Mendizábal/XXIV

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XXIV

No constan los días que empleó el buen Hillo en su investigación preliminar; sólo se sabe que no fueron pocos, y que al cabo de una semana conocía algo y aun algos de la familia Zahón, y había hablado largamente con Milagro y Maturana, los cuales, lejos de aclarar el enigma principal, lo que hicieron fue añadirle nuevas obscuridades... Sin desmayar ni un punto en sus tareas policiacas, trató de hacer cantar a Méndez; mas toda tentativa cerca del estirado patrón resultó inútil, bien porque nada de lo substancial sabía, bien porque quisiera echárselas de discreto, contraviniendo el tradicional tipo de los pupileros y fondistas. Cuando se veía el hombre muy estrechado por la apremiante argumentación de D. Pedro, no se le ocurría más que remitirle a Edipo y al Sr. de Azara. Salía D. Pedro al ojeo del polizonte, conseguía echarle la zarpa, le interrogaba, y el feo Edipo le decía: «Sr. de Hillo, estoy muy a gusto en mi colocación y no quiero perderla. Tengo seis criaturas, que son, vamos al decir, seis candados que cierran mi boca. Si por contestar a sus preguntas me dejan cesante, no será usted quien me coloque. Con que déjeme en paz y llame a otra puerta». Y D. Manuel de Azara, hombre más avinagrado y de mejores despachaderas que Dios ha echado al mundo, le recibía, después de plantones de tres horas, para decirle que se metiera en sus asuntos y dejara los ajenos. Ni un indicio, ni una ráfaga de luz, ni un vocablo indiscreto.

Acudió después mi hombre al tísico Serrano, que llenándole la cabeza de mentiras y encaminándole por una pista falsa, le hizo perder el tiempo y la paciencia; y tantea aquí, tantea allá, se refugió en la amistad y en los grandes conocimientos sociales de su compañero de casa, Nicomedes Iglesias. Si al principio pareció que el politicastro tomaba el asunto con interés, pronto dejó de hacerlo; tan sorbido le tenían el seso los negocios políticos, el interés de las sesiones y el periodiquillo que había fundado en unión de su amigote reciente, Luis González o Luis Brabo, que de ambos modos respondía, en el cual papelejo apoyaban al grupito de oposición parlamentaria que formaron en Procuradores Caballero, López y el Conde de las Navas. Si el hombre no estaba demente, le faltaba poco; su cortante lengua no desmayaba un instante durante el día, ni su enconada pluma por la noche. Competía con él en acrimonia y acometividad el tal Brabo, andaluz, delgadito, aguileño, más vivo que la pólvora, cortado para la política del ruido y para soliviantar con gracia a las multitudes. Meses después, Brabo escribía en papeles moderados; Iglesias extremaba sus ideas revolucionarias en los del bando liberal; su consecuencia, que era una forma de su orgullo, le valía persecuciones y desdenes. Pero en Diciembre del 35 todavía se le contaba entre los hombres de porvenir, aunque su irritación por no haber entrado en el Estamento le creaba enemigos, alejándole de la meta de su ambición.

Mientras Hillo con tan poca fortuna emprendía la reconquista de Calpena, este se transformaba, haciéndose huraño, apartándose de sus primeras amistades para contraer otras nuevas con personas bien distintas de los literatos del Parnasillo y de los concurrentes a tertulias de tono. Abandonó en absoluto la sociedad elegante, y no volvió a parecer por la casa aristocrática, donde se entristecían por su ausencia las bellezas más o menos marmóreas. Cultivaba la amistad de los oficiales de la Guardia y de Infantería, yernos de Maturana, y conoció a los de Fonsagrada, la familia que más trato tenía con la Zahón. Algunas tardes paseaba con el soldadito chiclanero y poeta, amigo de Milagro, Antonio García, autor imberbe de un drama caballeresco que tenían en su poder los cómicos del Príncipe.

Contra lo que Fernando temía, Doña Jacoba no se opuso a sus amores con Aura; casi los alentaba y protegía, pero encerrándolos dentro de la esfera de castas relaciones con buen fin, y sometiendo la fogosa pasión de ambos amantes a las reglas caseras que para tales casos se usan, y que en aquel tiempo eran de una simplicidad enfadosa. Hacía esto la Zahón, más que por sentimiento, por cálculo, mirando a su propio interés antes que al de la joven puesta a su custodia. Era ante todo traficante, se había criado en el compra y vende; todas sus canas, que eran muchas, y las jorobas que en su esqueleto se formaban, le habían salido en el continuo y anheloso estudio de la ganancia fácil. Por lo demás, su moral era tan ancha como las mangas del vestido que el reuma le obligaba a usar, y sus creencias religiosas, tibias como las aguas con que se lavaba. La moral de los contratos de cosas, interpretada a su manera, érale muy conocida y familiar; la otra, la tocante al honor y al recato, sólo existía en su conciencia con formas desleídas.

