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jamas del grado de capitan que ostenta- ba. tcome escarmiento y para calmar los ánimos)
Y a mi otra abuela, Líbera, la carbona- ria. le paso lo mismo o más o menos.
Una noche, tenia la mision de hacer volar el puente por donde debía pasar el ejército invasor, pero llegó tarde. Pietro Mi- ca tuvo la felicidad de volar en pedazos en su lugar, junto a un batallón entero de austriacos con banda y estandarte, para regocijo de los patriotas que al ver el ama- ble espectáculo, se pusieron inmediata- mente cantar Nabuco, a voz en cuello:
“Va pensiero sull'ali doraaateeec. . .!
Ocurrio que cuando Líbera salia con antorcha y todo para encender la mecha, apareció Girolamo Spaventa, loco de amor por ella. Come buen italiano se puso a gesticular y a tirar manotones un cuarto de hora sin parar, a pesar de que Libera lo amenazaba severamente con la antorcha.
¿Qué podía importarle a Girolamo la antorcha en el estado en que estaba?
Finalmente, como la amaba a pesar de ser ur condenado inoportuno, Libera le prometio no hacerse matar y volver des- pués de volar el puente.
Pero ya era tarde.
Lego justo para recoger un pedazo del chaleco de Pietro (con dos botones). Se puso a liorar de pena, de humillación y desencanto, lo cual no me parece en ab- soluto objetable. Desde luego, la echaron
TALLERES DE REFLEXION SOBRE FEMINISMO:
11 y 25 de junio de 1985
de 14,30 a 16,30 hs.
Coordina: CLARA CORIA Nicaragua 4908, Tel.: 72-0142
de la Sociedad Secreta mientras hablaban de la impuntualidad de las mujeres.
Ahí terminó su brillante carrera petar- dista.
Se casó con Girolamo, tuvo catorce hi- jos con él y le hizo la vida imposible, pro- lijamente, ya que nunca se consoló.
Imagino que no debe ser fácil digerir que a una se le escape la gloria de entre los de- dos, por una gansada y por cuestión de segundos.
Cuando era viejita y andaba medio fragil de las arterias seguía quemando con las antorchas. Terminó en un loque- ro, encerrada en un cuarto forrado con amianto, por incendiaria.
Y ahora viene Gina. mi abuela funda- mental.
Cuando hablo de ella me pongo irre- mediablemente sentimental y se me esfu- ma el poco ingenio que tengo.
Gina tenía los bolsillos siempre Menos de recortes» de diarios y hojas sueltas de libros. Nunca podía sentarse a leer en paz.
Ya sé que es una práctica criticable des- trozar los libros; pero hay que tener en cuenta que Gina se veía obligada a leer mientras cocinaba para un regimiento, o bañaba a sus seis hijos o arrancaba higos en el fondo.
Mi abuela repartía su tiempo asi: veinti- tres hora para sus detestadas tareas hoga- reñias y una hora para ella. Y esos sesenta minutos los dividia sesenta veces a lo largo del día, de tal forma que vivía inte- rrumpida. Parecía una alucinada.
Hacía todo distraidamente. Pelaba papas rumiando alguna lectura del minuto prece- dente y regaba de cascaras toda la casa. Preparaba ravioles para ochenta y dos comensales pensando en Proust, y le po- nía ventosas al abuelo mientras leía un artículo sobre las sufragistas inglesas. Asj provoco algunos accidentes domésticos. Nada serio.
Escribía lo que se le iba ocurriendo en cualquier lado; al margen de las rece- tas de cocina, en la agenda del teléfono,