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1 Y tomando el viejo la pluma que lo presentaba Rosas, escribió el pie del oficio, y con una letra trémula :

«Manuel Corvalán —Bien pudo aprender á escribir mejor cuando estuvo en Mendoza—dijo Rosas, riéndose de la letra de Corvalán, quien no le contestó una sola palabra, quedándose de pie como una estatua al fado de la mesa.—Digame, señor General Corvalán—continuó Roses todavía sonriéndose,—¿qué le contestó Simón Pereira?

—Que los paños de tropa no se podían conseguir hoy al mismo precio que los anteriores, sino á un treinta por ciento más.

—Mire —dijo Rosas dándose vuelta en la silla y poniéndose cara á cara con Corvalán.—Mañana, á las doce, vaya usted å verlo, y delante de todos los que estén con él, hágale así de mi parte, repitiéndole en cada vez, que yo se lo mando. ¿Ho oído?

—Si, Excelentisimo señor.

A ver, cómo lo va á hacer?

El señor gobernador le manda á usted esto.

El señor gobernador le manda á usted esto.

El señor gobernador le manda á usted esto.

Y al fin de la oración, Corvalán daba un golps con la mano abierta sobre la mitad del brazo opuesto. Rosas soltó una carcajada; los escribientes sonrieron, pero el edecán de Su Excelencia permaneció con una fisonomía inconmovible.

Dígame, General, á qué hora vino el médico que está ahi?

—A las doce del día, Excelentísimo señor.

—Ha pedido algo?