Sujetó, pues, a los amantes a un régimen de apariencias estrictamente morales, prohibiendo en absoluto las entrevistas de calle y balcón, y permitiéndoles hablarse a horas fijas en su casa y en su presencia. Con esto cumplía, y sentaba sobre bases decorosas su bien planeado negocio. Muy mal sabían a Fernando y a su dama esta reglamentación de colegio y este régimen de insulso noviazgo, aplicado a una pasión tan flamígera; pero lo soportaban en espera de los arranques de su albedrío, planeando también algo, que muy calladito tenían, y desquitándose por el pronto con el carteo constante y clandestino de que era mediador el cuitado Lopresti. Con los Fonsagradas se les permitía salir alguna vez de paseo, bien vigiladitos, no pudiendo campar libremente ni a la ida ni a la vuelta, ni extraviarse en las arboledas de la Florida, ni jugar a la gallina ciega. Estaba, pues, Calpena hecho un novio clásico, contra lo que su temperamento y sus altas ideas le dictaban; pero se sometía o afectaba someterse, con la esperanza de que no había de durar mucho la insípida comedia. Por aquellos días iba al Ministerio nada más que el tiempo preciso para no caer en falta, y a veces dejaba de asistir pretextando enfermedades. Rara vez le llamaba ya el Ministro a su despacho para encargarle contestaciones de cartas. Hacíalo siempre dando las instrucciones a Milagro, el cual repartía la tarea y vigilaba la de su compañero, llevándolo todo a la firma.

Hacia el 20 de Diciembre, poco antes de la célebre discusión del voto de confianza, en días en que Mendizábal estaba gozoso, como hombre que vislumbra el éxito y ve próxima la realización de sus ideas, llamó a Milagro y le hizo sentar frente a sí en la mesa de su despacho. Habíale tomado afición por la donosa vaguedad que sabía emplear en la redacción de cartas de pura fórmula, en que no se dice nada, y por el estilo cortesano y elegante en que envolvía el perdone usted por Dios, receta contra los pedigüeños de gollerías.

«Ante todo -dijo Mendizábal con aquella presteza nerviosa que ponía en su trabajo-, póngame usted ahora mismo, pero ahora mismo, una carta a D. Martín, diciéndole que detenga el nombramiento de Catedrático de Retórica de un clérigo que se D. Pedro Hillo, en favor del cual le escribimos no sé cuándo...».

-Anteayer.

-Me había recomendado a este sujeto Musso y Valiente, si no recuerdo mal.

-Sí, señor; y antes D. Manuel José Quintana...

-Y creo que también Juan Nicasio Gallego... en fin, medio mundo. Tanto me han mareado, que me decidí a recomendarle a Heros. Pero después he sabido algo que me pone en guardia... Francamente, yo hago todo el bien que puedo; pero en este puesto, y rodeado de dificultades, no creo estar en el caso de favorecer a mis enemigos. Dígame, ¿conoce usted a ese Hillo?

-Sí, señor: vive con mi compañero de oficina, Calpena, y hemos ido juntos al café y a los Toros. Es muy entendido en tauromaquia.

-¡Qué atrocidad!... cura, torero y retórico... No he visto jamás una ensalada semejante... Ello es que ese sujeto ha dado en perseguirme... Aquí viene todos los días a pedirme audiencia. Como ahora no estoy para perder el tiempo, no se la he concedido. Pero el hombre ha dado en acecharme cuando entro en mi casa y cuando salgo. Todas las mañanas tira de la campanilla tres o cuatro veces. En la escalera, hoy, bajando yo con Cano Manuel y con Olózaga, me le encontré... Demudado, la voz temblona, me habló... La verdad, no me enteré bien de lo que dijo... Que no quería hablarme de la cátedra... que se había hecho campeón de una causa de moralidad, de justicia... que era preciso descorrer el velo... Esto del velo lo repitió no sé cuántas veces... En fin, me dio lástima. Paréceme que el tal presbítero no tiene la cabeza buena. Yo me zafé como pude, y luego me dijo Olózaga: «¿Sabe usted, D. Juan, que este pajarraco de sotana es de los que hacen correr por ahí historias denigrantes en que mezclan, sin ningún miramiento y quizás con aviesa intención, el nombre de usted?... -¿Qué me cuenta, Salustiano? ¡Mi nombre...! -Sí, señor: quieren minarle a usted el terreno, echando a volar especies absurdas, actos o relaciones de la vida privada».

