Misterio (Bazán): 39

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Misterio
Quinta parte – La hermana

de Emilia Pardo Bazán


Plantéase el problema[editar]

Por medio de un esfuerzo de la voluntad, más que por los efluvios de las sales, la Duquesa se repuso y miró a su esposo con aire interrogador.

-¿Por qué -dijo viendo que el Duque no proseguía- quiere el Rey que yo esté prevenida en este asunto? Decídase allá, en las esferas donde el rayo político se fragua, todo lo que a política se refiera, y déjenme a mí, triste despojo de un naufragio, vivir en el retiro y la oración.

-Señora -contestó con deferencia el Duque-, es natural que acudamos a vos cuando se trata de desplegar energía. Fiamos en vuestro carácter firme y en la rectitud de vuestra conciencia. Sabemos además que para vos es sagrado el Principio que representamos; que en tal capítulo podríais darnos a todos lecciones, porque ninguno tiene tan robusta convicción de la dignidad suprema del solio...

-Es que nadie sino yo ha sufrido por el solio un calvario -respondió la Duquesa con patético acento-. La mujer más desventurada de la tierra es la que veis aquí... Lo escribí en las paredes de mi cárcel... y era verdad.

-¡Qué recuerdos! ¡Qué dramas! -suspiró el Duque.

-¡Ah! -dijo la Duquesa-. En aquella horrible prisión... mientras recorríamos el via crucis de los ultrajes... como una estrella más hermosa y más luciente, porque asoma entre negras nubes y alumbra precipicios y cadalsos, he visto alzarse, envuelto en sus alas de arcángel, el sacrosanto Principio... Él solo vale y significa algo; los individuos ¡nada! Nuestra vida, nuestros dolores, ¿qué son ante el Principio, eje de la Historia? De toda la sangre que se vertió, de cuantas cabezas cayeron, ¡una, una sola, la que encarnaba el Principio, ha gritado ante la vengadora Providencia!

Al hablar así un luego extraño ardía en las marchitas pupilas, un jadeo seco alzaba y deprimía el pecho, donde podía escucharse el leve crujir sedoso del papel oculto. El Duque se aproximó a ella, aunque no se resolvió a tomar y estrechar cariñosamente las manos de su mujer. Jamás el dulce transporte verdaderamente amoroso había fundido en uno a aquellos dos seres.

-Mucho me agrada veros así -murmuró-. ¿De dónde han podido inferir Su Majestad y nuestro padre que pensabais de otro modo?

-El Rey -contestó ella gravemente-, como no ha sufrido, no siente el Principio. Yo rezo mucho por el Rey. Necesita de mis oraciones y de las de todos los honrados. ¡El Rey no es buen cristiano!... ¡El Rey es poco rey!

-En esta ocasión, no, señora -apresurose a contestar el Duque-. Su Majestad tiene aficiones y gustos que acaso riñen con los vuestros... con los nuestros -corrigió inmediatamente-; pero cuando ve amenazada el arca santa... entonces, señora, recobra el tino... mejor dicho, no es que lo hubiese perdido, es que lo antes mirado con indiferencia de artista, y de pensador, y de filósofo empapado de... de ciertas doctrinas que tampoco a mí me son simpáticas... recobra para él su significación verdadera. Hay momentos, sí, en que la imaginación le domina... pero sóbrale talento para que no sean pasajeras tales impresiones. ¿Os acordáis del episodio reciente de aquel viejo visionario, aquel Martín, que logró ser admitido a presencia de Su Majestad y le dijo mil locuras y chocheces? Pues al pronto el Rey quedó muy preocupado. Creía próximo su fin...

-Y lo está -contestó categóricamente la Duquesa-. La enfermedad se ha acentuado. Su Majestad decae a ojos vistas.

-Razón de más advirtió el Duque- para vivir prevenidos. La agravación de Su Majestad puede acarrear complicaciones...

-¿Y qué relación existe entre eso y la cuestión de... de los impostores? -preguntó la dama.

