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Hicimos noche en la pulpería de "La Blanqueada" ¡qué de recuerdos! donde el pulpero nos agasajó, sin dejar de decirme al fin, palmoteándome las espaldas:

—Y ahora estoy yo a tu disposición, pa que saqués de mi casa lo que quieras, y me pagués enseguidita como yo te pagaba los bagres.

¡Muy bien! ¿Me recibirían todos así, o me mostrarían un respeto tan falso como repugnante?

Con gusto, pues, dormí esa noche en el patio de la pulpería.

Al día siguiente, como no íbamos a ver a Don Leandro sino a la tarde, tuve ocasión de espiar qué intenciones había en el trato de la gente.

El peluquero me saludó, como si me hubiese presentado con el traje que los príncipes usan en los cuentos de magia. Me llamó "Señor" y "Don", hasta cansarse, y ni se acordó de mi pasada indigencia, ni de mi actual ropa, ni de las propinitas con que supo pagarme algún servicio menudo.

El platero me ofreció sus vidrieras; tampoco se acordó de haberme errado un escobazo, un día en que, acompañado por algunos vagos como yo, le había preguntado si la plata que empleaba en sus trabajos ya había aprendido a andar sola, o si necesitaba entreverarse con otros amigos.