Mendizábal/XXV

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XXV

Aburrido y desalentado, vio D. Pedro Hillo entrar el año 36, a quien, desde el primer día de su Enero, diputó tan calamitoso y funesto como su antecesor el maldito 35, que todo se pasó en guerras, disturbios y trapisondas. Nada había podido adelantar en la noble misión que se había impuesto, y el problema que desentrañar quería presentábasele cada día más obscuro y embrollado. Para colmo de amargura, Calpena no le refería cosa alguna de su vida y planes; apenas pasaba con él breves ratos a las horas de comida y cena, y luego a sumergirse volvía en la tenebrosa cisterna del vicio y la deshonra, pues no otra cosa significaba para D. Pedro la casa de la Zahón. Para mayor desdicha, tuvo el buen presbítero el disgusto de saber, por un amigo de lo Interior, que hallándose extendido su nombramiento para la cátedra, Don Martín de los Heros le había dado carpetazo por indicación del Presidente del Consejo. Esto le llevó a una tristeza profunda, y no veía más que ocultos enemigos y persecuciones misteriosas... ¡Misterio por todas partes, romanticismo y sombras espectrales! Lo único que alegraba su espíritu era las cartas de la incógnita que, autorizado por Calpena, leía y guardaba. En todas ellas latía la tristeza y el intenso cariño de quien las redactaba. Véase un ejemplo: «Aunque diariamente recibo pruebas del olvido en que me tienes, no puedo acostumbrarme a tu desobediencia. Te mandé que fueras a la misa de once en el Carmen, y no fuiste ni a esa ni a ninguna, pasándote toda la mañana en casa de la diamantista. Te encargué la asistencia al Estamento para que oyeras y gozaras la discusión del voto de confianza, y tampoco pareciste por allí. Ni en el Casón de los Próceres se te ha visto tampoco, por más que te recomiendo concurrir a menudo, para que habitúes el oído a las buenas formas oratorias, para que tomes gusto a la política seria y veas de cerca a los hombres eminentes que han de gobernarnos ahora y después, los cuales serán malos, si quieres, pero con ellos tenemos que apencar, porque no hay otros».

»Te veo adquiriendo hábitos groseros: te has hecho huraño, desagradecido, siempre devorado por insana inquietud, presuroso en todas partes; te veo encenagado en una pasión loca, impropia de toda persona regular; no haces caso de nada, no miras a tu porvenir, no correspondes a la ternura de quien por ti se interesa y quiere dirigirte, sin que mueva tu voluntad el considerar lo que esta protección reservada cuesta y supone, ni las amarguras y sufrimientos que hay bajo de ella».

Al terminar este pasaje, tuvo Hillo que suspender la lectura para limpiarse los lagrimones que por sus mejillas resbalaban. Luego siguió leyendo: «Y no paran aquí los estragos de tu devaneo amoroso, pues no sólo te muestras ingrato conmigo, sino con ese buen sacerdote, tu compañero de casa, que tanto interés demuestra por ti. Le desdeñas, evitas su compañía porque quiere apartarte, como yo, del despeñadero a que corres. Has delegado en él la lectura de mis cartas y la custodia de tu dinero, prueba de confianza que me agradaría si no significara indolencia y criminal olvido de tus obligaciones. El pobre Sr. de Hillo, por salvarte y correr tras de tus errores, ganoso de corregirlos, ha dado un mal paso. De los males que se le ocasionen eres tú responsable. Verdad que en su generoso afán, incurrió el cleriguito en la tontería de pretender descubrirme y desenmascararme, y esto forzosamente había de producirle algún desavío, porque nosotras las esfinges solemos dar un zarpazo al que intenta descifrar el enigma que encerramos. Buscando indicios aquí y allá, interrogando a gentes diversas, el Sr. D. Pedro ha oído enormes disparates, y cometido después la grave indiscreción de repetirlos. Algunas de las absurdas hablillas que tu amigo recogió en los cafés o en medio de la calle, afectaban al señor Presidente del Consejo, y eran escandalosa infracción del respeto que se debe a la vida privada. Alguien se enteró de ello, y fue con el cuento al Sr. D. Juan de Dios (a quien solemos llamar Juan y Medio por su gigantesca estatura), y he aquí que el grande hombre se amosca, demostrando cierta pequeñez de espíritu, pues lo que de él dijo nuestro capellán no merecía más que olvido y menosprecio: tan necia y ridícula era la invención. ¡Pobre Hillo! Acordado ya su nombramiento para la cátedra que pretende, el Sr. Mendizábal ordenó que se anulara. Paréceme este rigor poco digno de un hombre que se nos ha venido acá con la pretensión de traernos el reinado de la libertad, de la justicia y del orden social, y así pienso decírselo. Perdóneme el Sr. D. Juan y Medio; pero me parece que ha obrado como un santón cualquiera, de esos que ahora le están armando la zancadilla. El motivo de estas pequeñeces es que el grande hombre considera la popularidad como el principal fundamento de su fuerza, y le saca de quicio todo lo que puede mermar o poner en peligro ese fantástico y vano poder. ¡Qué error! Fíjate en esto para que vayas aprendiendo. La fuerza la da el buen gobernar, el cumplimiento de lo que se ha ofrecido, la energía, la rectitud; de todo esto sale al fin el aura popular. Pero pretender el calor de la opinión cuando no se hace nada, o se hacen las cosas a medias, es grande ceguedad. De este mal mueren todos nuestros políticos... La confianza en un prestigio ilusorio perderá a este buen señor, que podría indudablemente regenerar el país si se cuidara menos de aspirar el incienso que le echan sus aduladores y paniaguados. Buenas ideas trae, grandiosos planes ha concebido; pero difícilmente logrará realizarlos, porque, como dice tu amigo, no sabrá rematar la suerte».

Sonriendo pensativo, guardó la carta Don Pedro en la gaveta donde metódicamente las iba poniendo, para dar cuenta a Calpena como secretario fiel. Desconcertado por su fracaso, permaneció unos días en situación expectante, soñando con inesperadas sorpresas de la Providencia Divina, hasta que llegó otra carta de la incógnita, con la particularidad de que no iba dirigida a Fernando, sino a él, al propio D. Pedro Hillo, presbítero. Con vivísima emoción se encerró en su cuarto, recatando el papel cual tímido enamorado que recibe la primera esquela de la niña que adora, y leyó lo siguiente: «Sr. de Hillo: Me dirijo a usted como al único leal amigo del descarriado Fernando, para suplicarle con efusión del alma que, mientras yo trato de cortar el vuelo de esa criatura por los espacios tempestuosos del romanticismo, intente usted poner estorbos a su temeraria iniciativa, y desbaratar sus planes, aunque para ello tenga que valerse de las artes del disimulo, y poner en juego resortes que, si bien algo violentos, no son ilícitos tratándose de tan generoso y noble fin. Indudablemente, Fernandito y su desatinada novia traman alguna travesura, que me temo sea de gravísimas consecuencias. Sé que ese insensato ha comprado armas: dos pistolas, espada, navajas grandísimas. Me permito encargar a usted que si el chico ha llevado las armas a su casa, procure quitárselas sin miramiento alguno, y esconderlas donde no las pueda recobrar; le recomiendo además que le prive de dinero, dejándole sólo lo más preciso. Todo lo que enviaré estos días, en la forma acostumbrada, hágame el favor de recogerlo sin darle de ello noticia, y resérvelo para los gastos que ocasionen las diligencias que hará usted, conforme yo le vaya indicando, a medida que reciba más noticias de lo que traman esos pillos.

»Igualmente le invito, afrontando las objeciones que ha de hacerme su delicadeza, a emplear en sus atenciones propias la parte que estime conveniente del dinero de Fernando. No me venga usted con remilgos. Le nombro capellán, o si se quiere, ayo de ese inexperto joven, y es muy justo que perciba los emolumentos que de ley le corresponden. Déjese usted de cátedras y de más correrías por los Ministerios pretendiendo una plaza que ya no le hace falta para nada. Me figuro que sus posibles se van agotando con tan ineficaz y largo pretender, y espero que sin reparo alguno acepte usted lo que con todo el respeto debido le ofrezco. ¿Qué sería de usted si no aceptara? ¿De qué vivirá si, como es muy probable, no le dan la dichosa cátedra? Usted no es hombre capaz de hacer el parásito; usted no se humillará a postulaciones impropias de su severa dignidad. ¿Qué remedio tiene mi buen cleriguito más que dejarse querer, y admitir lo que nunca será proporcionado al gran servicio que prestará a ese pobre niño? Además, ni tiene usted carácter para instruir muchachos, ni podrá nunca acomodar su condición amable a tan ingrata tarea. Si me promete no enfadarse, le diré una cosa: no está mi señor D. Pedro muy versado en letras humanas, y apenas conserva en la memoria unas cuantas reglas de retórica anticuada y fiambre, y ejemplos sueltos de prosa y poesía, que ya están mandados recoger. ¿Ni cómo podía ser de otro modo, si usted no coge un libro a ninguna hora del día, y no hace más que hablar de política y toreo, y bromear con Nicomedes? El baúl de libros que trajo de Zamora, lo tiene usted lleno de polvo y telarañas. No ha sacado usted más que un par de cuadernos del Almacén de frutos literarios, de Burgos, y el primer tomo (A B) del Diccionario de Autoridades... pero no lo sacó para leerlo, sino para recalzar el colchón de su cama que se le hundía por los pies... Quedamos en que no más retórica, no más echar los bofes detrás de una cátedra que desempeñará mejor otro cualquiera. Desde hoy se consagra usted a Fernando, a salvarle del deshonor, a traerle al camino de la honestidad, de la obediencia a los superiores. Es usted, con menos humanidades, pero no con menor abnegación y cariño, el sucesor del benditísimo párroco de Vera, D. Narciso Vidaurre. No me replique, Sr. Hillo, ni me ponga esa cara compungida. Cállese usted y obedezca».

Mediano rato estuvo D. Pedro sobrecogido de la fuerte emoción, que hubo de manifestarse en lágrimas y suspiros. Estimando la confianza que en él ponía la divina incógnita, más que la oferta de recursos materiales, decidió aceptar oficialmente el cargo que ya por su voluntad oficiosa desempeñaba, y consideró que rechazar el estipendio sería insigne ingratitud y gazmoñería. Era una salvación milagrosa, pues ya se le acababan a toda prisa los dineros, sin que de ninguna parte pudieran venirle rentas ni gajes, como no fuesen los de la misa que diariamente celebraba. Precisamente había pensado días antes que si no malbarataba todos sus libros, no tendría con qué pagar la casa.

Contento y animoso, sintiendo duplicado el interés por Fernandito y el respeto y admiración de la oculta deidad, dedicó toda su energía a desempeñar la misión que aquella con suprema autoridad le había conferido. Registrado el cuarto de Calpena, no encontraron armas. Recelando que las tuviera en la cómoda guardadas con llave, pensó en proveerse de ganzúa para sustraerlas, pues la incógnita le había mandado que no se parase en pelillos. Pero en esto llegó nueva carta, que decía:

«No busque más las armas, señor presbítero, porque las tiene en casa de un amigote con quien ahora intima mucho: Patricio de la Escosura, el artillerito ese a quien suponen, y debemos creerlo, la última mosca cogida en las redes de esa araña de la Oliván. Escosura y otro joven llamado Miguel de los Santos (no me acuerdo del apellido), son ahora los inseparables de Fernando: me figuro que este último le acompañará alguna vez a casa de la Zahón. Según mis noticias, es un truhán de primera, que de todo saca partido para divertirse. Vive en la calle de la Gorguera. Suele andar con uno de los chicos de Madrazo, Perico, a quien apenas apunta el bozo, pero que ya es poeta y prosista. Todos estos niños y otros se traen unas ideas sentimentales que creo yo harán más estragos que los devaneos fúnebres, incendiarios y sanguinolentos del romanticismo. Busque a ese Miguelito de los Santos y hágase su amigo.

»Y vamos a lo principal. Esté usted preparado para un viaje, ¡oh pacientísimo señor D. Pedro!, y perdone que le haga andar de coronilla. Dentro de unos días, quizás mañana o pasado, será Fernando trasladado a una Intendencia de provincia, probablemente a Cádiz o Barcelona, lejos, lejos. Se le destina a las nuevas oficinas que se crean para la redención de censos y la venta de bienes del clero. No creo que se rebele contra las órdenes del Ministro, negándose a salir. Si así lo hiciera, será preciso recurrir a otros medios. Pero no es probable que llegue a tanto su rebeldía... Oiga usted lo que tiene que hacer. En cuanto él reciba su nuevo nombramiento, que irá acompañado de una orden para salir en posta, usted le incita a no dilatar la partida, le dispone coche, se brinda a acompañarle, le dice que volverán pronto; pero la vuelta de ustedes será la del humo; y una vez allá, trínquemele bien. Si logramos apartarle de su infierno siquiera cuatro o cinco meses, estamos salvados, mi buen amigo y coadjutor.

»Otra cosa tengo que advertirle. Debe usted, desde que disponga el viaje, abandonar el traje eclesiástico y vestirse de corto. Hasta creo que le sentará bien la ropa de hombre, digo, de paisano... tampoco es esto; vamos, de seglar. Como los vientos que hoy corren en España no son muy favorables a las personas eclesiásticas, por la guerra que estas hacen al Gobierno, unos con las armas en la mano, otros con sermones y escritos virulentos, no le conviene a nuestro cleriguito echarse con sotana y balandrán por esos mundos. Tenga presente que dentro de quince días, lo más, saldrá el decreto en que se ordena limpiar a los frailes el comedero, y ya verá usted la tremolina que se arma... Con que cuidado: fíjese bien en lo que me permito indicarle, y procure cumplirlo, sin nuevos intentos de descubrirme, porque si llega a mis oídos el mascarita te conozco, no hemos hecho nada. Yo me quedo donde estoy; Fernando, en su laberinto de perdición, y usted en su páramo de cazador de cátedras. Adiós».