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los ligeros a los caballos y con nenguno me dió más que cualquier matungo.

El paisano callado, no debía entender de relojes porque, sin entrar en más controversias, hizo caminar su malacara hacia gente menos doctora.

Oímos un tropel y una gritería. Nos arrimamos para la cancha. Acababan de correr una carrerita de dos cerradas, entre caballos camperos.

El paisano ganador, montado en un picacito overo, pasó delante nuestro fatigado y sonriente. Ya estaban partiendo con un rabicano pampa y un zaino pico blanco. En cada pique, el zaino se despatarraba, desesperado por correr. Pero, cerca mío, un grupo de gente rica, bien montada, hablaba de una de las carreras depositadas. El que parecía más al corriente que los demás, explicaba:

—Yo no sé cómo Silvano se ha metido a correr con el mano blanca de los Acuña; su alazancito es un animal nuevo, muy bruto. Ustedes verán que es capaz de asustarse con la gente y cambiar de andarivel...

En eso pasó un muchacho, ofreciendo treinta a veinte, contra el rabicano que estaba partiendo.

Tomé la parada porque sí.

—¡Se vinieron!

gritó el mismo muchacho.

La gente corría para el lado de la largada. Unos 1 1 1 1 ( 1 1 1 1 1 I i