y de sus cambios de humor, su actitud y ademanes hablaban por sí mismos. Otra vez estaba en acción. Se había desprendido de sus ensueños creados por la droga, y estaba embebido en el estudio de algún nuevo problema. Toqué la campanilla y me condujeron á la habitación que había sido en parte mia.
Su actitud no fué efusiva: muy rara vez lo era; pero tuvo gusto, creo, de verme. Casi sin hablar una palabra, pero con mirada amable, me indicó un sillón, me extendió su caja de cigarros, y me señaló una licorera y un sifón en un rincón. Luego se paró delante de la chimenea y me miró con su singular manera introspectiva.
—El yugo del matrimonio le sienta á usted, Watson—me dijo.—Creo, Watson, que desde que no nos vemos ha aumentado usted unas siete libras y media.
—Siete—contesté.
—¿Siete? Yo pensaba que un poco más. Debe ser un poquito más, Watson. Y otra vez curando, ya lo veo. No me había dicho usted que iba á volver á ejercer.
—Entonces, ¿cómo lo sabe usted?
—Lo veo, lo deduzco. Como sé que hace poco se ha mojado usted mucho y que tiene usted una sirvienta en extremo torpe y descuidada.
—Mi querido Holmes—dije yo:—esto es ya demasiado. Si hubiera usted vivido hace siglos, lo habrían quemado á usted. Es verdad que el jue-