Luisa de Bustamante o La huérfana española en Inglaterra/Capítulo IV

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Capítulo IV[editar]

En un país aristocrático en extremo, como lo es Inglaterra, y en donde la aristocracia se funda más en la riqueza presente que en la nobleza antigua, es preciso que exista un gran número de hombres altaneros y ajenos a toda moralidad, quienes, a pesar de la imparcialidad con que en casos graves los juzgan las leyes, encuentran medios de evadirlas a costa de los que a causa de su pobreza sólo la desesperación puede hacerlos recurrir a los tribunales. Las leyes inglesas dan medios de defenderse, aunque no sin grandes inconvenientes, de fraudes en materias pecuniarias, pero el justo empeño con que mantienen la libertad personal abre la puerta a una multitud de ataques de parte de los ricos viciosos contra la virtud femenil, especialmente cuando la belleza excita sus deseos y la pobreza les da esperanzas. Sin culpa de los legisladores y sólo por la naturaleza de las leyes, que no alcanza a estorbar los delitos, los malvados pueden usar de su libertad personal hasta que se han hecho culpables, causando una ruina que todo el valor del mundo no puede reparar y que la ley fríamente compensa con cierto número de libras esterlinas.

Todas las capitales de Europa abundan en vicios, pero ninguna llega en este punto a Londres y a París. En París el vicio no usa máscara ni velo. Lo que el dinero puede comprar se halla públicamente expuesto en venta. La modestia se abochorna, pero, al cabo, sólo tiene que volver a otra parte la cara. En Londres hay mucha más decencia aparente, pero, aunque esto da contento al clero, que supone que su influjo es poderoso sobre las costumbres, el vicio se concentra mucho más que en Francia y hace más estragos en secreto que si se mostrara a cara descubierta. Hay allí un disimulo de cierta calidad, que apenas puede llamarse hipocresía puesto que no toma la capa de la santidad. Su máscara consiste en la observancia de ciertas formalidades, en un rostro serio en presencia de gentes graves al mismo tiempo que se están riendo de ellas en su interior. El nombre más a propósito que se le puede dar es el sçavoir faire francés. Por supuesto que este disimulo tiene una variedad infinita de grados y se halla más o menos acompañado de más o menos malicia y atrevimiento. Pero lo que en todas sus variedades le da el carácter inglés es el plan y regularidad con que se pone en obra. En una sociedad mercantil no hay cosa que no tome el tono de negocio. El espíritu de especulación se mezcla en todo. Usando el lenguaje de los economistas, diré que para cuantas cosas se encuentran compradores para otras tantas hay un mercado en que los proveedores encuentran su ganancia. Como el objeto de estas memorias es dar a conocer estos países en varios puntos que los viajeros descuidan, introduciré aquí ciertos ejemplos de este espíritu mercantil, que emplea orden y sistema en todo, hasta en los objetos más odiosos.

El tráfico en la prostitución es, por desgracia, tan común en todas partes del mundo que no se puede citar como cosa singular, por mucho que sea su exceso en los países ingleses. En el discurso de lo que tengo que contar, se presentará ocasión de hacer ver con cuánta regularidad y artificio se conduce aquí este infame tráfico cuando ricos y nobles se interesan particularmente en tales mercancías. Pero ¿quién creyera que la mendicidad es objeto de especulación para ciertos capitalistas? En prueba de ello recórranse los papeles y diarios de cosa de veinte o más años ha. Mi conocimiento de Londres por aquellos tiempos me había sugerido la sospecha de que la mendicidad de la capital estaba organizada. El mal creció hasta el punto de fijar la atención de personas de poder y actividad, quienes trataron de formar Mendicity Societies, sociedades antimendicantes que existen en muchas partes del reino y han merecido bien del público. Mas apenas se anunció la formación de la Sociedad Metropolitana cuando un cierto número de diarios se declararon furiosos enemigos de la nueva asociación. Los que saben el modo y manejo de los más de los periódicos no pueden dudar que los artículos en favor de la mendicidad fueron escritos por personas bien pagadas y que el precio de su inserción no sería corto. Como la Sociedad Antimendicante tenía que emplear comisionados (pues en aquel tiempo Londres carecía de policía) para ir en pos de los mendigos impidiéndoles molestar a las gentes, los mantenedores del tráfico en limosnas procuraron en varias ocasiones formar causa a estos alguaciles ante los magistrados como perturbadores de la libertad individual, y pagaron las costas de estos procesos. Pero viendo al fin que su empeño en mantener el sistema abominable de la mendicidad organizada no hallaba favor en el público a pesar de los varios coloridos con que trataban de mover la compasión y el celo de la libertad personal, cesaron en su oposición, aplicando sus fondos y su malvada industria a algún otro género de vil comercio.