-Estrecha relación... Como que el viejo alucinado quería traer al ánimo del Rey la convicción de que uno de los impostores era realmente el Príncipe, vuestro hermano. ¡Líbrenos Dios de que el Rey cayese en lazo tal! Los impostores serán despreciables mientras nosotros, con algún paso inadvertido, no les prestemos fuerza. El ser tantos y de tan diverso origen y procedencia les roba todo prestigio, y aunque la credulidad humana es infinita, difícil o imposible me parece que logren mover hondamente a la opinión ni causar recelos fundados en ningún gabinete extranjero. Esto último, señora, es de la más alta importancia. Europa está contra Francia, pero la Santa Alianza nos ha sostenido, nos ha amparado, nos ha afianzado en el vacilante trono, porque somos el Principio. A oídos de los soberanos de Europa llegaron, ¡quién lo duda!, los insidiosos rumores de la evasión de vuestro hermano; no faltó quien les comunicase notas afirmando que aún vive. A poco que el interés y la razón de Estado se lo aconsejasen, no habría gabinete que no encontrase ahí socorrido pretexto para abrumarnos y abrumar a nuestro país con exigencias y amenazas de intervención, que hoy acarrearían los más funestos resultados... No podemos prestarnos una vez más a traer aquí los ejércitos extranjeros. ¿Cómo evitarlo si cayese sobre nosotros el baldón de usurpadores?

Mientras el Duque se expresaba así en voz contenida, la Duquesa escuchaba abismada. Sus ojos vagaban por las rosetas del tapiz que cubría el suelo.

-Demos gracias a Dios -continuaba el Duque- de que entre esa cohorte de aventureros, de falsarios y de alucinados que se alzan en cada departamento no exista ninguno... que por arte o por casualidad... logre destacarse de entre los restantes... e imponerse a la atención de Europa... porque la consigna contra nosotros ¡sería el triunfo definitivo de la impiedad y de la revolución que hemos dominado, pero que ruge ansiosa de desatarse! Señora, en apariencia pisamos un sendero llano y florido; en realidad... a cada paso que damos advertimos la agitación volcánica. Los tiempos han cambiado; tenemos que proceder con exquisito tino, pesar cada uno de nuestros actos, el más insignificante. ¡Nos miran, nos acechan! Hombres y mujeres de la casa reinante de Francia, nuestra conducta debe ser clara como la luna de un espejo y recta y templada como la hoja de una espada de combate. Tenemos hasta que transigir un poco, ¡lo indispensable!, con el empuje de los nuevos tiempos, y por eso yo, señora, en mi proclama de San Juan de Luz, hablaba de romper cadenas y de quebrantar tiranías. Por eso, en el Mediodía, he puesto coto al celo de nuestros partidarios, que pretendían ensangrentar con venganzas y represalias nuestro triunfo. El Principio nos manda ser cautos como la serpiente y mansos como la paloma... Por eso nuestros padres -llamemos así también al Rey, que de padre nos ha servido en el destierro- desean que os prevenga en tiempo, a fin de que un mal paso, una inadvertencia, un movimiento generoso, pero imprudente, de vuestro bondadoso corazón...

-¿Tanto peligro ven en mí? -preguntó con displicencia altiva la Duquesa, acentuando la frialdad de su actitud.

-¡Un peligro inmenso! El de vuestra sensibilidad. Aquella sensibilidad de que hablabais en los versos que dirigisteis a madama de Chanterenne... El de vuestra excesiva... excesiva no... en fin, muy grande cristiandad y escrupulosidad... Señora... es tan fácil que nos dejemos engañar por nuestra honradez misma... ¿Lo creeríais? Nuestro hermano Fernando, nuestro propio hermano, en quien ciframos la esperanza de la sucesión al trono, pues aunque hasta el día sólo hembras ha tenido, el varón podrá venir... Fernando, digo, está... ¡admiraos!, inclinado a una... tolerancia inverosímil... con esos impostores... Con todos, no; con alguno... ¡con uno, en especial!

La dama hizo un gesto penoso. Nada agravaba sus melancolías como cualquier alusión a su esterilidad. Supersticiosas aprensiones hincaban más la espina de aquel dolor; alimentaba la idea de que, en castigo de alguna secreta culpa, la voluntad del cielo la negaba tan dulce y soberana alegría, secando en sus entrañas las fuentes de la maternidad.

