Página:Amalia - Tomo I (1909).pdf/95

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
— 91 —

del gobernador—dijo Manuela, con un acento tan nervioso, y con una tal animación de semblante y de voz, que ponía en evidencia el esfuerzo que había hecho en sufrir sin quejarse, la humillación por que acababa de pasar.

—Sí, pero has visto ya que le he hecho dar veinticinco azotes, y que lo tendré en Santos Lugares hasta la semana que viene.

— Y qué importa? ¿Es por ese castigo como se olvidarán del ridículo en que me puso ese imbécil?

¿Porque usted le mande dar veinticinco azotes, dejarán, y con razón, de hacerme el objeto de las conversaciones y de la burla? Yo bien comprendo que usted se divierte con sus locos; que son, puede decirse, las únicas distracciones que usted tiene; pero la libertad que usted les consiente conmigo, en su presencia, les da la idea de que están autorizados para desmandarse donde quiera que me hallan. Yo consentiría en que ne dijesen cuanto quisicran, pero ¿qué diversión halla usted en que me toquen y me irriten?

—Son tus perros, que te acarician.

Mis perros ! exclamó Manuela, en quien la animación so aumentaba á medida que se desprondían las palabras de sus labios, rojos como el carmín: los perros me obedecerían; un perro le sería á usted más útil que ese estúpido, porque siquiera un perro cuidaría de la persona de usted, y la defendería si llegase ese caso horrible que todos se empeñan en profetizare con palabras ambiguas, pero cuyo sentido yo comprendo sin dificultad.

Manuela cesó de hablar, y una nube sombria cubrió la frente de Rosas, con las últimas palabras de su hija: