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lido argumento, fué recibir de Don Segundo la aceptación de quedarse en el campo.

Casi de más está decir que, los dos primeros años, viví en el rancho de mi padrino. Desde mi llegada, por cierto, no miré a la casa principal como residencia de elección. Conservaba yo muy vívido un instinto salvaje, que me hacía tender cama afuera y escapar de todo encierro. También continué levantándome al alba y acostándome a la caída del sol, como las gallinas.

La casa grande y vacía, poblada de muebles serios como mis tías, no me veía más que de paso.

Seguían sus vastos aposentos siendo del otro hombre, cuya memoria no podía acostumbrarme a encarar como la de un padre. Y, además, me parecía que también ella se iba a morir, significando su presencia sólo un reçuerdo frío. De haberme atrevido, la hubiera hecho echar abajo, como se degüella, por compasión, a un animal que sufre.

Como el potrero a cargo de Don Segundo quedaba lindando con el campo de los Galván, nos reuníamos frecuentemente con Raucho. Nuestra amistad se había sellado muy pronto, ofreciéndonos como prenda de simpatía el gusto de intercambiar potros: El me dió los primeros galopes a unos bayos, que me regaló para entablar la tan