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Nos acomodamos en el redondel, como patos alrededor del bañadero.

Llegó el juez que se sentó frente a una balanza, colgada sobre la cancha. Vinieron los dueños con sus respectivos gallos, que se pesaron colgándolos envueltos en un pañuelo. Después se eligieron las púas, se hizo el depósito de los quinientos pesos jugados, y cada cual salió a calzar su campeón.

Don Segundo me explicó en cortas palabras las condiciones de la pelea.

Esperamos.

Un poco aturdido por el movimiento y las voces, miraba yo el redondel vacío, limitado por su cerco de paño rojo, y los cinco anillos de gente colocados en gradería, formando embudo abierto hacia arriba.

En el intervalo de espera, se discutieron las probabilidades en favor de ambos animales. Sería la riña, al parecer, un combate rudo y parejo. Los gallos eran de igual peso, de igual talla. Cada uno había pisado por tres veces la arena para salir vencedor El público enumeraba los detalles de la pesada, buscando algún indicio de superioridad. El bataraz fallaba en el pico, levemente quebrado ha-