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conduciendo grejal a mis espaldas.

224de modo que también sentí el can— —Aura verá me dijo.

Se bajó del caballo, a orillas de un cañadón de bordes barrosos y negros, acribillados como a balazos por agujeros de diversos tamaños. De diversos tamaños, también, eran unos cangrejos chatos y patones que se paseaban ladeados, en una actitud compadrona y cómica. Esperó que, cerca, un bicho de esos saliera de la cueva y hábilmente, le partió la cáscara con un golpe del cuchillo. Pataleando todavía, lo tiró a unos pasos sobre el barro. Cien corridas de perfil, rápidas como sombras, convergieron a aquel lugar. Se hizo un remolino de redondelitos negruzcos, de pinzas alzadas. Todos, ridículamente, zapateaban un malambo con seis patas, sobre los restos del compañero. ¡Qué restos! Al ratito se fueron separando y ni marca quedaba del sacrificado. En cambio, ellos, sobreexcitados por su principio de banquete, se atacaban unos a otros, esquivaban las arremetidas que llegaban de atr se erguían frente a frente con las manos en alto y las tenazas bien abiertas. Como nosotros estábamos quietos, podíamos ver algunos de muy cerca. Muchos estaban mutilados de una manera terrible. Les fal-