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Rosas quedó cara á cara con un mulato de baja estatura, gordo, ancho de espaldas, de cabeza encrme, frente plana y estrecha, carrillos carnudos, nariz corta, y en cuyo conjunto de facciones informes estaban pintados la degeneración de la inteligencia humane y el sello de la imbecilidad.

Este hombre, tal como se acaba de describir, estaba vestido de clérigo, y era uno de los dos estúpidos con que Rosas so divertía.

Dolorido y estupefacto, el pobre mulato miraba á su amo y se rascaba la espalda, y Rosas se reía al contemplarlo, cuando entró de vuelta el general Corvalán.

—Qué le parcce á usted? Su Paternidad estaba durmiendo mientras yo trabajaba.

—Muy mal hecho contestó el edecán con su siempre inmovible fisonomía.

—Y porque lo he despertado se ha puesto serio.

—Me pegó—lijo el mulato con voz ronca y quejumbrosa, y abriendo dos labios color de hígado, dentro los cuales se veían unos dientes chiquitos y puntiagudos.

—Eso no es rada, padre Viguá, ahora con lo que comamos se ha de mejorar Su Paternidad. ¿Se fué el médico, Corvalán?

—Si señor.

—¿No dijo nada?

Nada.

— Cómo está la casa?

—Hay ocho hombres en el aguán, tres ayudantes en la oficina, y cincuenta hombres en el corralón.

—Está bueno; retirose á la oficina.

—Si viene el jefe de policía?

—Que le diga á usted lo que quiere.