Al oír esto, palideció el buen Milagro, y contestando a su jefe con un monosílabo que expresaba tanta sorpresa como indignación, hizo solemne voto mental de no volver a probar el curaçao en lo que le quedara de vida.

«No es la primera vez -continuó Su Excelencia- que llegan a mí rumores de esta naturaleza, unos verdaderos, referentes a los hechos y casos que no tienen nada de ignominiosos, otros absurdos y sin ningún fundamento, y otros van derechos contra mi reputación, contra mi prestigio. Nada de esto me sorprende ni me arredra: sé que en mi posición, y entre españoles, no puedo esperar más que una guerra en la cual se emplean todas las armas, sin desdeñar las más viles. Con que ya sabe usted: lo primero me escribe esa carta. Que detenga el nombramiento para la cátedra de Alcalá. Ese Sr. Hillo tiene todas las trazas de un perturbado».

-No creo tal, señor -dijo Milagro-. Quizás oiría el Sr. Hillo algún disparate de esos que hace correr la gente mal intencionada, y el pobre señor lo habrá repetido... Y también puede ser que soltara la especie hallándose en ese estado de atontamiento que produce el... la...

-Pero qué... ¿es bebedor?

-No sé... creo que... Una noche, estando varios amigos en el café con Maturana, el diamantista, este pidió curaçao y quiso que yo le acompañara; pero como no pruebo nunca ninguna clase de bebida, me resistí, dándole las gracias. Hillo bebió y se puso perdido. Salió diciendo cada desatino... ¡Pero después, cuando el aire de la calle le serenó, se desdijo de todo, y hasta lloraba el pobre recordando las borricadas que habían salido de su boca! No es mal hombre: el Sr. Olózaga me dispense; que si algo contra la respetabilidad de Vuecencia ha dicho ese clérigo, no ha sido con mala idea...

-Bueno -dijo Mendizábal, cuya atención, queriendo abarcar mucho de una vez, se detenía poco en un asunto-. Escríbame usted la carta a Argüelles, incluyendo esta minuta de los principales puntos de Hacienda que debe tener presentes al defender el voto de confianza. Luego carta citando a Istúriz y a D. Antonio González, para que nos pongamos de acuerdo sobre el orden y método de discusión...

Despedido el secretario familiar, entraron los que iban a la firma, y Su Excelencia trabajó con ellos el resto de la tarde. Dos días después empezó en el Estatuto la gran tremolina parlamentaria del voto de confianza, en que Mendizábal, blasonando de atrevido gobernante, pidió a los Estamentos poder y autoridad para disponer de las rentas públicas, con el desembarazo que exigían las críticas circunstancias por que atravesaba la Nación.

Ya en aquellos debates empezó a torcerse la buena estrella del reformador, que hasta entonces no había visto más que satisfacciones, bienandanzas y popularidad. Los patriotas extremaron su oposición; los llamados moderados llenaban sus discursos de reticencias maliciosas, chispazos que levantaban llamaradas y humareda en la opinión neutral; y los amigos de Mendizábal, que hasta entonces le habían defendido con ardor, empezaban a sentir ese frío triste, que es síntoma de ver con malos ojos el bien ajeno. Algunos continuaban apoyándole, porque estaban ligados por la gratitud; otros hacían de ésta tabla rasa, y empezaban a mostrarse temerosos de que D. Juan de Dios realizase lo que había ofrecido. Entre políticos, el fracaso de los grandes halaga a los pequeños. La masa total no se entusiasma con el éxito si este lo representa un hombre. La vulgaridad colectiva tiende siempre a conservar el nivel.

Empezaron, pues, las inquietudes, las comezones, las ganitas de jarana, y la curiosidad sabrosa de ver al jefe embarullado y sin saber por dónde salir. Claro que los más votaban como carneros; pero otros se hicieron los bobos, afectando escrúpulos de rigidez constitucional. A estos llamaban santones.