Luisa de Bustamante o La huérfana española en Inglaterra/Capítulo V

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Capítulo V[editar]

Era la estación de la primavera inglesa, prima hermana del invierno y tan enamorada de él que parece determinada a no separarse de su lado, cuando un cierto lord irlandés, poseedor de cincuenta mil libras esterlinas de renta anual (cinco millones de reales), cansado de hacer mal en su propia tierra, vino a Londres para gozar cuantos placeres le podían comprar sus inmensas riquezas. Exhausto de cuerpo y alma, hubiera dado la mitad de sus posesiones a quien le proporcionase un nuevo placer. Pero de tal modo se había apresurado a saciar sus deseos que el mundo entero no contenía un sólo objeto que los pudiese excitar sin mezcla de disgusto. Jamás se verificó tan a la letra la profunda observación del gran poeta latino:


De en medio el manantial de los primores
Sube una cierta vena de amargura
Que nos angustia aun en las mismas flores.
............Medio de fonte leporum.
Surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus angit.
(Luent.)


A pesar de esto, nuestro lord, que apenas frisaba en los cuarenta, era uno de los hombres más apuestos que paseaban en Londres. Alto y bien proporcionado, de un color que se acercaba al trigueño de España, ojos negros y expresivos, cabello negro naturalmente rizado, voz halagüeña y modales refinados por la cultura social. Lord Ford era el encanto de las damas. Pero, no obstante todas las artes de la coquetería con que procuraban atraerlo, lo más que lograban era que se entretuviese con ellas dando ocasión de celos violentos a media docena de marquesas y condesas por semana. Las pasiones de Lord Ford estaban demasiado saciadas de gracias artificiales y necesitaban pábulo más delicado que el que le brindaban estas hermosuras de moda. Cual los sultanes de Oriente, necesitaba Lord Ford de una perpetua sucesión de atractivos no marchitados, de rosas medio abiertas que, aunque la dan a entender, no enseñan la hermosura que sus tiernas y encapulladas hojas envuelven. Si una belleza en su apogeo hubiera podido satisfacerle, su propia mujer, lady Ford, habría fijado su inconstancia y hécholo feliz en su propia casa. Esta desgraciada señora, dotada de cuantos dones suele la naturaleza acumular en sus favoritas de Irlanda, vivía abandonada en la mansión magnífica de su marido; no digo bien abandonada, antes debiera decir insultada, porque tenía que ver cada día el deshonor con que la trataba su marido. Lady Ford, aunque rica y noble, no tenía parientes cercanos que la protegiesen y, siendo por naturaleza sensible y tímida, jamás pudo determinarse a poner su causa en manos de abogados para conseguir una separación. Deteníanla, por otra parte, dos hijas, fruto, no del amor, sino del capricho de su marido. Eran éstas aún muy jóvenes: la mayor tenía quince años. Con ellas vivía lady Ford retirada a unos aposentos que daban sobre el grandioso parque de su mansión. Pero ni aún en este bosque retirado podían las infelices gozar de paseos solitarios, a no ser en la ausencia del infiel marido y padre. Cuando estaba en casa, el bosque se hallaba muchas veces frecuentado por ninfas de una clase que hubiera avergonzado a las mismas Bacantes. Todo era disolución y desorden cuando el lord estaba en casa. Sus amigos eran dignos de él. Los criados seguían el ejemplo de los amos. La modesta matrona, la madre de aquella familia, apenas se hallaba segura en sus retirados aposentos, siempre temblando que los inocentes ojos y oídos de sus dos niñas viesen y oyesen lo que pasaba en casa.

A este tiempo el mal había llegado a su colmo. Lord Ford había determinado hacer a su propia mujer cómplice de sus villanías. Con este objeto se hallaba en Londres, pero sin manifestarse al gran mundo. Con un solo criado, su favorito y confidente, había pasado algunos días en una casa retirada del bullicio, donde mantenía a una de sus infelices víctimas, a quien, según su costumbre, empleaba en este tiempo no como objeto sino como instrumento de sus placeres. En esta casa se celebraban las orgías más disolutas. A esta casa venían las tiernas víctimas que las riquezas de su dueño procuraban por los medios más odiosos.

Al anochecer de un día que el lord había empleado con tres o cuatro de sus compañeros en jugar a los naipes, salió sin compañía y se dirigió a una escuela o Establecimiento para Señoritas y, habiendo llamado a la puerta, fue admitido sin dilación por una criada bien parecida y apuesta. Lord Ford, que parecía saber de memoria la casa, fue inmediatamente a un parlour (palabra que corresponde perfectamente al término monjil locutorio), aposento no muy grande, pero muy bien amueblado. A un lado estaba un gran piano horizontal, dos o tres sofás de muy buen gusto y sillas de varias clases, pero correspondientes a los sofás y otomanas, que ocupaban dos lados y daban a la sala un aire de lujo que excedía los límites del famoso comfort inglés. En uno de estos sofás estaba medio acostada una mujer bien vestida, de buen porte y como de treinta años. Sus facciones eran delicadas, y se veían en ellas restos de belleza a pesar del destrozo que la melancolía y otras pasiones más violentas habían hecho en la primavera de la vida. Al punto que Lord Ford apareció a la puerta, Miss Melville (así se llamaba la que parecía ser dueña de la casa) se estremeció de pies a cabeza y, llevando las manos a los ojos, hizo ademán de no querer ver a quien entraba.

-¡Monerías! -dijo el Lord, con aire despreciativo-. ¿A qué vienen esas sandeces?

Y, tomándole la mano derecha, hizo como que iba a besarle la cara.

-¡Insolente, traidor! ¡Quieres añadir el insulto a la crueldad!

-¡Vamos! -dijo el Lord sonriéndose-. El genio trágico te ha visitado esta tarde, pero yo no tengo tiempo para esta clase de escenas. ¿Cómo va mi negocio? ¿Se adelanta algo?

-¡Bárbaro, infame! -replicó Miss Melville, con ojos centelleantes de furia-. ¡Después de haberme arruinado, quitándome el honor, te atreves a emplearme en el vil oficio de negociadora de tus placeres!

-Bájese Vd. un poquito, señora. Cuatro puntitos menos de sublimidad parecerían bien en este sitio. Dígame Vd., ¿de quién es esta casa que ocupa Vd. más de un año ha? Tenga Vd. la bondad de añadir quién pagó las tres mil libras con que se tapó la boca a Mister Dumpling acerca de su hija. De paso, ¿cómo está la muchacha? Por supuesto que nada ha perdido de su buen parecer y que el dinero susodicho le procurará un buen tendero por marido en un abrir y cerrar de ojos. ¡Ha, ha, ha! ¡Estos benditos maridos son sumamente afortunados en su ignorancia! Pero, vamos, Rosa, dime si mi ayita está pronta a venir a Irlanda. ¿Has visto a la beata que cuida de ella? ¿Por supuesto que te vestiste de negro y tomaste el aire de santidad que tan bien te sienta?

Poco a poco la infeliz sobre quien caían estos insultos mudó de color y, no pudiéndose mantener derecha en su asiento, desplomóse desmayada al otro lado del sofá.

-¡Dengues! -dijo el Lord con aire burlesco.

Pero se engañaba. El desmayo era tan serio que fue preciso tocar la campanilla para que viniese la criada. Con su asistencia se recobró la infeliz, pero su palidez era mortal y, a pesar de la insensibilidad brutal del lord, no tuvo valor para apremiarla más aquella noche. Tomó el sombrero y, encargándole que estuviese de mejor humor la tarde siguiente, dejó la casa con aire de disgustado. [...]