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de Sherlock Holmes

seguir los rastros y aclarar los misterios que la policía oficial había abandonado, perdida ya la esperanza. De vez en cuando, llegaban á mi conocimiento vagas noticias de sus pasos: lo habían llamado á Odessa para el caso del asesinato de Trepoff, había aclarado la singular tragedia de los hermanos Atkinson en Trincomalee, y últimamente había desempeñado, con mucha delicadeza y completo éxito, una comisión que le había encomendado la familia real de Holanda. Pero aparte de esas muestras de actividad, que, como yo, conocían todos los lectores de la prensa diaria, poco sabía de un antiguo compañero y amigo.

Una noche—era el 20 de Marzo de 1888—volvía yo de visitar un enfermo (pues otra vez ejercía mi profesión en la ciudad), cuando el camino que llevaba me condujo á la calle Baker. Al pasar por la nunca olvidada puerta, que siempre estará asociada en mi mente con mi noviazgo y con los sombríos incidentes del Estudio del Rojo, senti un vehemento deseo de ver á Holmes y conocer en qué empleaba sus extraor dinarias facultades.

Su departamento estaba brillantemente alumbrado, y, apenas alcé los ojos, vi su alto y delgado cuerpo pasar dos veces en obscuro perfil detrás de la celosia. Se paseaba por el cuarto rápida, vivamente, con la cabeza caida sobre el pecho y las manos cruzadas detrás. Para mí, que conocía hasta la menor de sus costumbres