Misterio (Bazán): 17

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Misterio
Segunda parte - El cofrecillo

de Emilia Pardo Bazán


La evasión[editar]

«Volví en mi acuerdo rociado con agua y vinagre, y me encontré en una cama no muy mullida, pero cama verdadera; un grupo de dos o tres personas la rodeaba.

El carcelero tuerto me presentaba una taza de caldo caliente, que me hizo beber; sus modales ya eran distintos: me trataba con consideración. Cerré los ojos y sentí que alguien alzaba la manta que me cubría y registraba mi cuerpo desnudo bajo los andrajos inmundos, contaminados, mi única vestidura. Después supe que buscaban la curiosa señal que llevo en el muslo... bien sabes, Teresa, aquella que en mi niñez se llamaba el signo del Espíritu Santo. Una voz, cuyo acento no olvidaré nunca, exclamó:

-¡Es él, es él! ¡Él mismo! ¡Bendito sea Dios!

Unos brazos me rodearon, unos labios cubrieron de besos mis manos esqueletadas, sentí la efusión de un cariño loco... ¡Oh Dios mío! ¡Lo permitíais al cabo! ¡Había terminado mi suplicio, mi soledad; había resucitado de entre los muertos!

Otra voz -la del gobernante de la fortaleza, según averigüé luego- dijo afablemente:

-Le dejo a usted con el prisionero. Descuide usted, desde hoy será atendido; nada le faltará. Que lo sepa la señora...

Creí escuchar pasos que se alejaban; mis párpados se abrieron lentamente; la luz los calcinaba aún, pero ya su benéfica acción se dejaba sentir en mí; en mis venas se deshelaba la sangre. Un hombre se encontraba de pie ante mi cama. Al notar que yo recobraba el conocimiento se arrodilló, y con acento trémulo murmuró a mi oído:

-¡Por fin! ¡Alabado sea el misericordioso Corazón de Jesús! ¡Monseñor... ánimo... ánimo...!

Como si un deslumbramiento repentino volviese a cegar mis débiles pupilas advertí que tenía a mis pies, casi en mis brazos, a mi leal, a mi amado Eugenio Montmorín. Entonces, dilatado por vez primera mi corazón después de tanto tiempo, prorrumpí en sollozos, me deshice en llanto, estreché a mi amigo, dije mil locuras.

Cuando pudimos explicarnos, pronunció Montmorín:

-Ante todo, monseñor...

-No me llames así -contesté afectuosamente-; ni es prudente, ni es racional. Yo soy un pobrecillo abandonado de todos, menos de ti; yo soy el último, el más infeliz de los hombres. Quiero arrancarme esta fatal personalidad de ilustre y de grande que me hace mártir; anhelo ser pueblo, ser cualquiera. Llámame Carlos no más, y háblame de tú. ¡Si es preciso, te lo mando!

-Pues bien, Carlos... -articuló trabajosamente Eugenio- hace cuatro años que te busco.

-¡Cuatro años! -exclamé espantado-. ¡Cuatro años he pasado en el agujero negro!

Y como si el conocimiento del tiempo transcurrido fuese nueva y más cruel desventura, se renovaron mis lágrimas: lloré los años de juventud; lloré la cólera del destino cebada en mí; lloré mi suerte, y pedí cuentas una vez más al Poder incomprensible que desde lo alto se complacía en anonadarme.

Así que mi convulsiva agitación se apaciguó algo, prosiguió Montmorín:

-No existía rastro de ti. Por ninguna parte se podía encontrar tu huella. Te creí muerto; había muerto María también... y comprendí que ni tenía objeto ni finalidad mi vida. Quise reunirme con vosotros y me alisté en el ejército del Corso. Le prefería a tu tío, el fratricida. Me he batido, anhelando sucumbir, y sin lograrlo. Poco después de la conspiración de Cadoudal -ya te la referiré- y de la trágica muerte del duque de Enghien, fusilado en este foso, resolví dejar el servicio; aunque no había conspirado, aborrecía al verdugo del joven príncipe, a su gloria manchada de sangre; pero cuando iba a realizar mi propósito, la criolla, tu constante protectora, me llamó a su palacio y me dijo que sospechaba que aún vivías, sepultado en una mazmorra de Vincennes, y que apelaba a mí para que te descubriese. La mano de la criolla ha apartado todos los obstáculos y me ha conducido hasta ti.

