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El giro cloqueó como una gallina cascoteada y comenzó a dar vueltas de derecha a izquierda, el cuello lastimosamente estirado, la respiración atrancada en un ronquido de coágulos. En su cabeza carmínea y como verrugosa, había desaparecido el pequeño lente hostil de su mirada.

—Stá ciego y loco!

sentenció alguien.

En efecto, el animal herido, después de repetir sus círculos maquinales, como en busca de una mosca imaginaria, picoteaba el paño del redondel, dando la espalda del combate. En su cabeza como vaciada sólo vivía un quemante bordoneo, cruzado de dolores agudos como puñaladas.

— Pero ningún cristiano o salvaje es capaz de imaginar la saña de un gallo de riña. Ciego, privado de sentidos, el giro continuaba batiéndose contra un fantasma, mientras el bataraz, paciente, buscaba concluirlo en un golpe decisivo.

Sin embargo, el cansancio, fuerza incontrastable cuyo coma sentíamos caer en el reñidero, hacíase casi perceptible al tacto. Era algo que se enredaba en las patas de los combatientes, sujetaba sus botes, nos oprimía las sienes.

—¿La hora?

—Faltan dos minutos pronunció el juez.

Comprendí que el reloj se convertía en mi peor enemigo.

—preguntó alguien.

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