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grandura! Hasta la pampa resultaba chiquita. Y tuve ganas de reír.

Comimos, sin decir palabra, en unos platos de zinc, una "ropa vieja" en que la sal del charqui nos ofendía la boca. La galleta era como poste de quebracho y gritaba a lo chancho, cuando le metíamos el cuchillo. Para peor, no tenía sueño.

Me quedé tomando mate en la cocina. El pabilo del candil, cansado de tanta grasa, quería caer por momentos y la llama chisporroteaba a antojo.

Dos veces la enderecé con el lomo del cuchillo.

Por fin la dejé, temiendo que me entrara rabia y cediera a la tentación de fajarle al aparatito un planazo de revés, para que fuera a alumbrar a los demonios.

Don Segundo tendía cama afuera y Don Sixto estaba ya en el dormitorio, al cual había entrado mis jergas, creyendo así cumplir con el forastero.

¡Linda cortesía, hacerlo dormir a uno en un aposento hediondo y seguramente poblado por sabandija chica!

Apagué el candil, volqué la cebadura en el fuego, que se iba consumiendo, y fuí a echarme en mi recado, en la otra punta del cuarto de Don Sixto.

No hallaba postura y me removía como chu-