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cirle quién sabe qué, a propósito de una botella, y palmearle el lomo con protección cariñosa.

En el rincón opuesto al nuestro, como empujados por el ruido, una yunta de criollos miraba en silencio. Uno de ellos tenía una hosca onda volcada sobre el ojo izquierdo y los dos estaban tostados de gran aire.

Comieron apurados. A los postres rieron sin voces, las bocas sumidas en sus servilletasde los españoles relataba el suicidio Pero de un amigo:

—Vino de una farra, se sentó al borde de la cama en que su mujer dormía, tomó el revólver y delante de ella: ¡pafff!

El de las romerías seguía pesadamente sus comparaciones con Giles.

Con gran contento pagamos nuestra comida, aunque cara, y salimos al sol de la calle.

Al tranco fuimos para el reñidero, que Don Segundo conocía, y metimos los caballos a un corralón donde les aflojamos la cincha.

En el mismo corralón, había unas jaulas llenas de cacareos y el público, que como nosotros llegó temprano, comentaba la sangre y el estado de los animales.