-¡Fernando! -repitió maquinalmente.

-Fernando; él... él... Extraviado por su generosidad... o acaso movido por... por otros impulsos... que... En una palabra: Fernando no puede sentir ni pensar enteramente como nosotros... porque ha vivido... se ha dejado arrastrar a flaquezas... Su historia ofrece puntos de contacto con la de ese impostor a quien patrocina... vivió también en Londres oscuramente, y contrajo relaciones, lazos inferiores a su alta jerarquía... Bien os acordaréis de Amy Brown y de los frutos de tales amores. En fin, que ciertos antecedentes falsean el carácter, vuelven el alma del revés... No así nosotros, señora. En buen hora lo digamos, podemos alzar la frente... Nuestra vida no encierra una mancha. No cabe en nosotros condescendencia culpable. Fernando, lo repito, ha dado en creer en la evasión... en la supervivencia de vuestro pobre hermano. ¡Y, por consiguiente, está pronto a recibir a cuantos se presenten tomando su nombre, porque afirma que alguno de ellos puede ser el propio Carlos Luis!

La Duquesa seguía pareciendo de mármol, pero a ratos el mármol se estremecía.

-Nuestros padres, asustados de su actitud, han hablado con él seriamente, sin convencerle, pero logrando que al menos se reprima un poco, que no deje salir al público nada de lo que bulle en su cerebro... Y vos, señora, con el justo ascendiente que ejercéis sobre Fernando y Carolina, ¡amonestadles! Hacedles entender que es indispensable, en una familia como la nuestra, en asunto tan delicado y serio, la unidad de miras más absoluta. ¡Qué interpretación recibirá el menor desliz de nuestra parte!... ¿No me contestáis? -interrogó el esposo con ahincada súplica, viendo que la dama continuaba en su mutismo.

-Sí, sí, voy a contestar... -articuló por fin la Duquesa cruzando las manos-. Y contestaré la verdad... porque es ya demasiado luchar, demasiado suplicio; porque a mi cabecera vela un fantasma, y en mi pecho se retuercen las serpientes, y el sueño no desciende a mitigar un poco mi tortura. ¡Porque llevo tres días en oración casi continua y tres noches de ver en la sombra cosas horribles! Contesto... contesto que si entre esos desventurados que toman el nombre de mi hermano hay alguno que presente pruebas ¿lo oís?, pruebas claras, fehacientes... ese no tenemos por qué decir que sea un impostor. Si en apoyo de sus pretensiones exhibe datos, si trae en la mano irrefutables documentos... ¿podemos dudar? ¿No recordáis que su partida de defunción, el original de ella, no ha podido encontrarse? ¿Que sólo existe una copia y no legalizada?

Bajando más la voz, aunque sabía que estaban solos, que nadie se atrevería a acercarse a la cerrada puerta ni a interrumpir el coloquio de la pareja real:

-¿No os acordáis -añadió- de mi entrevista con la viuda del zapatero? ¿No sabéis que fui secretamente al Hospital de Incurables, vestida del modo más sencillo, a fin de que no me conociese aquella... aquella desventurada? ¿No sabéis que, a pesar de todo, me conoció? ¿Habéis echado en olvido lo que respondió a mis preguntas? «¡Vive el niño... vivo salió del encierro! ¡Yo estoy cuerda... me encierran para que lo calle!».

El Duque se levantó y paseó agitado por la estancia.

-Hay mil testimonios, hay aseveraciones de gente sincera, leal, que en estos días habla con él y le reconoce... Hay dichos que sólo él pudo decir; hay recuerdos, pormenores, circunstancias que sólo él puede evocar... Y ya que ha llegado la hora de la sinceridad... ¡me ha escrito! Aquí guardo su carta, tres días hace, y me quema, lo mismo que un ascua, los dedos y el corazón.

Desabrochando otra vez los corchetes de su corpiño de seda pensamiento, todo rígido, de negro canutillo, la Duquesa extrajo el enrollado papel y lo puso ante los ojos del Duque.