Antes de darme estas explicaciones, Eugenio se había cerciorado de que nadie nos escuchaba.

-Bendiga Dios a la criolla -murmuré.

-No, Carlos -pronunció Montmorín-, no malgastes el agradecimiento. La criolla hoy mira a su interés. Siente pesar sobre sí la amenaza del destino. No sería imposible que su señor, que es al mismo tiempo el amo del mundo, la relegase a un rincón, repudiada y desdeñada, en pena de no haberle dado su cesión directa para este fastuoso y babilónico imperio, que un día se desmoronará de golpe -todos lo presienten-. La criolla ve en ti un arma terrible que, en el momento oportuno, puede servirla para defensa y ofensa. Es una trama perfectamente concertada. El Corso se ha olvidado de tu existencia; jamás conoció entera tu historia; no tiene tiempo, en medio de sus vertiginosas conquistas, de pensar en ti. Tu nombre, si es que lo supieron al encarcelarte, ha sido borrado: aquí no fuiste sino el número 86. La criolla pudo sin temor valerse de la policía para encontrarte y justificar su interés por ti, diciendo que eres sobrino de un antiguo amigo suyo de la Martinica. No ha obtenido tu libertad, porque desea tenerte a mano para servirse de ti, pero yo prepararé tu evasión así que recobres fuerzas; en tu estado actual, nada puede intentarse.

Aquel mismo día, entre Montmorín y Armanda, la hija del carcelero tuerto, piadosa criatura a quien tanto debí, procedieron a restaurarme, a borrar las huellas de mi suplicio. Aseado y vestido de limpio, con comida abundante y sana, que me otorgaban por disposición de la criolla, deseosa de que nada me saltase, empecé a recobrarme rápidamente; a mi edad es increíble la fuerza y vigor que guarda el organismo para resistir los destrozos de las influencias más nocivas. Me cortó Montmorín el cabello y la barba, y al mirarme por primera vez a un espejo vi que de la atroz operación realizada para desfigurarme no quedaban más huellas que unas señales o picaduras semejantes a las de la viruela, y que según desaparecía mi extremado enflaquecimiento y recobraba carnes apenas se notaban. Supe después que la misma barbarie de mis enemigos en esto había frustrado sus propósitos: al privarme de la luz, me habían evitado el agente que podría convertir mis pústulas en indelebles cicatrices.

Yo renacía: Armanda, encargada de servirme, me cuidaba tiernamente; se complacía en verme volver a la vida, como planta pisoteada que se rocía y riega. Y no tardé mucho en sentirme lozanear, con todas las energías naturales en mis años. La sangre pura de la casa de Austria y Lorena, que corre por mis venas, me ha permitido luchar siempre contra circunstancias mortíferas para cualquiera, y Montmorín -que por cautela no había venido a verme sino dos veces-, al hallarme sólido, animoso, con la cabeza firme y las piernas robustas, me inspiró lo que debía hacer para evadirme de la fortaleza sin riesgo de la vida. Mi nueva prisión era un aposento del segundo piso de una de las cuatro torres que guarnecen y defienden el histórico castillo. Las ventanas, que caían al baluarte, muy cerca del puente, no se encontraban a gran altura; una vez limada la reja, no era obra de romanos descolgarse y llegar sano y salvo al puentecillo de tablas arrojado sobre el foso y del cual se servían los soldados (por una corruptela que el gobernador toleraba), a fin de salir fuera sin necesidad de bajar el rastrillo ni el puente. No existiendo este frágil camino de madera, sería incomprensible mi evasión; pero con él presentábase fácil y segura, teniendo cuidado de elegir la hora de la noche en que nadie aprovechaba la pasarela. Así que me descolgase a él y lo cruzase, me encontraría en el baluarte y en la linde de la inmensa selva, donde Montmorín me esperaría con dos caballos ensillados.

