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que a muchas cuadras repercutiera en un apuro y hasta en huidas sin fin.

Ibamos dejando a un lado las vacas recién paridas, que nos miraban hoscas, con una cornada pronta en cada aspa. Vencíamos la distancia lentamente, por tener que ir de derecha a izquierda en una fatigosa línea quebrada.

Los balidos formaban como una cerrazón de angustia en el aire, angustia de las bestias libres agarradas por su destino de obedecer, aunque acostumbradas a no ver hombres sino a muy largas distancias y muy de tiempo en tiempo.

Allí, como a legua y media, sobre una lomada, se formó un centro de movimiento. Debía haber gente sujetando ese principio de rodeo. Y, conforme íbamos andando, aquello se agrandaba, empenachándose de una creciente nube de tierra, sumándose de todos los retazos de hacienda destinados a desaparecer allí, como llamados por una brujería.

Hacía un rato el campo estaba despejado, nosotros lo poblamos de vida, para luego irla barriendo hacia un punto, dejando el campo nuevamente solo.

Conservábamos la vista fija en el lugar del rodeo y deseábamos ya estar allí, pues poco que ha-