Mendizábal/XXIII

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XXIII

Más que inquieto, lleno de zozobra por la desusada tardanza de Fernandito, le esperó levantado su amigo D. Pedro, y al verle entrar, conoció por su rostro encendido, por el febril centelleo de su mirada, que algo muy grave le había ocurrido aquella noche. Interrogole dulcemente, y no obtuvo respuesta categórica.

«Luego me lo contarás -dijo Hillo-, que ya es hora de que me vaya a decir mi misa. Me has tenido toda la noche en vela. Como no es tu costumbre trasnochar, me alarmé. ¿Has estado en alguna logia? ¿Se trata de algún mal paso, de algún lance?... Pero no quiero molestarte ahora. No me cuentes nada, y descansa, pobrecito, que estarás muerto de sueño. Yo me voy al Carmen... Duerme todo el día si quieres, y a la tardecita me contarás...».

Se fue D. Pedro a celebrar, y al regreso de la iglesia, Calpena dormía. Acercose a su lecho el presbítero, y le vio dormidito como un ángel, con ese leve sonreír que indica un venturoso sueño. A la hora de comer quiso Doña Cayetana despertarle; pero se opuso Hillo diciendo: «No, no, pobre hijo; dejarle que duerma: sabe Dios lo molido y ajetreado que estará ese bendito cuerpo. Guárdesele la comida». Salió después a una diligencia que le entretuvo dos horas, y al volver a casa díjole Delfinita que D. Fernando había comido presuroso y sin enterarse de lo que metía por la boca; que no respondía a lo que se le preguntaba, como si se hubiese dejado en otra parte el pensamiento y la palabra. Y lo más singular fue que, sin probar el postre, que era miel de la Alcarria y queso de Villalón, había cogido el sombrero y echádose a la calle con tanta prisa como si le llamaran a apagar un fuego. ¡Cosa más rara! Indudablemente ocurrían sucesos inauditos. ¿Sería, por fin, la estupenda anagnórisis que Hillo por momentos esperaba? Entregándose a sutiles cavilaciones y al trabajo de adivinar, esperó el clérigo la vuelta de su amigo; pero tuvo el acierto de esperarle sentado, porque Calpena no entró en casa hasta la mañana del siguiente día.

Ya no pudo Hillo aguantar más los ardientes picores de la curiosidad, y tomando una actitud serena, le dijo: «Hoy sí que no te me escapas sin contármelo todo». Calpena, confuso, no sabía por dónde empezar. Hillo cortó la solemne pausa diciendo ¡Habla!, con el acento con que esta palabra se pronuncia en las tragedias de secano.

«Pues... nada».

-¿Cómo nada? ¿Es acaso alguna intriga política?

-No señor.

-Pues yo sé que en el Ministerio no se vela... Vamos, será cuestión de amoríos...

-Tampoco; porque los amoríos son cosa frívola y pasajera, y esto no.

-Amor entonces -dijo Hillo con benevolencia, y terminó la expresión de su idea con una nota humorística-: ¿Con que amor tenemos? Bueno: con tal que sea clásico...

-¿Y qué entiende usted por amor clásico?

-El que se contiene dentro de los límites de la conveniencia y de la regularidad; el que no es motivo de escándalo, sino ejemplo de buenas costumbres; el que no es furor insano, sino afecto plácido y limpio; el que tiene por norte la familia y por cebo una relación casta, con el consentimiento de los padres...

-Yo no tengo padres.

-Di que no los conoces. Mientras te llega la anagnórisis, tu padre soy yo: yo miro por ti, y te guío en el camino de la vida.

-Me temo, querido Hillo, que después del paso que he dado, tenga yo que arreglármelas solo para seguir andando... En fin, puesto que usted habla de amor clásico, diré a usted que el mío, como águila a quien quisieran encerrar dentro de un huevo de paloma, ha roto los moldes, ha roto el viejo y podrido cascarón del clasicismo.

