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apretaba en su derecha, tiró al aire dos hachazos como para partir el cráneo de un enemigo invisible. Tuve la ilusión de que aquello que tenía aferrado con la mano izquierda, le asentara un recio tirón. Trastabilló unos pasos. "No", volvió a gritar, como aterrorizado, pero firme en su propósito de no ceder, "angelito... no me lo han de llevar".

Con más saña, tiró puntazos en diferentes direcciones; después hachazos de derecha, de revés, con una violencia superior a sus fuerzas. Otro tirón lo llamó hasta la mitad del cuarto. Con más desesperación clamó, "M'hijo..., m'hijo, no ha de ser de ustedes". Comprendí lo terriblemente angustioso de aquella alucinación. El hombre defendía a su hijo embrujado, con la desesperación del que no sabe si hiere. Pero, ¿cómo podía ser eso? Sin embargo, vi por tercera vez y claramente, los tirones y golpazos con que le hacían perder el equilibrio. Don Sixto caía al suelo, volvía a incorporarse y se esgrimía nuevamente contra el vacío, repitiendo su estribillo: "No, no me lo han de llevar".

La lucha inverosímil, de la cual yo sólo veía un combatiente, arreció en violencia. Los zamarreones aumentaban, las cuchilladas menudeaban a