Los tigres de Mompracem/Capítulo 20

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Los tigres de Mompracem (Sandokán)
Capítulo 20: A través de la selva
de Emilio Salgari

El espanto que experimentaron los soldados al ver aparecer al temido pirata fue tal, que ninguno pensó en hacer uso de las armas.

Cuando, repuestos de la sorpresa, quisieron tomar la ofensiva, era demasiado tarde.

Los dos piratas, sin hacer caso de las notas de trompeta que salían de la quinta ni de los disparos de los soldados esparcidos por el parque, se perdieron en la espesura de la maleza.

Corriendo a toda velocidad llegaron en menos de dos minutos a lo más espeso del bosque.

Los soldados del invernadero se lanzaron fuera gritando a voz en cuello y haciendo fuego en medio de los árboles.

Los de la quinta sospecharon que sus compañeros habían descubierto al Tigre de la Malasia, y corrían hacia la empalizada.

—¡Demasiado tarde, queridos míos —dijo Yáñez—, llegaremos nosotros primero!

—Entremos al bosque, allí les haremos perder nuestro rastro.

La selva estaba a dos metros de distancia. En ella se ocultaron.

Pero a cada paso que daban la marcha se hacía más difícil. Por todas partes surgían enormes árboles que alzaban su grueso y nudoso tronco a una altura extraordinaria, y se deslizaban, entrecruzadas como boas monstruosas, miles de raíces. Subían y bajaban agarrados a los troncos y ramas.

Perdidos en aquella espesísima selva que en realidad podía llamarse virgen, se encontraron muy pronto en la imposibilidad de seguir avanzando.

—¿Adónde vamos, Sandokán? —preguntó Yáñez—. No sé por dónde pasaremos.

—Imitemos a los monos —dijo el Tigre de la Malasia.

—Tienes razón, así perderán nuestro rastro. ¿Y podremos orientarnos después?

—Ya sabes que los borneses no perdemos nunca la buena dirección. Nuestro instinto de hombres de los bosques es infalible.

—¿Habrán entrado ya en esta parte de la selva los ingleses?

—Lo dudo, Yáñez —respondió Sandokán—. Si nos cansamos nosotros, que estamos habituados, ellos no habrán podido dar ni diez pasos. Sin embargo, procuremos alejarnos pronto, porque el lord tiene perros que podrían alcanzarnos.

Asidos a los árboles, los dos piratas escalaron la muralla vegetal con una agilidad que daría envidia a los mismos monos.

Pasaban de planta en planta, de árbol en árbol sin poner jamás el pie en falso.

Así recorrieron unos seiscientos metros y se detuvieron entre las ramas.

—Aquí podemos reposar algunas horas —dijo el Tigre—. Estamos en una ciudadela perfectamente rodeada de bastiones.

-Pienso que tuvimos bastante suerte para huir de aquellos tunantes, hermanito. Encontrarnos en una estufa con ocho o diez soldados en derredor y poder salvar la piel, es un verdadero milagro.

—Así es, pero temo que este éxito nuestro decida al lord a buscar asilo en Victoria. ¡Es preciso encontrar a nuestros hombres!

—Sandokán, ¿quieres que te dé un consejo?

—Habla.

—En lugar de intentar el asalto de la quinta, esperemos a que salga el lord. Ya verás cómo no está mucho tiempo en estos lugares.

—¿Pretendes atacar la escolta en el camino?

—Sí, en medio de los bosques. Porque un asalto puede ser largo y costar sacrificios enormes.

—Me parece un buen consejo.

—Puesta en fuga la escolta, raptaremos a Mariana y nos volveremos de inmediato a Mompracem.

—¿Y el lord?

—Lo dejaremos que se vaya adonde quiera. ¿Qué nos importa?

—No se irá a ninguna parte, Yáñez. No nos dará un momento de tregua y lanzará contra nosotros todas las fuerzas de Labuán.

—¿Y eso te inquieta?

—¡El Tigre de la Malasia no tiene miedo de esas gentes! Tendremos que enfrentar numerosos ejércitos poderosamente armados y decididos a conquistar mi isla.

Pero allí encontrarán lo que no esperan. Bastará que yo envíe emisarios a las demás islas de Borneo para que lleguen por docenas los paraos.

—Lo sé muy bien.

—Como ves, Yáñez, si quiero puedo desencadenar la guerra.