-No te conozco -dijo D. Pedro con sobresalto-. ¿Eres tú el joven Calpena?

-No señor... El joven Calpena que usted conoció, se ha transformado radicalmente en días, en horas. Cuando menos uno lo piensa, sobreviene la crisis capital de la vida...

-Hombre, eso es gravísimo. ¿Y quién es ella? ¿Acaso la niña que llamamos marmórea?... ¿Dices que no? ¿Pues de quién se trata? ¿No puedo saberlo? Sea quien fuere podré darte una opinión franca, un buen consejo.

-Me hallo en una situación tal, que toda opinión que no sea la mía me hará el efecto de una enemistad irreconciliable; y en cuanto a los consejos, debe usted esperar a que yo se los pida.

-Arrogantillo estás. Por lo que dices, voy entendiendo que tus amores son de esos que llaman, que llaman... no sé... esta clase de bregas son para mí desconocidas. Pero ello debe de ser cosa vergonzosa, una pasión de estas que nos ha traído el romanticismo, y que suelen acabar con descabello de media humanidad.

Interrumpió el diálogo la llegada de una carta. Era de la mano oculta, que no había escrito en toda la semana. A Fernando le dio un vuelco el corazón, y barruntando que el contenido de la epístola heriría su vidriosa sensibilidad, rogó al clérigo que la leyese. Él oiría, procurando enterarse, pues su espíritu, en aquellos días de ansias y delirio, no acudía fácilmente al reclamo de la realidad próxima. Después de suspirar fuerte, D. Pedro leyó:

«¿Con que tenemos al niño enamorado? Ya me esperaba yo ese sarampión, que rara vez falla a los veintidós años. Paciencia, y pues no hay más remedio que pasarlo, no lo combatamos, y pónganse los medios para que brote bien... Tontín, se te tolera esa pasioncilla juvenil, que es el paso de la adolescencia a la madurez de la vida. Los hombres conceptúan eso necesario, inevitable; tales turbonadas, dicen, son necesarias, hasta convenientes. Sea: con pena lo admito, y te suplico que acabes cuanto antes, no sea que la enfermedad se meta demasiado en lo hondo. No tengo tranquilidad hasta que sepa el radical fin de esa novelesca aventurilla, y no dudes que he de saberlo, como supe lo del banquete que te dio la Zahón, como tengo noticias del desenfado con que te pones a pelar la pava con la chiquilla de Negretti. También sé que es muy linda. No te acusaré de mal gusto, no; y como te tengo por hombre perspicaz y conocedor del género, presumo que en tus largos plantones al pie del balcón habrás tenido tiempo de comprender que la niña es diamante falso. ¡Ah, tontín!, la pedrería fina es muy escasa, y no se encuentra en la primera cena a que nos convidan...».

Al llegar a esto, Calpena no pudo contener el dolor, la ira que estas apreciaciones le produjeron, y estalló diciendo: «Eso es sencillamente infame... Dígalo quien lo dijere, es inicuo, ultrajante. No debo hacer caso de la opinión de persona anónima, que no puede sentir la verdad, como la siento yo... Y juro que no habrá voluntad que me tuerza, ni razón humana que me persuada de que esto no es para mí el supremo bien, el único bien posible».

-Espérate un poquito y déjame acabar. Sigo: «Como para estas aventurillas, que mejor será llamar calaveradas, se necesita dinero, te mandaré mañana seis onzas. Más, mucho más recibirás; pero entiende que este dinerito no debe servir para prolongar la enfermedad, sino para ponerle término... Y no te digo más por hoy».

«¡No puedo, no puedo -exclamó Calpena dando vueltas por la habitación como un loco- sufrir por más tiempo esta tutela anónima!... Y estas burlas, este desconocimiento de la verdad, me lastiman, me hieren más que si me asestaran cien puñaladas... ¡Oh, cuánto diera yo por conocer a la persona que me escribe, y poder decirle lo que siento...! No, no dudo que esa persona se interesa por mí, que me ama. También la quiero yo sin conocerla. Pues bien: yo la convencería... ¿Cómo no había de convencerla, si yo lo estoy firmemente, si llevo dentro de mi alma, no sólo todo el amor, sino toda la lógica del mundo?...».