-¡Aquí está, señor! Yo creía no poder verter lágrimas, porque mis lagrimales se han vuelto áridos; ¡no cabe llorar toda la vida! Y al leer esta carta, el manantial ha fluido otra vez... ¡Me dice tales cosas Luis! Está enterado de lo que no pensé que nadie pudiera estar en el mundo. Me ofrece enviarme un manuscrito, relato de sus desventuras, pero preferiría narrármelas él. Lo único que solicita es eso: una entrevista, un coloquio... Y afirma que posee tales pruebas, que no una hermana, los tribunales de derecho habrían de rendirse a la evidencia que en ellas resalta. Pero desea que sólo un corazón me guíe, que no exija documentación como exigirían los magistrados. Y eso es verdad, ¿qué lograremos con rechazarle?

El Duque, al escuchar el relato de su mujer, se sobresaltaba cada vez más. Visible perturbación nerviosa le obligaba a levantarse a medias del sillón, en cuyos brazos clavaba las uñas involuntariamente.

-Señora... -pronunció al fin-. Yo creo que conocen vuestras ilusiones y vuestra inagotable ternura hacia el hermano que perdisteis... y pretenden abusar de ella. ¡Pensad lo que hacéis! ¡Acordaos que de una acción impremeditada vuestra depende el porvenir de la dinastía, de la patria, nuestra humillación o nuestra exaltación! ¡Vos, y nadie más que vos, habéis traído este conflicto que nos amenaza y que va a perdernos ante Europa!

-¿Yo? -exclamó aterrada la Princesa-. ¿Yo? ¿Por qué?

-¡Vos! -insistió él con dureza enérgica-. ¿Por qué no quisisteis recibir el corazón momificado que os enviaba el médico que hizo la autopsia al... al niño muerto en la torre? Fue una imprudencia... una imprudencia terrible. La voz corrió...

-¡Admitir yo ese envío! -clamó indignada la Duquesa-. ¡Ese corazón que no había latido en el pecho de mi hermano! ¿Y por qué se me echa en cara tal incidente? Si es yerro el mío, ¿qué nombre dar a la conducta del Rey, que jamás se ha decidido a consagrarse? ¿Y cómo calificar al Padre Santo, que nos prohíbe celebrar honras fúnebres por el desgraciado Carlos Luis? ¿Se ha olvidado ya aquel hecho singularísimo: la iglesia entapizada de negro, el clero esperando... y a última hora la orden de suspender el servicio? ¿Y la frase atribuida al Nuncio, «La Iglesia no reza las preces mortuorias sino por los muertos»?

El Duque no sabía qué contestar. Se le habían agotado los argumentos, sugeridos sin duda por el Rey.

-Oye -murmuró la Duquesa, tuteándole por primera vez en toda la plática-, esta noche, en medio del insomnio, me ha parecido que resonaba en mis oídos la voz de mi madre... ¡tan triste!, ¡tan empapada en lágrimas! Nada me decía respecto a mi hermano... Sólo murmuraba mi nombre, ¡tan bajito!, ¡con tan plañidero tono! «María Teresa -repetía-, María Teresa»...

Un gemido desgarrador completó la frase, y la Duquesa dejó caer la cabeza entre las manos.

-Hay que beber este cáliz hasta la última gota -agregó-. No bastó aquello; estamos sentenciados a esto... Hay que confesar la usurpación; hay que bajar del trono mal poseído... Fernando tiene razón. ¿A qué vendría sostener una lucha imposible? Las pruebas existen, y ante ellas será preciso ceder. ¿Decís que soy el único hombre de la familia? En esta ocasión soy la única persona que mira una situación frente a frente. Adviérteselo al Rey. Ahora es cuando se ha de demostrar el valor. Porque para nosotros no existe más solución que esa: ¡desposeernos y restituir!

El Duque intentó levantarse. Se tambaleaba; apenas podía andar. Inclinose ante su mujer con igual respeto que al principio, pero al salir su rostro expresaba la decepción más profunda y el más depresivo terror. Vacilaba como un beodo. Se diría que se le había venido encima la balumba del edificio de la Historia.


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Epílogo: Luis Pedro El destino de Giacinto - Un nieto de Enrique IV - El destino de Fernando