—Pero no lo harás, Sandokán. Cuando tengas a Mariana, no volverás a preocuparte de Mompracem ni de sus tigrecitos, ¿no es verdad?

Sandokán no contestó.

—Mariana tiene mucha energía y combatiría intrépidamente al lado del hombre que ama, pero no será nunca la reina de Mompracem, ¿no es así, Sandokán?

También esta vez el pirata guardó silencio.

—¡Tristes días se preparan para Mompracem! —continuó Yáñez—. Dentro de poco la formidable isla habrá perdido su prestigio y sus terribles tigres habrán desaparecido. En fin, poseemos tesoros cuantiosos y podemos ir a gozar de una vida tranquila en cualquier ciudad opulenta del extremo Oriente.

—¡Calla, Yáñez! —dijo Sandokán con voz sorda—. Tú no puedes saber qué les reserva el destino a los tigres de Mompracem.

—Puedo adivinar.

—Podrías equivocarte.

—¿Qué piensas?

—No puedo decirlo todavía, esperemos los acontecimientos. ¿Qué te parece si nos ponemos en marcha ya? Creo que allá abajo se aclara un poco la espesura.

—Vamos.

Se cogieron de las lianas y se dejaron caer al suelo. Pero no era fácil salir de la selva.

—¿Hacia dónde iremos, Sandokán? -preguntó de pronto Yáñez, que no veía ni el sol para orientarse a través de aquella espesura.

—Te confieso que no sé hacia qué lado ir —contestó Sandokán—. Pero me parece ver un senderillo. Quizás nos conduzca fuera de...

—Un ladrido, ¿oíste?

—Sí.

—¡Los perros nos han descubierto! En lontananza resonó otro ladrido.

—¿Será sólo un perro o vendrá seguido de hombres? —dijo Yáñez.

—Puede que lo siga otro perro; un soldado no podría andar por este laberinto. Esperaré al animal y lo mataré.

—¿De un tiro?

—El disparo nos descubriría. Empuña tu kriss, Yáñez, y esperemos.

Un enorme perro de formidables mandíbulas y dientes agudísimos apareció en medio de una mata de césped.

Al ver a los piratas se detuvo un momento, los miró con sus ojos que parecían brasas y se lanzó adelante con un rugido aterrador.

Sandokán se había arrodillado, con el kriss en posición horizontal, en tanto Yáñez cogía la carabina por el cañón para servirse de ella como de una maza.

Dando un brinco el perro cayó sobre Sandokán y trató de apresarlo por la garganta. Pero si aquella bestia era feroz, el Tigre de la Malasia no lo era menos.

Rápido como el rayo adelantó la mano derecha, y la hoja del kriss desapareció casi por completo entre las fauces del animal. Al mismo tiempo Yáñez le descargaba tal mazazo que le hundió el cráneo.

—¡Ya tiene bastante! —dijo Sandokán mirando al perro agonizante.

—¡Vayámonos! ¡Corramos por el sendero!

A cada momento tropezaban con grandes arañas de desmesuradas dimensiones, multitudes de lagartos volantes y serpientes que se alejaban lanzando silbidos amenazadores.

Al cabo de un par de horas descubrieron un pequeño torrente de agua negra.

—¿Aprovechemos este paso? —propuso Yáñez. Asegurémonos de que el agua no sea muy profunda. El portugués cortó una rama y la sumergió en la corriente.

—No es profunda —dijo. Y descendieron al agua.

—¿Se ve algo? -preguntó Sandokán.

—Me parece que allá abajo veo un poco de luz. Caminaron con dificultad a causa del escurridizo limo del fondo del arroyo, del que emanaban nauseabundos olores.

—¡Alguien se acerca! —exclamó de pronto Sandokán. Un potente mugido, que acalló el canto de los pájaros y las risas de los monos, resonó bajo la bóveda de verdura.

—¡En guardia, Yáñez! —dijo Sandokán—. ¡Hay un orangután al frente!

—¡Y otro enemigo, peor quizás!

—¿Qué dices?

—Mira en aquella rama que atraviesa el riachuelo. Sandokán se empinó y lanzó una rápida ojeada.

—¡Un orangután de una parte y una pantera, de la otra! ¡Vamos a ver si son capaces de cerrarnos el paso! ¡Prepara el fusil y estemos dispuestos a todo!