¿Quién imaginaría que los piamonteses que pasean, no sólo las calles de Londres, sino las de todos los pueblos principales de Inglaterra, de Escocia y de Irlanda, ora con órganos de mano, ora con monos, ora con ratones blancos, y que son ordinariamente muchachos, eran objeto de comercio para ciertos capitalistas oscuros? Yo lo adiviné mucho antes que apareciesen las pruebas jurídicas, porque, penetrado de la verdad del hecho de que el favor de la ganancia y la ausencia de todo principio moral cuando se trata de hacer dinero, dirigen la conducta de una clase numerosísima de ingleses, no tuve mucho que discurrir para convencerme de que estos especuladores tenían parte en lo que aquellos pobres extranjeros obtienen de la compasión de las gentes.

Poco tiempo después de que esto me ocurriese, o puede ser un poco antes (pues poco importan las fechas), apareció en Londres una multitud de mujeres alemanas vendiendo unas escobillas de madera, escoba y palo todo en una pieza. Hácenlas estas pobres mujeres de la blanda madera del saúco bien remojada, cortando con un cuchillejo afilado una cantidad considerable de virutas que, rizándose como si fuesen hechas a cepillo, vueltas hacia abajo sin separarlas, cubriendo el cabo inferior del palo, sirven de sacudidores en las casas. La novedad de la mercancía y la extrañeza del vestido de estas mujeres, que, de por sí, son en extremo feas y mal formadas, movieron a las gentes a comprar un gran número de escobillas. Aumentábase cada día el número de las infelices manufactoras, pero las más creían que las ganancias, pocas o muchas, eran para ellas. Pero el misterio de estas aves de paso se aclaró no mucho después. Los papeles anunciaron que, en cierto día, una de estas mujeres se presentó al Lord Mayor de Londres quejándose de que un inglés, cuyo nombre comunicó, se había ajustado con ella y otras paisanas (son por lo general sajonas) ofreciéndoles mantenerlas para que hiciesen escobas, y dándoles un tanto al día a proporción de las que vendiesen. Pero el villano, al punto que las vio en su poder desamparadas, las encerró en una especie de corral donde las obligaba a trabajar sin descanso y casi las mataba de hambre. No me acuerdo qué remedio aplicó a este abuso el Lord Mayor, pero, en todo caso, el haberse descubierto fue una ventaja, porque algunas de las pocas gentes que piensan dejarían de patrocinar tan grande villanía. No comprendo estas malditas escobas que tanto mal causaban. Por algún tiempo no se observó mejora alguna, antes por el contrario el número de estas mujeres se aumentó, y, lo que es más, muchas de ellas eran jóvenes no mal parecidas, aunque bastas. De donde se infiere que los capitalistas contaban con aumento de ganancias por medio de la prostitución de estas muchachas. Al presente no puedo decir el estado de este infame comercio, pero me parece que la estúpida compasión que lo protegía con sus limosnas se había cansado. La novedad pasa en tales casos, y el público que, movido de ella, se creyó humano y compasivo se halla pronto indiferente y disgustado, obligando a los infames que se mantienen en la corrupción y el engaño a buscar nuevos medios de embaucarlo y sacarle el dinero.

Pero entre estos tráficos inicuos ninguno llega al que se descubrió algunos años ha, ocasionado sin duda por el espíritu supersticioso de los legistas y legisladores ingleses en cuanto toca a costumbres y leyes antiguas. Las leyes más bárbaras, hijas de la ignorancia más grosera, se conservaban en vigor pocos años ha y se conservan aún sólo por medio de la innovación. Lo más extraño es que Inglaterra ha hecho, en varios tiempos, las innovaciones más completas e instantáneas en su constitución y en la religión nacional. La Reforma en tiempo de Enrique VIII fue de este género. Pero, no obstante que la creencia del pueblo y la organización de la iglesia se hallaron transformadas en un abrir y cerrar de ojos, los tribunales eclesiásticos que derivaban sus leyes y costumbres de la religión católica se quedaron como estaban y así continúan hasta el día de hoy. ¿Quién creyera que en la Inglaterra protestante se usa la excomunión como apremio para el pago de costas y por castigo de desobediencia al tribunal que la impone? Esta censura eclesiástica se halla en poder de jueces legos y se aplica a delitos imaginarios que nada tienen que ver con la conciencia. En mi tiempo se ha aplicado la sentencia de excomunión a un judío, sin tener en cuenta que los de su religión nunca han tenido comunión con la iglesia. No pasa año sin que se verifiquen varios casos de opresión y tiranía de parte de estos odiosos tribunales, pero, a pesar de las reclamaciones poderosas que se hacen al Parlamento y al público, el abuso continúa y continuará por muchos años, basta que una vez haya tomado la forma de ley. Parte de esta obstinación procede del carácter inglés, de la arrogancia con que mira cuanto le pertenece y de la repugnancia con que se somete a confesar que los legisladores de otros tiempos se engañaron. Parte (es preciso confesarlo) de que las clases en cuyas manos está la formación de las leyes no sufren la opresión de las penas que existen. Si los miembros del Parlamento temiesen la menor molestia de parte de las leyes que necesitan reforma, no pasaría tal vez un año sin que fuesen abrogadas. Si por otro lado la opresión que tales leyes ejercen fuese tan extensa que causase un clamor público, la reforma se haría, aunque más lentamente. Pero el que media docena de individuos no muy notables o más bien oscuros se pudran poco a poco en una cárcel por satisfacer a una ley que existe sólo porque en la prisa y confusión de la Reforma no hubo tiempo de mudarla según pedían las circunstancias a nadie importa.