-Hijo mío -le dijo Hillo con expresivo afecto-, lo que la señora incógnita te escribe es el puro Evangelio. Considera tú ese amor como una aventurilla pasajera... cosas de muchachos, ejercicio vital... y... dale ya puntillazo...

Le miró Calpena, plantándose ante él desdeñoso, altanero, y con grave entereza contestó:

«Soy un hombre; tengo un alma que es mía, una inteligencia que me pertenece, y con ellas siento y juzgo lo que me incumbe. Ni de usted ni de esa desconocida persona admito lecciones, ni soy un niño para recibirlas en esa forma. Quien nunca ha tenido familia, bien puede declararse independiente como lo hago yo ahora. La soledad en que he vivido me ha enseñado a gobernarme por mí mismo. Soy libre, Sr. D. Pedro; a nadie me someto. Los que me protegen por motivos que aún están rodeados de obscuridad, que den la cara, y entonces hablaremos. Si conseguimos entendemos, bien, y si no, lo mismo. No altero mis propósitos, no me someto, no me rindo».

Sin dejar de admirar esta noble gallardía, trató Hillo de reducirle a la obediencia ciega de la deidad velada, pues así también solía llamarla, no sabiendo qué nombre darle, y el primer argumento que empleó fue que le convenía dicha sumisión para no comprometer su brillante porvenir.

Echándose a reír, le contestó D. Fernando que él no contaba con más porvenir que el que por sí mismo se labrase, pues todo lo demás era fantasmagorías y sueños; y en último caso, que no sacrificaría a ninguna consideración, ni a interés alguno por grande que fuese, la pasión que colmaba todos los anhelos de su existencia. Y como Don Pedro insistiese en que la aventura no merecía nombre de pasión seria, y que debía ponerle punto final, replicole el joven con flema: «No puede ser, mi querido Hillo. En esto he querido aplicarme fielmente el precepto fundamental de su filosofía práctica... Para que no diga usted que fracaso como todos los españoles que emprenden algo, me propongo rematar la suerte».

-¡Ah!, pillo... ¿De modo que te casas...?

-Tal creo... Esto no es aventura... para que vaya usted enterándose.

-Estás perdido, perdido sin remedio... Un joven llamado a... qué sé yo... llamado a grandes destinos... ¡Por Dios, Fernandito de mi vida, mira bien lo que haces!... Y a mí que me parecían poco para ti todas las duquesas y princesas que andan por esas cortes.

-Yo soy pueblo, pueblo nací y pueblo me encuentro ahora. ¡Ay!, amigo Hillo, me acuerdo de mi cuna. Era de mimbres, y estaba rota y medio deshecha. Yo ensanchaba los agujeros con mis manecitas, y me echaba fuera para jugar con un perro y dos cabras que había en la pobrísima estancia donde me criaron... ¡Y ahora me habla usted de duquesas y princesas! A usted le ciega, o más bien le enloquece su bondad... Yo no soy lo que era. He dado un gran vuelco: mis ideas son otras. No tengo ya más que una ambición, y a satisfacerla se encaminan todas las potencias de mi alma. Me crió aquel bendito en la templanza, en la regularidad, en el justo medio de todas las cosas. Pues ya no quiero justo medio; ya me solicitan las situaciones extremadas... Quiero exceso de vida, energías poderosas, mucho gozar o mucho sufrir, luchar, hacer cara a los grandes desastres si vienen, hartarme de felicidad si Dios me la depara. No quiero andar por caminos trazados, ni que me cuenten los pasos que doy, ni que me lleven con andadores, ni que me muevan con hilitos, como si fuera yo figura de titiritero. No, no: de un salto me he echado fuera del retablo, y entro en el mundo yo solo. El mundo es grande. Un sentimiento, grande también, llevo yo conmigo. ¿Hay espacio? Sí. ¿Tengo yo alas? Sí. Pues a volar.

