Página:Crónica de la guerra hispano-americana en Puerto Rico.djvu/386

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página ha sido corregida
342
A. RIVERO
 

según yo creo, cerca de dos horas, y consistió principalmente en un considerable tiroteo a distancia de 600 a 1.000 yardas; pero después que nuestras tropas habían llegado a tiro de sus fusiles de las trincheras ocupadas por los españoles, éstos se batieron en retirada.

Uno de los más curiosos incidentes, relacionados con esta retirada, fué el intento de una parte de nuestra fuerza montada de capturar a un tren que se suponía lleno de tropas españolas; los jinetes, que espolearon sus caballos obligándolos a correr desesperadamente, no pudieron competir con la velocidad de la máquina, y tampoco tuvo éxito nuestra artillería, que disparó al mismo tren algunos cañonazos desde una altura que había ocupado poco antes y que le permitía hacer fuego directo. Nada de esto pudo impedir que el enemigo se retirase, en buen orden, dejando tras de sí un pequeño número de sus heridos. Uno de estos desgraciados fué encontrado por mi ayudante, el teniente Mc Andrews, y me lo trajo, manifestándome haberlo encontrado en un campo de caña, al cuidado de dos sanitarios españoles [1]. El herido era un oficial, el teniente Vera, a quien una bala le había atravesado el muslo derecho, hiriéndolo gravemente; con toda rapidez fué trasladado a nuestro hospital de campaña, donde fué curado.

A la caída de la tarde estábamos al cuidado de nuestros heridos, 16 de los cuales eran americanos; en conjunto, entre heridos y enfermos, teníamos 50 a quien cuidar. El Cuerpo principal de la brigada avanzó hacia Mayagüez.

La tarde siguiente recibí órdenes de transportar todos mis heridos a dicha ciudad, llevándolos al hospital de la Cruz Roja; el viaje y entrada en Mayagüez la hicimos sin novedad, y como ya era de noche, entregamos nuestros pacientes al oficial médico encargado de dicho hospital de la Cruz Roja, que ocupaba el edificio del teatro.

No puedo dispensarme de aplaudir, aun después de veinte años, lo completo y limpio de este hospital de la Cruz Roja, así como la gran benevolencia, mostrada por igual a españoles y americanos, por su bravo director doctor Jiménez Nussa, de Mayagüez, quien el día anterior, y bajo el fuego del combate, cruzó las líneas americanas en su misión humanitaria, para ofrecer sus servicios en el hospital de sangre que teníamos en la factoría de azúcar.

Uno de los más curiosos incidentes que he presenciado en toda mi vida fué la aparente indiferencia de los jíbaros portorriqueños hacia los peligros del combate; durante el mismo, se les veía ir y venir por el camino, muchas veces entre ambas líneas de fuego, con la mayor tranquilidad, siguiendo los hábitos de su vida pacífica, y en la completa confianza de que, como ellos no hacían daño a nadie, tampoco debían recibirlo.

Y por eso aconteció que un pobre negro fué herido en el vientre, y cuando lo trajeron a mi presencia, había entrado en la agonía; era un valiente, y murió manifestando que estaba satisfecho de terminar su vida como si fuese un soldado, aunque realmente no lo era.

Es sumamente difícil describir lo que sufrieron nuestros hombres a causa del

  1. Más tarde, el doctor Ashford manifestó al teniente Vera su admiración hacia aquellos sanitarios, por su valerosa conducta, y aquél replicó: «Sí, eso hicieron; pero yo también, revólver en mano, les amenacé de muerte si me abandonaban.»—N. del A.