En mi poder se encontraba ya la lima inglesa para atacar los hierros de la reja, garfios, cuerdas, un puñal. Lo ocultaba todo en mi cama de noche y sobre mi cuerpo de día. Contaba ansiosamente los que habían de transcurrir hasta el señalado para la fuga, y poco a poco, a la vez que ensayaba mis fuerzas ejercitándome dentro de la prisión en hacer movimientos gimnásticos, limaba cada noche un hierro de la ventana. Mi temor -un temor que adquiría las proporciones de vértigo- era que Armanda, mi actual guardiana, tan dulce y solícita como era duro y brutalmente indiferente su padre, se diese cuenta de la clase de labor que yo estaba realizando, viese las cuerdas, viese algo que infundiese alarma y me delatase. A fin de ganar su voluntad, traté de insinuarme con dulzura; la hablé galantemente, la manifesté lo que más lisonjea a la mujer -la impresión causada por su presencia, por su belleza-. Al hacerlo, noté que realmente Armanda era graciosa y ejercía seducción. Sus cabellos, rojos como los de su padre, parecían seda con reflejos de cobre; su tez, blanca y fina, era raso brillante; sus labios las mitades de una guinda, que ocultaban los trozos de hielo de la dentadura. La savia de la juventud fermentaba en mí; el fingimiento era casi verdad, y cuando advertí que Armanda correspondía, turbada y conmovida, a mis halagos, me contagié y llegué a sentir tener que dejar allí por siempre a un corazón que para mí se había ablandado, un espíritu que al mío respondía. Sé, Teresa, que tu austera virtud, rígida y puritana, no comprende los desfallecimientos del corazón. Pero tus sufrimientos no pueden equipararse a los míos; yo he tenido que sentir más que tú, infinitamente; el precio del cariño, el valor de la gota de agua que refresca los labios y apaga la calentura. Mi sensibilidad es enfermiza: necesito querer y ser querido. Me hace falta un seno donde reposar la frente. ¡Aquella pobre hija del carcelero me amó por la piedad femenina, sentimiento sublime, créelo, Teresa: me amó desde que me vio escuálido, moribundo, con el pelo hasta los hombros, arrancado del agujero negro donde me pudría! Y al observar en mis caricias tristeza, díjome en tono divinamente compasivo: ‘Sé que tratas de evadirte. Yo te ayudaré; confía en mí. Antes me matarían que revelar tu secreto’.

Desde aquel instante tuve un auxiliar y un cómplice y di por segura la fuga. La misma Armanda acabó de limar algunos barrotes; me trajo más cuerda, ganchos fuertes; me provistó de cuanto necesitase. El último día, el concertado con Montmorín, no acertaba a separarse de mí la carcelerita. Una y otra vez me abrazaba, y cuando la pregunté: ‘¿Serás perseguida a causa de mi evasión?’, contestó echando atrás la cabeza con desprecio y arrojo: ‘Así me maten. Cuando el cañón anuncie que escapaste, metería un cuerpo a través de la puerta para retrasar un instante a tus perseguidores’.

No pude convencerla de que se fuese antes de la hora de descolgarme por la ventana. Quería presenciar y ayudarme, si cabía. Oyose a media noche la señal de Montmorín, el grito del mochuelo, y ella fijó el gancho, ella se encargó de darme cuerda. Mojado el rostro por sus lágrimas empecé a descender por el muro, que me rozaba con sus asperezas las manos, y llegué felizmente al pie de la poterna, descansando en el camino de tablones. Desde allí hice una señal de despedida a Armanda y creí escuchar que murmuraba un adiós muy hondo y bajo. Fuera ya del baluarte, eché a correr como un loco. ¡La libertad! ¡Palabra que es trasunto del cielo! Y al encontrarme en la linde del bosque, al oír la voz de Montmorín, al saltar sobre el caballo que me aguardaba, loco de veras creí volverme. Salieron a galope nuestras monturas; el viento azotó mi rostro; en mi corazón se desbordó el reconocimiento».


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando