junto al tronco del árbol, lanzando un largo suspiro.

—¿Crees, Sandokán, que nuestros paraos podrán salvarse de una tempestad como ésta?

—¡Nuestros hombres son marineros valientes! -contestó el pirata-. Verás cómo salen del atolladero.

—Y si naufragan, ¿qué hacer sin su ayuda?

—¡Raptar a Mariana!

—Dos hombres solos, aunque sean dos tigres de Mompracem, no pueden hacer frente a cincuenta fusiles.

—¡Recurriremos a la astucia! Yo no vuelvo a mi isla sin Mariana.

Yáñez no contestó. Encendió un cigarro, se tendió en la hierba, que estaba casi seca bajo las enormes hojas del árbol, y cerró los ojos.

En cambio Sandokán se levantó y se fue a la playa. Trataba de orientarse y de reconocer la costa. Cuando regresó comenzaba a alborear. La lluvia había cesado y el viento rugía con menos fuerza.

—Ya sé donde estamos —dijo—. El riachuelo debe estar hacia el sur, y no muy lejos.

—¿Quieres que vayamos a ver si damos con él?

—Sí.

Se echaron al hombro las carabinas, llenaron de municiones sus bolsillos, y se internaron en el bosque, procurando no alejarse mucho de la costa.

Multitud de árboles arrancados por el viento interceptaban el camino y obligaban a los piratas a saltar y escalar troncos caídos, y a utilizar los kriss para cortar una cantidad de lianas que se les enredaban en las piernas y no los dejaban avanzar.

Hacia el mediodía, Sandokán se detuvo.

—Ya estamos cerca —dijo.

—¿Del río o de la quinta?

—Del río. ¿No oyes el murmullo bajo esa bóveda de hojas?

—¿Será el que estamos buscando?

—No puedo equivocarme. He recorrido estos lugares.

—¡Pues vamos adelante!

Atravesaron a toda prisa el último trozo del bosque y diez minutos después encontraron un río pequeño que desembocaba en una bahía rodeada de árboles enormes.

La casualidad los condujo al mismo sitio donde habían arribado los paraos de la primera expedición. En la orilla todavía había pedazos de velas y de cordajes, cimitarras, hachas y montones de maderos.

—Allá reposan, fuera de la bahía, en el fondo del mar —dijo Sandokán con voz triste—. ¡Pobres muertos, que todavía no han sido vengados!

—¿Fue aquí adonde llegaste?

—Aquí. Entonces yo era el invencible Tigre de la Malasia; entonces no tenía cadenas mi corazón. Me batí como un desesperado, llevé a mis hombres al abordaje poseído de un furor salvaje. Pero me vencieron. ¡Qué momento más terrible, Yáñez! ¡Qué carnicería! Todos murieron. Todos menos uno. ¡Yo! -¿Lamentas esa derrota?

—No lo sé. ¡Sin la bala que me hirió acaso no habría conocido a la muchacha de los cabellos de oro! Bajó a la playa. Se detuvo, y con los brazos extendidos señaló el sitio donde se efectuó el terrible abordaje.

—Los paraos están sepultados allí —dijo—. ¡Cuántos muertos contendrán todavía en sus despedazados cascos!

Se sentó en un tronco y quedó sumido en profundos y tristes pensamientos.

Yáñez se fue entre las peñas a buscar ostras. Encontró una tan gigantesca que apenas podía levantarla. Volvió junto a Sandokán, encendió fuego y la abrió.

—¡Vamos, hermano, deja en paz a los muertos y ven a probar esta exquisita ostra!

El almuerzo fue espléndido. La ostra contenía carne tierna y delicada, que calmó el apetito de los piratas. Terminada la comida, echaron a andar nuevamente. Durante algún tiempo siguieron su camino por la orilla derecha del riachuelo, y después entraron resueltamente por el medio de la floresta.

Caía la noche cuando Sandokán se detuvo ante una larga senda.

—Estamos cerca de la quinta —dijo con voz ahogada—. Este sendero conduce al parque.

—¡Qué suerte, hermano! —exclamó Yáñez—. ¡Sigue adelante, pero cuidado con cometer locuras!

Sandokán cargó la carabina y echó a andar por el sendero con tal rapidez que el portugués apenas podía seguirlo.

—¡Mariana! ¡Amor mío! —exclamaba el pirata—. ¡No tengas miedo, ya estoy cerca de ti!

En ese momento habría atacado a un regimiento entero por llegar pronto a la quinta. Nada le causaba miedo; la misma muerte no lo hubiera hecho retroceder.

Sólo temía llegar tarde y no encontrar a la mujer tan intensamente amada, y esto lo hacía correr más y más, olvidando la prudencia.

—¡Oye, loco del demonio! —gritaba Yáñez, que trotaba tras él—. ¡Espérame! ¡Párate, por mil cañonazos, o harás que reviente!

—¡A la quinta! ¡A la quinta! —respondía Sandokán. No se detuvo hasta llegar a la empalizada del parque, más bien por esperar a su compañero que por prudencia o cansancio.

—¡Uf! —exclamó el portugués—. ¿Tú crees que soy un caballo, para obligarme a correr de este modo? ¡La quinta no se escapará, te lo aseguro! Además, no sabes qué puede ocultarse detrás de esa empalizada.

—¡No temo a los ingleses!

—Ya lo sé, pero si te matan, no verás a tu Mariana.

—No puedo quedarme aquí. ¡Tengo que verla!

—¡Calma, hermanito! Obedéceme, o no lograrás lo que quieres.

Le hizo una seña para que se callara y trepó como un gato hasta lo alto de la cerca, mirando al parque con atención.

—Parece que no hay centinela —dijo—. ¡Entremos!

Se dejó caer al otro lado. Sandokán hizo lo mismo y ambos fueron internándose con cautela por el parque; se escondían detrás de los arbustos y de la maleza y en el fondo de los surcos, con la vista fija en la casa, que apenas se distinguía a través de las tinieblas.

Habían llegado a la distancia de un tiro de fusil cuando Sandokán se detuvo de pronto y empuñó la carabina.

—¡Deténte, Yáñez! —murmuró.

—¿Qué has visto?

—Soldados delante de la casa.

—¡Se enreda la madeja! —-dijo el portugués—. ¿Qué hacemos?

—Si hay soldados, es señal que Mariana está ahí todavía.

—Eso creo yo también.

—Entonces, ¡ataquemos!

—¿Estás loco? ¿Quieres que te fusilen? Nosotros somos dos y ellos veinte o treinta.

—¡Pero es necesario que la vea! —exclamó Sandokán con ojos desorbitados.

—Cálmate, cálmate —dijo Yáñez, cogiéndolo fuertemente por un brazo para impedirle hacer cualquier locura—. Cálmate y después la verás.

—¿Cómo?

—Esperemos a que sea más tarde.

—¿Y después?

—Tengo un plan. Échate ahí cerca, refrena los ímpetus de tu corazón, y no tendrás de qué arrepentirte.

—Pero, ¿y los soldados?

—¡Por Neptuno! ¡Supongo que se irán a dormir!

—Tienes razón. Esperaré.

Se tendieron detrás de un espeso matorral de arbustos y maleza, pero de modo que pudieran vigilar a los soldados, y esperaron el momento oportuno para poner en práctica los deseos de Sandokán.

Pasaron cuatro horas, largas como siglos para el Tigre, hasta que por fin entraron los soldados a la casa y cerraron con estrépito la puerta.

El Tigre hizo ademán de echarse adelante, pero el portugués lo contuvo en seguida y le dijo, mirándolo fijamente:

—Dime, Sandokán, ¿qué quieres hacer esta noche?

—¡Verla!

—¿Crees que es fácil? ¿Encontraste el medio de hacerlo?

—No, pero...

—¿Sabe ella que estás aquí?

—No.

—Entonces es preciso llamarla.

—Sí.

—Y saldrán los soldados, porque no creo que sean sordos, y la emprenderán a tiros contra nosotros. Sandokán no contestó.

—Ya ves, mi pobre amigo, que esta noche no puedes hacer nada.

—¡Puedo trepar hasta su ventana!

—¿No viste a un soldado emboscado cerca del pabellón?

—¿Un soldado?

—Sí, desde aquí se ve brillar el cañón de su carabina.

—Entonces, ¿qué me aconsejas que haga?

—¿Sabes qué parte del parque frecuenta Mariana?

—Todos los días iba a bordar al kiosco chino.

—¡Muy bien! ¿Dónde está el kiosco?

—Muy cerca.

—Llévame a él. Es preciso advertirle que estamos aquí.

Por una vía lateral llegaron al kiosco. Era un lindo pabelloncito pintado de vivos colores que terminaba en una especie de cúpula de metal dorado, erizada de puntas y de dragones giratorios.

En derredor había un bosquecillo de lilas y de grandes rosales de fuerte aroma.

Yáñez y Sandokán, con las carabinas dispuestas por si había alguien dentro, se acercaron y entraron.

No había nadie.

Yáñez encendió un fósforo y sobre una mesa vio un cesto que contenía trozos de telas, hilos y sedas, y a su lado, una mandolina.

—¿Son suyos estos objetos? —preguntó.

—Sí —contestó Sandokán con infinita ternura—. ¡Aquí me juró amarme por la eternidad!

Yáñez encontró una hoja de papel y, mientras Sandokán lo alumbraba con un fósforo, escribió lo siguiente: "Desembarcamos ayer durante el huracán. Mañana a medianoche estaremos bajo su ventana. Tenga una cuerda para ayudar a Sandokán a escalar la pared. Yáñez de Gomera".

—Supongo que conocerá mi nombre —dijo.

—¡Sabe que eres mi mejor amigo! —respondió Sandokán.

Yáñez plegó el papel y lo puso en la cesta de modo que pudiera verlo enseguida, mientras Sandokán arrancaba unas rosas y cubría con ellas el mensaje.

Los dos piratas se miraron a la lívida luz de un relámpago. Uno estaba tranquilo; al otro lo agitaba una emoción indescriptible.

—¡Vámonos, Sandokán!

—¡Ya te sigo! -contestó el Tigre de la Malasia. Cinco minutos después volvían a saltar la cerca del parque y se internaban en el tenebroso bosque.