Y cogiendo el sombrero, se fue a la calle, sin añadir una palabra, dejando a su excelente amigo todo confuso y turulato, con las manos en la cabeza, desahogando con patéticas exclamaciones la turbación de su espíritu: «¡Señor, devuelve el seso a este noble chico, digno de mejor suerte... le he tomado tanto cariño, que sus asuntos me interesan más que los propios!... ¡Señor, descúbreme el misterio de Calpena; dame a conocer la mascarita esa que le protege y le dirige! Que yo la descubra, para llegarme a esa divina tutora y decirle que se declare, que se quite la careta, único medio de que nuestro Fernandito entre en razón. Tutora he dicho, pero mejor será decir madre... En su estilo se ve la delicadeza, la gracia, y un cariño intensísimo. Es madre, y además dama ilustre. Su estilo lo revela, esa discreción de alto tono, esa exquisita habilidad para ocultarse... ¡Dios mío, santo Apóstol bendito mi patrono, santa Virgen, y vosotros, santos, santos todos de la Corte Celestial, despejadme esa incógnita, pues creo que entre ella y yo, puestos al habla, salvaríamos a este alucinado chico de la perdición, de la ignominia, de la muerte!».

Su generoso anhelo sugirió al buen presbítero una idea, un plan, y propósito firmísimo de empezar a realizarlo aquella misma tarde. «Voy a minar la tierra para desvelar a esa velada. Dios me abrirá camino; Dios iluminará las obscuridades que encontraré en los comienzos de mi trabajo. A esta investigación consagraré mi tiempo, pues ya no me importa que me den ni que me quiten la cátedra que me corresponde... Y ahora digo yo: ¿por dónde empiezo?... A ver, Pedro, discurre un poco, afina la suerte... Por de pronto, si a ese loquinario le da la ventolera de desdeñar las cartas de su protectora, yo las recogeré cuando vengan, las leeré y las tendré bien guardaditas hasta que a él se le caiga de los ojos la venda. Y si envía dinero, como anuncia, yo lo guardaré también para írselo dando conforme a sus necesidades, que ahora presumo han de ser muchas... Esto lo primero; después...».

Dándose un golpe en la frente, lanzó una exclamación de alegría: «Eureka, ya sé cuál es el primer paso que tengo que dar: ir a la casa de esa mozuela de quien se ha enamorado, y verla y hablar con su familia, para lo cual me valdré o del compañero de oficina de Calpena, Sr. Milagro, o del Sr. Maturana, el diamantista que vino a buscarle y se le llevó, con la cajita de Olorón bajo el brazo, en aquel aciago día... Perfectamente: ya tengo mi base de operaciones... Luego trataré de averiguar por qué medios, por qué espionaje pasan a conocimiento de la velada todos los actos de Fernandito, cuantos pasos da en este Madrid tan grande. Pondreme, pues, en relación con los acechadores o centinelas que tiene esa señora. Sepa ella que yo quiero ser también su misterioso vigía, y que ninguno habrá más diligente ni más desinteresado que yo... Procuraré además el trato y conocimiento de todos los amigos de Calpena: ese empleado tísico, ese Larra, ese Ros de Olano, ese Pezuela, ese Veguita... Ellos quizás me den alguna luz... Y si pudiera colarme en los dorados palacios donde el señorito fue introducido no hace mucho, también me colaría... sí señor... dispuesto estoy a todo, hasta a disfrazarme... Sí, sí, Sr. D. Fernando Calpena: usted no se ríe de mí; usted no se emancipa, no, mientras esté aquí su viejo amigo, este pobre clérigo, que beberá los vientos por evitar que un mozo de tales prendas, que evidentemente lleva sangre de reyes... ¡lo dicho, dicho!... sangre de reyes, caiga en los abismos del amor enfermizo y de la calentura romántica».