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la y las otras se llamaran igualmente mujeres, era una verdad que no entraba en mis libros.

No había tardado, ¡ cómo había de tardar!, en darme cuenta de que Numa le arrastraba el ala a mi prenda. El asunto resultaba más bien ridículo.

¡Qué rival! Yo le guardaba rencor a Paula por haber inspirado amor a semejante gandul, que andaba como sonso rodeándola por dondequiera, para mirarla con ojos de ternero enlazado, suplicante y húmedo de ternura. Me reía por no saberlo hacer mejor.

Nos topábamos a cada salida o entrada en el rancho, a cada vuelta de pared. Le rogué a Paula que espantara a ese mosquito, pero sólo conseguí que me reconviniera en son de burla:

—Había sido celoso hasta de lo que no es suyo.

No digo menos; pero ¿por qué entonces esa baquía para encontrarme abajo de los paraísos, al caer la tardecita, y los cabeceos de flor en el viento, cuando le arrimaba algún requiebro halagüeño sobre su donosura, y los reproches cuando por prudencia evitaba estar demasiado tiempo con ella?

—Se ha hecho chúcaro como guayquero... tal vez está extrañando la flor de su pago y anda por ahí mandándole las cartas que no le sabe escrebir.