Pero volviendo a lo que se ha insinuado solamente acerca de un caso horrendo ocasionado por la especie de afición que los ingleses tienen a las preocupaciones antiguas, han de saber los lectores españoles que hace pocos años que las leyes criminales de este país hacían consistir parte del castigo del asesino u homicida en ser entregado después de muerto a los cirujanos, a fin de que estudiasen en él anatomía. Sería seguramente difícil encontrar una ley más fundada en ignorancia y superstición que la dicha, pues supone que el ser anatomizado después de muerto es una indignidad que sólo un gran malhechor merece. Y ¿cuál debía ser el efecto de tal ley en la opinión del pueblo? El de llenar las gentes de horror contra los hospitales y los cirujanos. Los establecimientos más benéficos y caritativos para el restablecimiento de la salud en los pobres se veían frecuentemente atacados por un tumulto popular que venía a mano armada a apoderarse del cuerpo de alguno cuyos parientes habían movido su furia. En tales circunstancias, era en extremo difícil mantener escuelas de anatomía práctica. Yo puedo atestiguar los peligros y dificultades que los cirujanos tenían que sufrir, porque, siendo muy aficionado al estudio de anatomía y fisiología, hice poner mi nombre en la lista de los estudiantes de un curso completo de estas dos ciencias, cabalmente en el tiempo en que era más difícil que nunca obtener cuerpos para anatomizarlos. Presidía en la escuela a que me agregué uno de los hombres más hábiles y expertos de Inglaterra, con quien, habiendo contraído amistad, solía yo tener largas conversaciones sobre asuntos relativos a la facultad que él profesaba. Habiéndome dicho que cada cuerpo que yo veía en la escuela costaba catorce guineas (cosa de mil cuatrocientos reales), no puede menos de preguntarle cómo se manejaba este extraño ramo de comercio, a lo cual me respondió que había en Londres un cierto caballero (¿cómo sería posible darle otro nombre cuando trataba con muchas gentes principales y vivía como ellas?) que mantenía una multitud de hombres llamados por el pueblo resucitadores. Éstos averiguaban en Londres, en Dublín, en Edimburgo y por muchas millas alrededor de estas capitales quiénes, entre la gente pobre, estaban muriéndose. Descubrían además en qué parte de los cementerios rurales habían sido enterrados, y daban parte a sus compañeros de lo que sabían, ajustando con ellos en qué noche habían de robar el cuerpo. Salían, pues, en un carro tirado de un solo caballo y, en las noches más oscuras y tormentosas, se dirigían a la huesa. Con la mayor actividad y silencio, removían el montón de tierra que sobresale del nivel del suelo cuando un cuerpo se ha enterrado recientemente; cavaban hasta encontrar con la caja y con el cuerpo y la depositaban en el carro. Con no menos silencio y destreza, volvían a llenar la fosa cubriéndola con el césped que los enterradores dejan sobre ella, y, si por fortuna no eran descubiertos, se internaban a los arrabales de la capital donde tenían sus escondrijos. Este empleo estaba expuesto a no ligeros riesgos. En Escocia, donde ciertas ideas tienen raíces más profundas que en Inglaterra, varias gentes del pueblo se habían unido para guardar los cementerios, y, como a pesar de la superior moralidad de que los escoceses se glorian, no escrupulizan quitar la vida a un hombre por conservar un cuerpo muerto, los resucitadores estaban cada noche expuestos a descargas de las armas de fuego con que los piadosos guardas iban armados. A pesar de todos estos riesgos, la ganancia del tráfico en cuerpos muertos era tan considerable que los cirujanos estaban seguros, no sólo de tenerlos cuando los necesitaban, sino también de tener la clase de cadáveres que querían. Yo me acuerdo que durante el curso de que he hablado, cuando llegamos a tratar de los nervios, el profesor nos dijo que sería mejor entretenerse algunos días en el estudio de otras partes del cuerpo, hasta que sus resucitadores nos procurasen el cadáver de un negro, pues los de este color tienen nervios más gruesos y visibles que los blancos. Del mismo modo se podía obtener hombre, mujer o niño.

