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ir con el bayo. Hoy me lo cornean, ayer por poco no deja el cuero en el cangrejal.

—¿Qué andaba haciendo?

—Curiosiando.

—Curiosiando? ¡Por bonitos que son!

—Pa'l que nunca ha visto.

Calló un rato para en seguida ofrecerme.

—Si quiere ver toito el cangrejerío rezando a la puesta'el sol, puedo llevarlo aquí cerca. Son cangrejales grandes. Los que usté vido ayer, no alcanzan a ser más que retazos.

Acepté el ofrecimiento y, nos fuimos galopando, rumbo a los médanos, hacia un lado distinto del que a la madrugada habíamos seguido para la recogida.

Ya el campo había vuelto a su calidad de desierto. Del rodeo no quedaba casi recuerdo ni en la llanura, ni en mi memoria. Parecía haber sido una pura imaginación, que negaba el vacío de los pajonales. Vacío que tenía algo de eternidad.

De lejos ya, vimos negrear las largas franjas de barro. Arrimándonos las veíamos agrandarse, y era algo así como si el mundo creciera. Pero ¡qué mundo! Un mundo muerto, tirado en el propio dolor de su cuero herido.

Por unas isletas de pajonal, Patrocinio me fué