Cuando me hube impuesto en el sistema mercantil de las sepulturas y consideré las grandes dificultades con que los magistrados de Policía (clase que entonces, más que ahora, quería por lo general adular al pueblo) impedían los desenterramientos, pregunté a mi amigo el profesor de anatomía si había alguna vez sospechado que varios cadáveres podían ser de personas a quienes se había quitado la vida con el objeto de vender el cuerpo muerto. Mi pregunta pareció sorprender a mi amigo, quien me respondió que no tenía razón para sospechar lo que yo decía. Mas la razón era evidente. Considérese que no hay ladrón que por catorce guineas no quitase la vida a otra persona, con tal que lo pudiese hacer con mucha probabilidad de no ser descubierto. Ahora bien, en ningún caso de homicidio podía el encubrimiento ser más fácil que en el que se hiciese con la intención de vender el cuerpo a los cirujanos. Lo único que se requería era dejar el cuerpo sin lesión visible y tenerlo enterrado algunos días. ¿Cómo sería posible que esta facilidad de ganar dinero se ocultase a la perspicacia de la multitud de hombres feroces y enteramente perdidos que hay en estos reinos? Los hechos más horrorosos vinieron pronto a confirmar lo acertado de mis conjeturas. El crimen se manifestó primero donde la dificultad de procurar cadáveres era más grande; quiero decir en Escocia. Un villano, o más bien diablo en carne humana, llamado Barke, fue descubierto con sus cómplices. El método de la caza de hombres que tenían era éste: si encontraban, como era fácil, un pobre viejo o vieja que, sin parientes y con poquísimos conocidos, mendigaba en los contornos, procuraban atraerlo con buenas palabras y, cuando veían ocasión oportuna, lo convidaban a tomar abrigo de la inclemencia del cielo en la casa oscura y retirada en que Barke vivía con sus infames compañeros. Dábanle de cenar en más abundancia que la que acostumbraban los infelices y, en conclusión, convidaban la víctima a beber un vaso de aguardiente y agua, azucarado, caliente y preparado con una gran cantidad de opio. El efecto de tal brebaje en un estómago debilitado con la falta diaria de alimento suficiente era tal que en media hora estaba insensible. En este estado, o lo sumergían en un pozo donde en uno o dos minutos moría de sofocación, o le cubrían la boca y las narices con un emplasto de trementina, lo cual producía el mismo efecto, y cubrían el cadáver después con tierra por ocho o diez días, y así lo llevaban a los cirujanos. No es del presente caso decir cómo fueron descubiertos estos monstruos. En Londres la causa del descubrimiento fue un infeliz muchacho piamontés, de los que pasean aquella capital con órganos, ratones blancos y monos. Uno de los cazadores de hombres lo convidó a su casa y en pocas horas lo preparó para el mercado. Otro muchacho, paisano del muchacho muerto, le echó de menos y aumentó los recelos de los que le prestaban los medios de atraer la atención de los caritativos. Entre tanto, los asesinos habían propuesto la compra de un cadáver no adulto a los maestros de anatomía de uno de los hospitales de Londres, quienes, combinando el rumor de la desaparición del piamontés con la propuesta de un cadáver pequeño, dieron noticia a los magistrados. De este modo se descubrió la guarida de los tigres en forma humana, que, poco después, fueron ahorcados entre las maldiciones y oprobios de la multitud que fue a saciar los ojos en su suplicio.

Amigo lector, bien podrás preguntarme a qué región del mundo intelectual te he conducido inesperadamente. A decirte verdad, apenas lo sé yo. Sólo tengo cierta idea de que nuestra huérfana española se encontró en circunstancias que apenas se podrían concebir por quien no estuviese enterado en las de esta gran nación, donde la civilización y el vicio han crecido casi al mismo paso, donde el dinero es omnipotente porque la sed del dinero es universal e insaciable. Si esto fuere a tu parecer bastante excusa para esta digresión, pasemos adelante en amistosa compañía; si no lo fuere, di lo que quisieres contra mí, pero no deseches el libro sin leer un poquito más.